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Channel: La Cocina de los Valientes
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La vieja caligrafía

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COCOCHA. Soy más de cococha que de Coco Chanel. Si Marilyn hubiera dormido con Cococha nº 5 habría alejado a Kennedys y otros perejiles.


FÁCIL. “En verano todo es más fácil”, me lo dijo una escritora hace muchos años durante una entrevista estival. Y cada temporada, aligerado o liberado de pesos, pienso, al vestirme o al hacer la cama con la mitad de gestos y de tiempo y de capas, equipado con lo imprescindible, que sí, que es verdad, que durante el verano, y solo durante esta estación, todo es más fácil.


MANIQUÍ. Los yihadistas de Mosul (Irak) han obligado a los comerciantes a cubrir las cabezas de los maniquíes con un velo. ¿Lo próximo será decapitarlos en una plaza pública como escarmiento? Rodarán testