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Hoja Santa Sin Palabras
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Encerrados en casa
Vicente Verdú es un fino analista de lo cotidiano: trabaja a ras del suelo.
Los académicos prefieren los asuntos grandilocuentes, capitales para la humanidad. Pensar en quiénes sómos, adónde vamos, de dónde venimos y a qué hora pasa el próximo autobús.
Verdú elige lo pequeño, lo real, lo que sucede a diario. Es posible que un asteroide se estrelle contra la Tierra y los pobladores nos convirtamos en polvo cósmico, pero lo auténticamente irritante es que el vecino ponga la música a volumen de after.
Precisamente con los vecinos comienza Enseres domésticos, subtitulado Amores, pavores, sujetos y objetos encerrados en casa, un ensayo sobre el hogar, a veces más peligroso que la selva amazónica.
En el capítulo titulado Comer escribe: “La sal y el azúcar forman el par albo y primario en la cocina. Ellos mismos son productos puros (*) extraídos de la desecación y reducidos como dos concentrados procedentes de la humedad sencilla”.
Un libro con sal y azúcar al 50%.
(*) Se equivoca ahí Verdú. El azúcar blanco (albo) es un producto sometido a una gran manipulación.
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Tres vinos Sin Palabras
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El restaurante: Bitxarracu
Bitxarracu
Valencia, 212. Barcelona
Valencia, 212. Barcelona
T: 93.114.84.44.
Precio medio (sin vino): 17 €.
Menús: 15 y 20 €.
Para pringar dedos
Después de 14 años, Victor Quintillà y Mar Gómez han sacado Lluerna de la arena.
Triunfar en Santa Coloma es triunfar en el mundo y pese a los entusiastas gurmets que subieron a la nave desde el principio fue la bandera de Michelin la que les ha dado visibilidad.
Hay veces en que la estrella brilla menos que la bombilla de un bar de citas y otras en las que es un fogonazo.
Hace un año, en un encuentro casual en el aeropuerto, me explicó que buscaba local en Barcelona, tarea a la que había dedicado tiempo, y desengaños. Por fin ha dado con el espacio, amplio y cómodo, “listo para cocinar”.
Donde estuvo Loft 212 han soltado Bitxarracu, que como logo e intención tiene un bitxo, una guindilla enorme.
Asociado con Víctor, el profesor de cocina Lluís Tomàs, el hombre que da la cara: “Bitxarracu habla de desenfado. Algo gamberro. Podemos hacer cosas japo, thai…”.
La misma foto del bitxocuelga del privado del Lluerna. Es la conexión BCN-Santako. “Lluerna tiene unas reglas, una forma particular de cocina, y aquí es otra”, puntualiza Víctor, aterrado de que alguien se confunda. Lluerna es Lluerna y Bitxarracu, el primo canalla.
Poseído por lo excesivo, elijo una degustación pantagruélica para embozar arterias.
Renuncio a croqueta-brava-rusa porque sé que serán disuasorias, aplacarán el hambre por placeres mayores. Lanzado hacia lo ibérico, le doy al mollete, pan de aceite del horno Turull de Terrassa, con huevo frito y jamón. Fantástica guarrada: rompo la yema y pinto en el revoltillo.
Tengo una objeción al ssam (coreano) de papada: no es un reproche a la calidad del cerdo, buena cocción, sino al emplatado. Es mejor que sirvan la lechuga romana aparte para que cada cual envuelva y salsee al gusto. Las hojitas de menta son la desengrasante coartada. ¿Finger food? ¡Dedos pringaos!
Por fin de temporada, retiran la ensalada de tomate con esferificaciones de mozzarella y la pido porque quiero saber cómo aplican una técnica de vanguardia en un comedor batallador. Y sale muy bien. ¿Acaso la mozzarella no es ya una esferificación gigante?
También el curry thai de pollo de payés, que Víctor aprendió en Tailandia, tiene truco tecnoemocional: el ave está cocinada al vacío. Fantástica, se deshace en la boca. Plato de la carta, hoy también lo ofrecen en el menú de mediodía de 10.80€. ¿Salen las cuentas?
Bebo El Castro de Valtuille 2012, mencía ligera para compensar la contundencia. La butifarra de Cal Nen, elaborada según las indicaciones de Víctor, une más Santa Coloma-Barcelona que la línea de metro. Vecina de Lluerna, la charcutería colaboró con el cocinero para esta pequeña maravilla con su perverso toque de orujo. Acabo con un bajativo: la espuma de coco y piña.
Escuchar a Víctor: su entusiasmo, su rigor, su capacidad, su honradez.
He aquí otros de los platos de Bitxarracu. Y no los menos importantes.
Atención a: los buenos precios, ¡y en el Eixample!
Recomendable para: los que quieran comer sin fronteras.
Que huyan: los de ensaladita, quinoa y bayas de goji.
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Cabracho Spa
Ir de compras a la subasta con un cocinero, Sergi, es un extra que el Hostal Empúries ensaya para el futuro. El viejo lujo de sedas y terciopelos, agobiante, se torna aquí ligero, raspas y escamas. ¿Qué mejor actividad para el urbanita atufado que se alimenta de porexpán de supermercado que asistir al origen de la cadena comercial.
El lenguaje de la subasta es imposible de interpretar para el novato, pero –con gestos discretos y precisos toques de pulsador– el cocinero sabe qué y cómo pescar en tierra firme. Acabada la compra, disuelta la cofradía, carga las cajas verdes que sangran mar.
Entre los bienes de esta costa, el calamar de potera, que Biel Gavaldà, el responsable de los fuegos, aliñará con mostaza, tomate, rábano, remolacha, alcaparras. Es uno de los platos de la carta que ha ideado Rafa Peña, director gastronómico, jefe de Gresca, bistronómic número uno de Barcelona.
Hace tres años, Rafa y su cocina exacta, de línea clara, desembarcaron en este edificio de 1907 que refugió a los primeros excavadores de las ruinas, restituidores de la gloria griega y romana de Empúries.
Aquel Josep Puig i Cadafalch, célebre arquitecto que comandó a los arqueólogos, tuvo que conformarse con una dieta de anchoas en un edificio solitario y blanco enclavado en las dunas, mientras que los nuevos descubridores adoran la estatua del dios Esculapio después de un masaje, un copeteo en la terraza o un baño de valientes en las primeras olas de otoño.
Este es un lugar en el que los pies descalzos se hunden en la arena de la historia.
El dueño del hostal, el empresario Guillermo Arquer, ha invertido un capital en robar el edificio a la corrosión marina y ha añadido habitaciones y equipamiento y una filosofía que huele a pino y lavanda: sostenibilidad, eco, compromiso con el medio –y el alto– ambiente.
Cliente de Gresca, Arquer buscó a Rafa Peña para que lo comestible formara parte de los cimientos de la casa. “Una cocina spa. Con personalidad. Mucho vegetal y mucho pescado”. Este es el resumen de Rafa. Lo de spa lo dice de broma, improvisando, pero es cierto. Platos que relajan, que permiten la flotación y el burbujeo.
La caballa teriyaki con crema de coliflor ahumada. Humo, lo hubo durante el verano, buenas señales, en una barbacoa portátil que también arderá este invierno.
La oblea de patata, dorada tibia y nata ácida, combinación que se aproxima a esa Escandinavia que aprecia el chef.
El majestuoso tatín de endibias en honor de Alain Passard. Y ese cabracho comprado por la tarde, sumergido entero en aceite, otra forma de spa solo para seres escamosos. Proponen comerlo como nem vietnamita: arrancar la carne crujiente con los dedos, llenar una hoja de lechuga, salsear.
Hay algo salvaje en el gesto, armónico con el entorno, a la vez refinado y bravío. Somos emperadores con zapatillas.
En un entorno arqueológico, están por la recuperación, como ese viejo cereal llamado xeixa, con el que hornean un pan oscuro y cultivan en una finca de Corçà, “al igual que el 40% de los vegetales” que usan, notifica Rafa.
El sumiller, Daniel Ortega, también destapa territorio: la botella Vd’O 6.11, cariñena blanca de vides centenarias.
Hace más de dos milenios entró por aquí la civilización y contemplaremos desde la terraza su fin.
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Casa Amèrica y Rusia
Entrar en Casa América Catalunya y ver la máquina de escribir de Cortázar fue querer robarla para comprobar si el genio se pega como una enfermedad benigna.
En las teclas quedan rastros de ADN como un recuerdo microscópico del talento.
Fui a Casa América Catalunya para moderar una charla con tres chefs: el mexicano Paco Méndez, el peruano Jorge Muñoz y el italo-brasileño Rafa Vertamatti. Fluyó la conversación con la frescura e intensidad que dan la lima y los ajís y solo al final llegó el surrealismo en forma de pregunta.
Un hombre que parecía enfadado, o tal vez la contundencia era un rasgo de carácter, quiso saber si las cartas de los respectivos restaurantes estaban traducidas al ruso.
Aclaró que tenía una agencia y que unos clientes se lo habían pedido.
Entre las lenguas de sus cartas, dijeron, no estaba el ruso, pero recibían a clientes de esa nacionalidad sin problemas.
La cosa duró un rato más, incluido un ofrecimiento para la adaptación por parte del interesado al idioma de Dostoyevski.
Lo chocante es que el diálogo a lo Karamazov sucedía en Casa América y no en la más adecuada Casa de Rusia.
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Hermanas en fetidez
La contención es una virtud. Escribir que Galveston es una “obra maestra” –con esa ligereza tan pesada de algunos– es perjudicar una muy buena novela.
Si alguien se adentra en ese pantano con exceso de confianza podría ser devorado por los cocodrilos.
Las credenciales de Nic Pizzolatto son respetables. Guionista de True detective, conserva en su primera novela la atmósfera de la serie, sin que entre una y otra ficción haya coincidencias narrativas.
Hermanas en fetidez, Galveston explica la historia de un matón, Roy Cady, que pierde la confianza de su jefe y gana un cáncer de pulmón.
Contar más es desvelar partes esenciales de la historia. Pizzolatto trabaja tanto el paisaje interior como el exterior, los pulmones de Cady y la humedad de Luisiana.
Resonancias de novela negra clásica, está más cerca de Jim Thompson que de Hammett o Chandler, aunque todos podrían sentarse en la misma mesa para compartir una botella de whisky. Un libro solo para duros.
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El restaurante: Can Boneta
Can Boneta
Balmes, 139. Barcelona
T: 93.218.31.93
Precio medio (sin vino): 15-20 €.
Menú mediodía: 11,50 €.
A favor del porrón
Esta no es una taberna disfrazada de taberna, taberna de interiorista, sino el franco sentir del cocinero Joan Boneta asistido por su hermano Toni. Si a Joan lo llaman “cocinero” se estremece porque su oficio durante un cuarto de siglo ha sido el de arquitecto. Eh, cocinero, qué fresco y nuevo suena, como un piso recién estrenado y con las ventanas abiertas. Eh, cocinero.
Cuando el mundo de la construcción se deshizo como arena bajo la lluvia, decidió que debía reconstruir su vida y diseñó el nuevo plano. Se apuntó a la escuela Bellart, donde tuvo como maestro a Pep Nogué, a quien fue a buscar para levantar Can Boneta.
“He soñado toda mi vida con esto”. Ha tenido que esperar a los 49 años para dar forma al aire.
Acostumbrado a lo sólido, también ha recurrido a buenos materiales para su casa.
Comí unas mini tortillas de patata y cebolla con butifarra blanca, esponjosas y con curvas y dorado de blini. Hechas al momento, ligeras y alejadas de esos mazacotes que de caer sobre el pie te dejan cojo. Miles de bares ofrecen la rubia en mostradores: al morderla es moldura, yeso. La de Joan es de alto standing.
Muy pocas mesas, azulejos en las paredes, ganchos que sujetan porrones, cocina abierta, iconografía popular rescatada con gracia. No hay chiste en los platos. Hablemos de retrococina: usa la baja temperatura para los guisos.
Buena-buena croquetas de carne –sí, ¿qué pasa?, he comido croqueta–.
Pulpo con crema de patata, pimentón y tocino crujiente, cerdo y molusco, dos que nunca viajan juntos.
Macarrones con ragú, otro hit popular desterrado de las cartas.
Pilpil de mongetes con tripa de bacalao: seda blanca.
Meloso de ternera con ceps: ese temblor en la boca. Costilla de cerdo duroc de la Garrotxa con soja y miel.
Y un rabo de vacuno de muuu. A la salsa de ratafía le sobra dulce.
Can Boneta, Bitxarracu y Matís Bar, tres de los últimos restaurantes a los que he ido, con diferentes estilos y filosofías, sorprenden con una calidad notable a precios amistosos, en torno a los 15-20 euros (sin bebida). En el caso de los Boneta, con el plus de un cocinero sin experiencia que guisa con plomada y cartabón.
El apartado a sacudir es el de los postres –confían en los helados del maestro Angelo Corvitto– y el de los vinos, sin carta, con la oferta de una bodega en concreto y con compromiso de cambio y rotación. “Es que no tenemos más espacio”.
Cuando fui tocaban los de AT Roca y celebré que el gran Agustí Torelló volviese a la carga. Tomé Sileo 2013, vino rocoso adecuado para estas contundencias.
En Can Boneta el porrón no es decorativo. Aparece en las mesas como símbolo y credo. El porrón, aún no lo sabemos, será moderno.
Amigos sumilleres, ese cristal bifronte, ¿podría ser el decantador perfecto?
Atención a: los embutidos y carnes de Jordi Vilarrasa, de Olot.
Recomendable para: los fans de los bikinis, tienen 5.
Que huyan: los de sacarina, ligeresa y semidesnatada.
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Nunca quise creer
CLIMA. Nunca quise creer en el cambio climático y un día salí de casa y me hundí en el mar. Otra mañana cerré la puerta y me arrastró un huracán. Y una tercera quise volver a casa y ya no estaba.
AGUA. Nunca quise creer que las aguas se contaminaban y seguí echando aceite de freír patatas y pescado por el fregadero; y las pilas en la basura, junto a los huesos de pollo y las lechugas marchitas. Al cabo de los años, prohibieron el consumo del grifo. Cerrábamos la boca al ducharnos para evitar que los metales pesados nos convirtieran en pesos muertos. El pelo comenzó a caer y algunos se tornaron albinos y después, transparentes. Desde entonces, nos abastecemos de camiones cisternas y aprendemos de los gatos.
EDUCACIÓN. Nunca quise creer que la educación pública y universal era necesaria hasta que el operario escribió en la factura:“Reparasión de bardosas, canbio de canelón y hampliación de desaue. Pago recivido”. Le pagué sin faltas de ortografía.
PEGAR. Nunca quise creer que las palizas a inmigrantes eran un acto racista, sino más bien algo ajeno y pendenciero, de gente marginal. Estaba en el metro y un joven con la cabeza rapada y los bíceps amontonados me dijo que me levantase porque quería sentarse. Me negué y me dio un puñetazo. Con la nariz ensangrentada, me apeé en la siguiente estación. Nadie salió en mi auxilio. Todos miraron hacia otra parte. También yo, aunque esta vez con el ojo morado.
DIARIOS. Nunca quise creer que los diarios desaparecerían. Busqué quioscos y solo di con el recuerdo de las casetas en las esquinas, sombras en las aceras. En el que encontré con la persiana levantada pedí un periódico y me ofrecieron, como única lectura, una cajetilla de tabaco. El papel se había secado. Fue una decadencia pública ante la que cerramos los ojos. Poco a poco, los viejos periodistas se fueron extinguiendo y solo sobrevivieron aprendices mal pagados que llenaban las webs con las notas con las que las instituciones falseaban la realidad. No había manera de distinguir qué era verdad y qué mentira. Los poderes, sin control y con gran capacidad de propaganda, multiplicaron su reputación. Hicieron con nosotros lo que quisieron.
SANIDAD. Nunca quise creer en la sanidad pública. Hasta que dejé de poder pagar la privada.
MANIFESTACIÓN. Nunca quise creer que debía manifestarme por mis derechos. Como no los pedí, se los quedaron.
IGUAL. Nunca quise creer que las mujeres fueran iguales a los hombres, por eso las elogiaba diciéndoles que eran superiores.
VOTAR. Nunca quise creer que vivía en una democracia enferma, pero intenté ir a votar y no me dejaron.
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Macarrones de Gaig
Gaig es un icono barcelonés. ¿La torre Agbar y sus metáforas sexuales, la Sagrada Família y sus torres de merengue? ¡Los macarrones de Carles Gaig!
Me he sentado de nuevo en ese comedor, en el que Fina Navarro ha renovado el papel de las mestresses, y he entrado en colapso. ¿Qué pedir? ¿Los buñuelos de bacalao, los canelones, el arroz de pichón?
Me apetecía todo, consciente de que el cardiólogo que no tengo podía sermonearme hasta el día del juicio final, y su prórroga.
Cuando me puse en la boca los cervellets –para ver si remontaba inteligencia–, pensé que a la cocina popular le faltaba precisión y que esa exactitud el comensal la encontraba en lugares excepcionales como Gaig.
Ante los platos de la memoria acostumbramos a ser poco exigentes y toleramos mejunjes con coartada sentimental. Barcelona es una ciudad que ha renunciado al riesgo gastro. Si la conservación es lo nuestro, sería hora de inventariar el patrimonio: la Fundació Alícia está en eso.
Pedí de nuevo los Macarrones del Cardenal: grasos, densos, borgianos.
Escribí un tuit recomendándoselos a @Pontifex_es. Porque son macarrones de Papa.
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El restaurante: Matís Bar
Matís Bar
Plaça Nova, 5. Barcelona.
T: 93.412.19.95.
Precio medio (sin vino): 15-20 €.
Hola y adiós
En la memoria de los hermanos Martínez, Artur y Juanjo, el desaparecido bar de la familia en Terrassa, ocupado por el Capritx, probablemente el restaurante con estrella más pequeño del mundo
Esta es una crónica de ‘hola’ y ‘adiós’. Hola a Barcelona y hola al Matís Bar, en el Col.legi d’Arquitectes, en espíritu, aquel bar de los Martínez, “un Manolo”, dice ellos, en realidad, “un Martínez”.
Si en espíritu es un Manolo o un Martínez, en cuerpo es otra cosa: dan latigazos a los platos clásicos y un revolcón a lo popular. Un tapeo novedoso y atractivo, apartado de las escayolas que despachan algunos trileros.
Como otros de su especie, Artur evita todo suflé que no sea culinario: “No aspiramos más que a dar de comer bien, y a buen precio. Canalla, divertido y, para mí, terapéutico”.
Alto ahí, gurú ¿Terapéutico? No es palabra usual entre chefs. “Es un lugar relajado que me relaja. La decoración, por ejemplo. En las mesas hay conejitos. ¿Por qué? No hay ninguna razón”. Los camareros llevan una gorra rematada por una hélice.
El espacio es extraño: hace dos millones de años, Manel Martí lo convirtió en un rincón secreto y gurmet. Los Martínez lo encontraron cerrado, destartalado, lo han reformado, le han dado luz, alegría. ¡Amigos arquitectos, eminente colegiados, deben ustedes solucionar la sonoridad!
Juanjo, que se encarga de la sala, comienza la fiesta con una sangría de confianza, elaborada por ellos, nada de bebercio para turistas engañados.
La carta de vinos merece lectura, con espacio para los naturales. Toco el blanco Cinclus, el tinto El Vincle y el ranci Etim.
La carta de vinos merece lectura, con espacio para los naturales. Toco el blanco Cinclus, el tinto El Vincle y el ranci Etim.
Pico 23 cosas y, para acortar, olvido aperitivos, embutidos y quesos (hay guiño familiar, la madre de los Martínez es cordobesa, así como las chacinas).
Me gustan el bombón de queso, la ensalada de tomate y bonito (descompensada de sal y de escaso bonito, curado en la casa) y los mejillones a la vinagreta.
Me entusiasman el xatorejo (un romesco para comer al modo del salmorejo, salsa a cucharadas, conexión Córdoba-Terrassa), los espárragos blancos con miso y los piquillos rellenos de rabo de vacuno.
En la cima, las albóndigas a la jardinera (todo colágeno, de las mejores que he comido), el rosbif de vaca con emulsión de piñones, el taco nórdico, el dashi de empedraty el capipota con hierbabuena, necesario toque herbáceo y refrescante.
La pelota de cocido suma blanduras y necesita picos.
Entre los postres, el flan con nata. Soy fan, fan con nata.
Entre los postres, el flan con nata. Soy fan, fan con nata.
Hola y adiós. Adiós a Terrassa: en el 2015 trasladarán Capritx (transformado en LAM, L’Artur Martínez); han traspasado La Picoteca y cerrado el Colmado 1917. Los Martínez, de mudanza.
Matís Bar representa una pequeña revolución en una Barcelona con los precios inflados, la excelencia a precio chistoso. Que haya cambios en la ciudad, y deprisa.
Atención a: las mesas que Juanjo quiere repartir por la tienda del colegio.
Recomendable para: iniciarse en la cocina de Artur versión canalla.
Que huyan: los constructores y especuladores.
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El arroz de Ramona
Desde hace 30 años, como todos los mediodías laborables fuera de casa. Excepto los días en los que persigo chicha estupenda para la crónica gastronómica semanal, lo cotidiano es ceñirse a ofertas sensatas próximas a la redacción. Menús apetecibles y variados a menos de 15 euros.
No es fácil. Portolés y Wok & Bol son fijos. Añoramos Toc, la generosidad y destreza de Santi & Sandra.
La búsqueda de nuevos horizontes de corta distancia se ha saldado en fracasos. Una ensalada tropical, cuya tropicalidad se reducía a tres tiritas: mango, piña y ¡manzana! Una burger con brie, en la que el queso estaba encima y no dentro.
Una burrata herida con jarabe de balsámico, la peste negra en botes.
Sé que hacerlo bien es más sencillo que hacerlo mal y que el bajo precio es la excusa para la ineptitud. El jueves me senté en Ramona (Roger de Flor, 262), donde tomé un menú de 10,50 euros de aplauso y coleta de Pablo Iglesias.
Una cocinera y tres camareras amables. Copa de tinto de la Terra Alta, platillo de garbanzos picantes, arroz con setas y un conejo que se deshacía y un marroncito, o sea, un brownie.
Solo los que aman su oficio tienen futuro.
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Cuento del ébola
PROTOCOLO. Se llevaron a un vecino sospechoso de tener ébola. El hombre es enfermero y trabaja en una unidad especializada. Dijeron que no sería nada, que lo ingresaban por protocolo. Protocolo, qué palabra más fea y áspera. Protocolo es sinónimo de excusa.
BUZÓN. “Probablemente no sea nada. Ustedes tranquilos”. Más o menos es lo que decía –aunque con la apatía del lenguaje administrativo–, la nota que nos dejaron en los buzones, firmada por la autoridad sanitaria. ¿Aguantó la respiración el repartidor hasta terminar el buzoneo o iba vestido con un traje de astronauta doméstico?
SANGRE. Cuando leí el papel con membrete oficial, me puse pálida. Nadie hubiera podido distinguir mi rostro de la carta. Era como si el propio documento contagiase. La carta escupió sangre.
MASCARILLA. Telefoneé a mi marido y se lo conté. Lo primero que decidimos –imposible estar calmados, con la cabeza clara– era que había que sacar al niño del bloque. Intenté seguir con mi vida normal, trabajo en casa, soy contable de varias pequeñas empresas. Necesitaba seguir la rutina diaria, visitar clientes, hacer unas compras. ¿Y si me convertía en involuntaria transmisora de la epidemia? ¿Y si por un inoportuno estornudo actuaba como ventilador en una panadería o en el súper o ante uno de mis contratantes? Nunca me perdonaría que el virus saltase de mi boca como una pulga e infectase a conocidos y desconocidos. Pensé en ir a la farmacia para comprar una mascarilla, pero ¿no hubiera sido peor, una autodelación? Cuando veo a orientales con tapabocas, los evito por temor.
INVISIBLE. He compartido muchas veces el ascensor con el enfermero. Es un hombre agradable, nuestra conversación es de tiempo limitado: dos pisos. ¿Estará infectado el ascensor? ¿Las partículas flotarán en el aire como una amenaza invisible, envolviéndonos? Será mejor que baje a pie, aunque siento que las paredes están enfermas, que supuran el mal. Supongo que el ministerio enviará a un equipo de desinfección. Los imagino como a los que controlan plagas, con sus monos y sus mochilas y esas largas boquillas por la que sale la aspersión.
SUGESTIÓN. ¿Cuándo se manifiestan los síntomas? ¿Tengo la frente caliente? Me duele el estómago. ¿Son auténticas alertas? ¿Es sugestión o el principio de la enfermedad?
ÉBOLA. He telefoneado a mi hermana y se lo he contado. No quería que se enterase por la tele. Ha querido saber cuánto tiempo hacía que había visto al enfermero. ¿Dos, tres días? Le he pedido que fuese a buscar a mi hijo y que se quedase un tiempo en su casa, hasta que todo estuviese más claro. Me ha dicho que no, que no quería exponer a los suyos, que no era seguro, que lo sentía, que lo mejor era que mi hijo estuviera conmigo y con su padre porque era irresponsable exponerse sin razón al ébola. Por el bien de la familia.
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Nandu Jubany, natural y fiero
Nandu Jubany es un chef total que debería ser
iluminado con más estrellas. Desde el corazón
de Catalunya, ha abierto en Singapur
Nandu Jubany ha mezclado dos de los primeros ingredientes con los que se alimentó la humanidad: el tuétano y la ostra. Es una combinación tan primitiva que resulta moderna.
Está en la memoria del hombre partir un hueso y abrir un molusco. La ventaja de ambos soportes es que hacen innecesaria la vajilla. Se dijo en estas mismas páginas en enero del 2014 que el tuétano sería material de consumo entre grandes chefs y así ha sido.
Las sociedades ricas olvidaron su existencia porque era un recordatorio del hambre. Solo ahora que pasado y presente se funden y los viejos males y enfermedades regresan, los chefs han recuperado el tuétano en su versión más natural y fiera, asomando de la tibia.
“Los de vaca no daban garantías. Estos son de terneras de Catalunya, animales jóvenes con menos de un año, y hembras”, aclara este cocinero con una insuficiente estrella Michelin.
Noviembre es el mes en el que su suerte podría cambiar: es el mensaje anual lanzado, como un cuchillo, a los inspectores.
Hembra, ha dicho Nandu. El femenino siempre sufre: la carne de la hembra supera a la del macho, cuya suciedad interior contamina y carece de la grasa óptima.
La masía de Nandu y Anna Orte es la representación de su cocina: bajo el techo del siglo XVII hay un alma de alta tecnología. También los platos tienen esa sacudida de siglos.
En la versión de la ensalada Waldorf —a los cocineros les ha dado por el verde, la César tiene más versiones que las canciones de los Beatles— rueda una esferificación de queso azul de Centelles, disculpa para hablar de modernidad y proximidad.
Nandu es un cocinero de otro tiempo situado en este. Todos sus platos están sujetados por la vanguardia pero guiados por la memoria.
El corte de mojito es un cóctel sólido, aunque donde encuentra su yo es en la cansalada con espardenyes y puré de colifor o en la carrillera de atún escabechada con verduras.
Esclavo de sus éxitos, del canelón y del arroz con espardenyes y la coca con fuagrás y el cochinillo crujiente con chutney, acaba de ordenar la manduca en tres apartados —Menú de la Memoria, Un Paseo por Catalunya, El Gran Banquete de Can Jubany— para sentirse libre.
“Porque siempre acaban pidiéndome lo mismo. Así puedo hacer cosas nuevas y trabajar con productos a los que les tenía ganas: angulas, langosta…”.
La langosta de Begur con cebolla y coñac, plato de parranda y playa y llamas azules.
Hay algo muy antiguo y elemental en Nandu. Imaginarlo ensangrentado y con la piel de una liebre en las manos o despiezando una becada: un saber que los chefs profilácticos evitan.
Tiene fama de servir los mejores cáterings, bodas y banquetes, y de ser un trabajador sin horas: es verdad.
Convertido en figura pública en Catalunya, forma parte de los álbumes de fotos de muchos novios.
Tras dar las órdenes oportunas, y él mismo achicharrase en el manejo de las cazuelas, regresa a Can Jubany, a Calldetenes, a Osona, a la comarca bajo la niebla donde los salchichones se secan y las trufas se humedecen.
Después de asesorar restaurantes en Andorra y Barcelona y otras ciudades y otros países, ha encendido la llama de Foc en Singapur. Singapur es el nuevo parque temático gastro.
El chef desea que los comensales se despidan con ritmo.
La cocina es recreo para los cinco sentidos. Una camarera deposita una caja de música de bambú que contiene golosinas. Al abrirla, baila un cocinero.
Resume la esencia del oficio: dar vueltas sin parar.
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El restaurante: Can Bosch
Can Bosch
Rambla de Jaume I, 19. Cambrils (Tarragona).
T: 977.36.00.19.
Precio medio (sin bebida): 50 €.
Menús degustación: 38, 65 y 74 €.
El bigote del bogavante
Cuando cumplió los 60, Joan Bosch se afeitó el bigote.
Con el gesto depilatorio se despojó de algo más que pelos. Si se le habla de rejuvenecimiento, responde: “Rejuvenecer, sí, pero el plato”.
Carga sobre las espaldas, y el bigote perdido, 45 años de historia. En 1969, los padres comenzaron a dar de comer en este espacio que ocupa Can Bosch, que él gobierna con Montserrat Costa desde 1988.
En la prometedora etapa desbigotada han sumado al hijo, Arnau, y a su mujer, Eva Perelló, que como regalo anticipado de la Navidad prepara panettones. Horas más tarde, saldré de la casa con una de esas golosinas preñadas.
Me siento en este restaurante esquinero, con luz natural, a pocas calles del puerto de Cambrils, en compañía del señor B.
El señor B sabe mucho de vinos y en la carta que administra el sumiller Manel Subirà encuentra inspiración.
Es un tocho completo, con botellas con solera a precio sorprendente como L’Ermita del 2001. El señor B elige lo bebible, la garnacha blanca de Partida Bellvisos, el pinor noir de Philippe Pacalet y la garnacha, mazuelo y sumoll de Les Paradetes, Priorat, Borgoña, Conca de Barberà.
Al final, Manel añadirá el Rubí Asoleado De Muller 1904, un vino del vecindario con “poquísimas botellas”. El sol del sur, en su interior.
Entusiasmado, el señor B dirá: “Es la mejor carta de Tarragona y parte del extranjero”
Concentrados en lo comestible, revisamos la parte más tradicional y marinera de Bosch. El padre fue pescador. “A mí el mar no me gustaba”. Prefirió cocinarlo con su madre.
Recuerda las parrilladas, las zarzuelas, los platos combinados: “Todo Cambrils tenía la misma carta. Aunque con distinta calidad”.
Pasaron de bar a restaurante: “De cero a allá donde estamos”. ¿Y dónde están? “Platos algo clásicos, hacemos nuestros pinitos modernos sin ser súper vanguardistas”.
Los abrebocas llegan: calamar a la romana y un gambita blanca en tempura de rechupete; la masa del brioche de ceps es demasiado gruesa.
Abre Joan la puerta del oceanográfico: canaíllas carnosas, en su punto, y una cigala de unos 200 gramos que merece los mayores elogios.
Explica la complejidad de la compra y cómo los pescadores de la zona alternan capturas en busca de la variedad.
Ou de reig laminado con un tartar de cigala fino-fino.
Calamarcitos salteados, espardenyes con espinacas y pimientos sobre pan carasatu.
Guisadito de bogavante con mongeta y llenega blanca, mar y montaña blando, tranquilo. Acabamos con un arroz con un sofrito excelente, aunque al grano le faltan unos minutos.
El postre, carpacho de piña con merengue de jengibre, viaje al trópico desde Cambrils.
“Somos una casa estable, equilibrada”. Tiene razón Joan. Y para mantener esa estabilidad anuncia reformas.
Porque los único bigotes que seguirán son los de las gambas, los bogavantes y las langostas de Columbretes.
Atención a: la bodega, en el primer piso.
Recomendable para: los ‘pescadores’ de alta cocina marinera.
Que huyan: los de parrillada, zarzuela y plato combinado.
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Cocineras, alzaos
Podría ser culpa de los michelines y la visión masculina de la cocina, con un cuerpo de inspectores dominado por hombres, si bien es extrapolable la escasez de lo femenino a lo cotidiano.
¿En cuánto multiplican los cocineros a las cocineras en la restauración general? En mucho, muchísimo, y eso que las escuelas de hostelería están a reventar de alumnas.
¿Qué frena a las cocineras para erigirse en sus jefas, en ser propietarias como los hombres, y los hombrecillos, de pequeños grandes establecimientos?
¿El argumento es el de siempre, la carga de los hijos y las parejas ausentes? Debe de serlo. Es muy corriente: cocinero-conoce-cocinera, abren un chiringuito; él ante los fuegos y ella, en la sala. Pocas veces es al revés.
Es el momento de decir ‘no’, de arriesgar, de ser valientes. De dominar el fuego. Alzaos, cocineras y conquistad el mundo. También el Mundo Michelin.
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El restaurante: BistrEau
BistrEau
Hotel Mandarin.
Passeig de Gràcia, 38-40.
T: 93.151.87.83.
Precio medio (sin vino): 45 €.
Menú de mediodía: 35 €.
Para comerse un cubo
Para llegar al fondo de la cocina de Ángel León en BistrEau me sumergí dos veces.
De ambas inmersiones salí con la cabeza fresca y salina, los ojos limpios.
Comí 17 platos, más una incursión en el Banker’s Bar, con una cartita de cócteles con juguetería y un surtido de baozis, panecillos al vapor. Panceta ibérica y huevo, pez mantequilla y emulsión de trufa: nigiris a la andaluza. Son tan buenos que he sugerido a Mandarin que los despachen en la calle con un carrito. Eso sí que sería socializar los hoteles de cinco estrellas.
“Llegamos a Barcelona con mucha humildad”. Humildad es una palabra con agalla: probablemente el mejor trabajo de Ángel haya sido reivindicar los pescados de descarte. “Es un proyecto grande, nos ocupamos de toda la cocina del hotel [excepto el Moments de Raül Balam y Carme Ruscalleda]. Hemos estados seis meses en la oscuridad, invadiendo cada rincón”, explica del cocinero, cuya base es Aponiente en El Puerto de Santa María (Cádiz), que trasladará el año que viene al Molino de Aponiente. Ángel sigue multiplicándose: será padre.
¿Quién es este hombre conocido como Chef del Mar? Referencia mundial en el uso del plancton, ha reinventado la cocina marinera.
Al BistrEau ha trasladado hallazgos como los embutidos elaborados con mújol. Pequeña maravilla grande, son la base para el capipota, donde sustituye al cerdo por piel de atún, colágeno de raya y chorizo marino. ¿Es posible renovar un plato tan sólido? Esta es la prueba.
Quien no conozca Aponiente encontrará algunos de las platos más intensos y rompedores de la cocina tecnoemocional –versión todos los públicos– y quien haya estado en El Puerto revivirá los nuevos clásicos como el surimi (pez araña tintado con remolacha).
“Para comerse un cubo”. Es una frase habitual del chef, llena de razón. Para comerse un cubo de tortillita de camarones, croqueta de calamar, cazón en adobo, burrata de erizo, langostino con kimuchi y tosta de sardina y berenjena ahumada con huesos de aceitunas
Después, los platos con gran calado, los transatlánticos: el arroz con plancton (grano y moluscos, cocinados por separado), el calamar sobre holandesa de su tinta (blanco y negro) y la parpatana, corte de atún rojo trabajado como si fuera carne de vacuno.
Para los postres Ángel ha confiado en una pastelera francesa del hotel. La manzana con hinojo viajará a Aponiente.
El Chef del Mar ha reunido a sus hermanos, de sangre y de vida, incluido a Juanlu Fernández, jefe de cocina de Aponiente, desplazado durante unos días. Cocina Ismael Alonso, el jefe en ausencia del jefe, y manda en salas y salones, en todas partes, Carlos León.
Buen apoyo en el comedor con Jesús Gómez, que encandila con finos y jereces. Bebí la burbuja catalana con toque sureño del cava Colet-Navazos 2010, que con la versión de la bomba de la Barceloneta, fina-fina, unen mundos.
Para comerse un cubo. O dos. O tres. Que traigan un contenedor.
Atención a: la Mesa del Chef y su vanguardista oferta.
Recomendable para: saber por qué fascina el Chef del Mar.
Que huyan: los de barritas de pescado congeladas.
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Echanove: "Aquellas 2 horas con mi padre son algo..."
Juan Echanove (Madrid, 1961) es un conversador formidable. El papel de revista aún no permite el audio, y es una pena, porque cada vez que habla sobre alguien, lo interpreta. Escucharlo imitar a Juan Luis Galiardo es tan tronchante como sentimental. En el Teatre Goya de Barcelona representa y dirige 'Conversaciones con mamá', con una María Galiana que enamora. Controla el espacio y el tiempo teatral como los elegidos. La escena es su ecosistema.
Dice que ha conseguido ser feliz tras ensayos y cabestrillos, y que el dolor le ha hecho fuerte. El principio y el final de la entrevista están conectados. Porque si en el teatro charla con mamá, en la vida tuvo un monólogo con papá.JOAN CORTADELLAS
¿Cuántos años tiene su madre?
Mi madre tiene 83 años. María Galiana tiene 79 e interpreta 82. Ambas cumplen años el mismo día.
Vaya.
Sí, sí. Es una casualidad absoluta, pero en el fondo tiene algo que ver. Más allá de los horóscopos, la zona y el día del año en el que naces marcan una serie de comportamientos comunes que, de repente, son muy reconocibles. Para una pareja, para una madre con su hijo. Veo cosas de María y de mi madre muy coincidentes, mucho, mucho. Las dos son géminis. Esa doble personalidad, ese doble comportamiento. Saben esperar. No son explosivas. No te plantan cara frente a una cosa… Yo soy aries. Y yo decidí que mi personaje en la obra fuera un poco aries. Es un tío que, por ser impulsivo, demuestra que no tiene personalidad. Se le va la fuerza por la boca. Eso con mi madre real, Ángela, también me pasa. Me ha pasado desde niño. Mi madre me ha dejado explotar, explotar y explotar. Me ha demostrado o que yo no tenía razón o que quien mandaba era ella.
Esas conversaciones con Ángela, con su madre, ¿cómo son?
Mi madre es de Soria. Eso es indicativo de... Es gente curada al frío. Aunque Soria tenga mucho nombre poético, es una de las provincias más olvidadas. Mi madre vio dos veces la obra. La primera pensé: "No le ha gustado".
¿Usted se lo preguntó?
No, no. Se lo noté en la cara. Se lo dije a mis hermanos, que iban con ella: "A mamá no le ha gustado". Después ella me dijo que sí, que estaba bien, que tal y cual. Y lo dejé estar. Vino otra vez a verla, ya no era el estreno. Los estrenos le dan igual, no siente presión por mí. ¡Es de Soria! No está para tonterías. Entonces le entusiasmó. Hablé con ella: "¿Por qué la primera vez no te gustó y la segunda, sí?". Claramente la razón era que, la primera vez, se había visto ella y, en la segunda, había visto la función. No es que se hubiera visto, ¡se había buscado! Intentó ver qué había hecho yo con la figura, con la relación, qué había puesto en escena de nosotros y eso le generó "yo no me identifico con esa señora".
¿Y lo había hecho? ¿Ángela lo pilló?
No, en absoluto. En el fondo, al no encontrarse, se disgustó. Quieras que no, dentro de ese caparazón soriano, de ese caparazón duro, hay un corazón latente. En el fondo ella se sintió como fuera de sitio al no encontrarse en la función. Decidí dos cosas que no iba a utilizar. Una, mi relación con mi madre real. Y dos, mi manera de ser. Me he inventado un muñeco que tiene poco que ver conmigo.
Ha empezado hablando de ese aries impulsivo. Sí que hay algo de usted.
El carácter ese. Cuando yo vi la película ['Conversaciones con mamá', dirigida por Santiago Carlos Oves, estrenada en el 2004] estaba en Argentina, viviendo el corralito. Uno de los actores, Ulises Dumont, muy amigo, me invitó a ver la película. Pensé: "Esta película en España, en el 2004, no la podríamos hacer ni en teatro ni en el cine. Porque en España vivimos en un mundo civilizado, primer mundo, podemos entrar en el G8, crecemos al 7% u 8%, y eso de convencer a la madre de que venda la casa...".
¡Visionario!
Acojonante. La película me pareció un poco psicoanálisis. Cuando leí la adaptación de Jordi Galceran, pensé: "Esto se acerca a lo que quiero". Y todavía no era, ¿eh? Pedí permiso a Galceran para poder tocar el texto y llevarlo a algo muchísimo más vehemente. En España, nos decimos ¡te quiero! con peligro, a hostia limpia.
Como su personaje, ¿ha vivido la apariencia, aparentar ser más de lo que es?
Claro. He vivido una apariencia activa, en la que en algún momento me he podido dejar llevar por "me voy a cambiar el coche porque ya tiene cuatro años". Pero me he dejado llevar, sobre todo, de forma pasiva. Muchas veces, el rechazo a aparentar me ha generado el ser identificado como una persona sin gusto, sin sensibilidad, un tocacojones de muchísimo cuidado, que siempre está diciendo que esto es una mierda y se va a hundir. "Menudo agorero del apocalipsis, anda y que te den por culo, ya no lo llamamos para cenar. Que le cuente su rollo a otro".
¿Está exagerando?
Un poco. Es oponerse a una sociedad basada únicamente en logros económicos, oponerse de una manera entregada sin salvavidas ni protección al éxito por el éxito, oponerse a dar una imagen en los medios de comunicación que tiene más que ver con la alfombra roja que con el trabajo duro. En este país era considerado una rara avis.
¿Eso le ha costado una relación, una amistad, ha pagado un precio?
Tengo que reconocer que mis amistades son maravillosas, incluso las perdidas. No se puede pasar por la vida queriendo contentar a todos. La vida es muy larga y se pierde de todo, sobre todo, amigos y seres queridos. Haberme significado en contra de esa espuma de la vida, del aparentar, ha hecho que una parte del público haya podido considerarme un tipo pesado. ¡Que a mí me da igual! ¡Que cada cual es como es! Tengo un defecto y viene de fábrica: para bien y para mal, generalmente suelo decir lo que pienso.
Se arrebata con facilidad. ¿Cómo tiene el corazón?
Juan Luis Galiardo, que era mi hermano mayor, me decía: "Chatín, no pierdas la fuerza, coño, acuérdate de mí [imita la voz cavernosa y vacilona]". Y me zarandeaba mientras me lo decía. La última vez que lo vi con vida fue en Barcelona, en el Bar Cañete, vino a verme en la función Desaparecer. Lo acababan de operar de cáncer y, en el Cañete, lleno de gente, estábamos cenando, se levantó: "Un momento, un momento, señoras y señores, pido su atención". Y yo, aterrado. Fíjese cómo soy, pues con Galiardo vivía en estado de tensión continua.
Aterrado, decía.
Él se quitó la camisa, se quedó en bolas. "Me acaban de operar de un cáncer de pulmón y lo he superado, señora, toque, toque, vea que la cicatriz es real. Quiero compartirlo con todos ustedes y decirles que mi amigo está en el teatro. Qué mejor manera de hacer una promoción". Me identifico con esa manera de ir por la vida del que no teme perderlo todo. Galiardo murió, y murió de un cáncer que se le extendió al corazón. Esta es una vida en la que vas de un lado para otro. Afortunadamente, ya no fumo, me acuesto normalmente temprano, no se me hace de día nunca más, para las copas largas no tengo resistencia, ya no soy el corredor de fondo que fui. Y me levanto prontísimo porque de siete a nueve de la mañana son dos horas en las que tengo toda mi capacidad de trabajo aplicada a lo que sea, ahí soy una máquina, incluso de seis a nueve. Eso es lo que hace que mi corazón esté sano. Y no tengo colesterol.
Imposible.
Me llamaron de una agencia para hacer campaña contra el colesterol, me dijeron que debía hacer una prueba, fui una farmacia. Salió 104. "¡No puede ser!". Otro picotazo en el dedo, 105. Perdí la campaña.
En los años 90, lo fue todo: premios, películas, obras brutales como 'El cerdo'.
Eso te vuelve tonto.
Usted era El Actor.
Me di cuenta. Tuve un momento, duró poquísimo. Gracias a mis amigos, me di cuenta de que estaba subidito, un poco tonto. Es lógico. Han pasado 20 años, tengo 53, entonces 30 o 33. Desde que empecé a trabajar, tuve mucha suerte, mi trabajo se reconoció, empecé a ganar muchísimos premios, en cine, en teatro, en tele, maravilloso, todo fantástico. También me di cuenta de que el trabajo me lo tenía que provocar, no esperar la llamada del teléfono. En un momento dado me sentí saturado. El cerdo me dio la clave. Aquello no era una obra de teatro, era un psicodrama en presencia de los espectadores, una reflexión sobre el sufrimiento, el dolor, la explotación y la muerte brutal. Un drama en toda regla. Y una reflexión sobre la soledad en soledad. Vivía solo, vivía solo en mi casa, vivía solo en el escenario. Cuanto más me acercaba al precipicio de la soledad, de la tristeza y el sufrimiento, el espectador más lo agradecía. En el año 94, uno de esos días que llegué amaneciendo a casa, dije: "Esto se ha acabado". A partir de ahí comencé a entrar en una vida de conversación conmigo, de renovación absoluta de valores. Es la época en la que tengo a mi hijo. Y encuentro una felicidad que todavía mantengo.
Y antes, ¿creía que era feliz?
Era una felicidad prefabricada. Cuando eres bastante joven y tienes un éxito bastante focalizado es muy fácil pensar que te lo mereces.
Cuánto más reconocimiento, ¿más desgraciado?
No necesariamente, pero ya El Quijote decía que toda saturación es mala, pero la de perdices es la peor.
Su hijo Juan nació en 1997. Él forma parte de ese cambio, aunque se separó enseguida de la madre, no fue fácil.
No lo fue. Yo soy un nómada, un tío que vive de un lado para otro. Es muy difícil mantener un foco familiar, una estructura familiar, primero cuando no eres un vocacional de la familia. Aunque lo fuera, el 80% de las veces estoy fuera de mi casa.
No procede de una familia rara, tiene dos hermanos.
No, no, una familia de clase media normal. Mi padre era un ingeniero que viajaba muchísimo a Latinoamérica. Eso también me ha marcado. Yo tuve una relación tirante con mi padre hasta que se jubiló y empezó a trabajar conmigo. Desde entonces hasta que murió fue una relación de identificación tan grande, tan grande, tan grande... Entendí a mi padre en el hecho de viajar y de estar tanto tiempo fuera.
Usted tiene un hijo, y su pareja, dos. De no tener familia…
Mi hijo y sus hijos no se conocen. Nunca se sabe cuánto duran las relaciones, yo estoy tan acostumbrado a fallar. Esta vez me gustaría no fallar en mi relación porque sería horrible. He encontrado en Cuchita [Lluch, presidenta de la Academia de Gastronomía de la Comunidad Valenciana] a una mujer, aparte de estar profundamente enamorado de ella, que me contagia una alegría de vivir y un sentido positivo de las cosas que está en su ADN, y es maravilloso.
¿Falla usted siempre?
Siempre he fallado, sí. He sido un inconstante en mis relaciones. No siempre he tenido la culpa de que se hayan ido al garete, pero sí que he fallado. Siempre he sido una persona autosuficiente y he podido vivir de una manera feliz en soledad. Vivo muy bien solo. Con 53 años me encuentro mejor que nunca, y espero que dure. Incluso creo que profesionalmente me aporta una tranquilidad y un disfrutar de las cosas.
En verano vivió una pelotera en Twitter y se marchó. ¿Qué pasó?
Es que nadie me preguntó qué había pasado. Vaya por delante que creo que me equivoqué. Como siempre, el que falló fui yo. Llegué a un bar de Jávea, por la mañana, a almorzar, me senté, vino una camarera. "Mire, por favor, me va a traer usted, si puede, un vaso grande con cerveza y un poco de gaseosa. No mucha gaseosa, pero sí un poquito de gaseosa". Contestó: "Lo que viene a ser una clara, ¿no?". "Perdón, es que en unos sitios la llaman clara; en otros, clareta; en otros, no sé qué. No lo digo con el nombre porque lo que quiero es un vaso grande con un poco de gaseosa". Y ella: "Anda, lo que hay que aguantar aquí. El otro día viene uno y dice: 'Quiero un café con un poquito de leche'. ¡Pues un cortado, no te jode!".
¿Y usted?
"Mira, tráeme un vaso de cerveza con un poco de gaseosa ya, y punto". Seguí: "¿Qué tiene de comer". "Ahí tiene la carta". Mecagüenlaleche. En ese momento me tendría que haber ido. Entonces escribí un tuit: 2Qué curioso: ayer, en el bar no sé qué del mercado de Jávea, un sitio inolvidable; sin embargo, en este sitio trabaja una camarera incompetente. Con la de gente que tiene ganas de trabajar". Gran error, gran error. Me cayó encima una.. "Hijo-de-puta-hay-que-escupirte-en-la-comida". "Tú qué sabes qué es el trabajo duro". ¿Que yo qué sé qué es el trabajo duro? Como eso era imparable, se acabó.
Ha vuelto.
Sí, como blog, Un blog para comérselo.
Twitter funciona, a veces, como desahogo y venganza.
Todo el mundo tiene derecho a expresarse, con nombres y apellidos. Esos que decían: "Que te atropelle un tren y que te mueras", me gustaría saber que es Pepe-Sánchez-Rodríguez-que-vive-en-La-Alcudia. Vale, ya sé quién quiere matarme. Yo lo hice con mi nombre y apellido y me equivoqué. También es verdad que nadie, nadie, nadie preguntó: "¿Qué ha pasado?". Es la primera vez que cuento el episodio.
En el año 93, en aquel momento de oro, en una entrevista que le hice decía que las tres cosas más importantes eran, por este orden: comida, teatro y sexo. ¿Hay cambios?
Ja, ja, ja. Me mantengo. O no. Entonces aún no podía decir que lo más importante es mi hijo, eso ya está por encima de todas las cosas. Pondría delante el teatro porque es lo que a mí me permite afrontar la comida y el sexo con mucho sentido del humor y mucha tranquilidad. En el cine y la tele uno se siente manipulado, para bien y para mal.
No tiene el control.
No tengo el control. En el teatro sí, prácticamente todo está producido o coproducido por mí. Y si no está dirigido, está en manos de un director de total confianza. Luego está levantar el telón: cada noche te intentas superar una y otra vez.
Cuando murió su padre tuvo una larga conversación con él.
La clave de 'Conversaciones con mamá' está ahí. Se lo voy a decir, nunca lo había dicho: para mí esta función no es `'Conversaciones con mamá', es 'Conversaciones con papá'.
Habló dos horas.
Con mi padre muerto en casa, mandé a mi madre y a un hermano a casa de una amiga, en una urbanización en El Escorial, que es donde falleció, verano, agosto. Los del Samur levantaron el hospital de campaña en el que habían convertido el salón de mis padres, me preguntaron dónde quería que dejasen el cuerpo hasta que llegaran los del tanatorio. Les dije que en la cama de mi madre, no; que en el cuarto de al lado. Se hizo el silencio en esa casa. Mi padre estaba en una habitación, muerto. Empecé a deambular, "tengo que entrar". Empecé a hablar. Un detalle curiosísimo, que es el que me hizo conversar seriamente con él durante dos horas, es que estaba despeinado. A mi padre nunca le gustó estar despeinado. Fui al baño, cogí un peine, lo peiné, lo acomodé y comencé a hablar, a darle las gracias.
Gracias.
Sí. En el año 93, 94, mi padre se jubiló y comenzó a trabajar conmigo, a llevar mis asuntos, ya no era solo mi padre, sino mi asesor, no podía ocultarle nada. Le dio un sentido a mi vida, distinto a como era antes, a como era desde niño. Es cuando empecé a darme cuenta del valor de las cosas.
El peinarlo fue un acto muy íntimo. ¿El más íntimo?
Absolutamente. Una de las cosas más maravillosas que me han ocurrido en la vida. La vida me ha regalado muchísimas cosas, acceder a sitios impensables para un tipo como yo. Ser reconocido por la gente, alguien como yo, vulgar, común, como cualquier otro. Tengo la oportunidad de ejercer mi profesión, que, además, adoro. De todas esas cosas, de la relación con mi pareja, de mi hijo, de todas esas cosas, aquellas dos horas con mi padre son algo… No lo sé. Seguramente si me dijeran: "Tienes seis meses de vida. ¿Con qué te quedarías sabiendo que vas a palmar?". Con esas dos horas.
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¿David 'Top Chef'?
[Artículo publicado en El Periódico el sábado 15 de noviembre]
Este billete no da respuesta al titular, pero descubre una anomalía.
Nunca he estado en To[+], el restaurante de David García en Palà de Torroella, entre Cardona y Súria. Veo competencia y sensibilidad en sus manejos en Top Chef y me atrae los platos de la carta de To[+], atentos a la vanguardia y a la tierra. Buscando información sobre este hombre di con una crítica de la revista Cuina y con el inevitable TripAdvisor.
Pese a que David sale en la tele cada semana y eso debería llevar a la ebullición, la página es desoladora: sin foto y con cinco opiniones.
La que hay que leer es la primera, la firma una mujer y está fechada el 25 de octubre: «Enhorabuena David por ser el ganador del TOP CHEF».
La clienta afirma ser asidua, conocedora de madres y abuelas.
¿Nadie del programa o de To[+] lo ha visto? ¿Acaso TripAdvisor no presume de visitas por lo que este pequeño secreto debería haber alertado a alguien?
Obviamente desconozco si es verdad o mentira. Por supuesto resulta posible porque el espacio está grabado.
Obviamente desconozco si es verdad o mentira. Por supuesto resulta posible porque el espacio está grabado.
Quedan cuatro concursantes, la semana que viene se reenganchará otro, a la espera de que no sea Carlos Medina, perseguido por la frase inmortal de su madre.
«Pon más hinojo, ¡hinojo, hinojo!».
Y así repetido otras 100 veces.
Y así repetido otras 100 veces.
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Un flotador, un trono
MARRÓN. Escucho en la radio a una tertuliana pija y de derechas. Con un graznido dice “comerse un brownie” en lugar de “comerse un marrón”. Esa frase la inhabilita, pero la siguen invitando.
HORA. En Catalunya, un tertuliano podría cubrir las 24 horas de tertulia en tertulia. No importa la radio o la tele, pública o privada, los que hablan siempre son los mismos.
CARTÓN. En el parabrisas del coche alguien ha dejado una tarjeta: Podemos. Aunque el rectangulito de cartón satinado podría referirse a la organización de Pablo Iglesias, se trata de la presentación de unos profesionales del tocho.
PLADUR. En la segunda línea han escrito: Construcciones y reformas. Incluso este punto tiene una lectura política. Ordenan después las especialidades: paleta, carpintero, lampista, pladur.¿No sería más preciso llamarlo pladurista?
CUADRILLA. Con astucia, la cuadrilla ha creado una deliberada confusión. Precios anticrisis. También es valido en el otro sentido. La ideología de Iglesias se adecua, como el destornillador al tornillo, con las intenciones de los obreros, seguramente emprendedores con intuiciones de márketing. En el Podemos original, el que está a punto de poner a bailar la conga al Estado de derecho, son especialistas en construcciones y reformas. Y en derribos.
BARAJA. “Mira bien, baraja las cartas, ¿ves algo?, ¿está todo en orden?”. Validar la baraja de un mago es ser cómplice de una mentira.
SEGURIDAD. Es un restaurante en el que una clientela con edad y con dinero se siente a gusto y segura. La seguridad, para esas personas, es el primer aliciente. Allí saben quiénes son, cómo se llaman, los tratan de usted, les sonríen con esa sonrisa que no es la de un igual pero tampoco la de un servidor. Entra un hombre mayor bien vestido, traje y corbata, que anda a pasitos. Lo siguen la esposa con unas gafas de sol marcianas, la hija (que por el aspecto podría decir: “comerse un brownie”) y la nieta. Cierra la comitiva un hombre de tez oscura, pequeño, no es de la familia. Transporta un flotador con la dignidad con la que llevaría un cojín de terciopelo con las joyas reales.
FLOTADOR. El flotador de plástico, rojo y blanco, es para el anciano. Este hombre que alguna vez fue poderoso está sentado en su último trono, una superficie resbaladiza y vistosa. Nunca imaginó que reinaría desde esa insegura posición, elevado sobre los demás con un salvavidas. Acomodado el señor, el criado desaparece.
CHAMBELÁN. Al acabar, la familia emprende la marcha. Ni la esposa ni la hija ni la nieta ayudan al anciano, que se mueve como un robot de juguete al que se le acaban las pilas. Ajeno a la educada crueldad del grupo, el criado traslada el flotador con la dignidad de un chambelán.
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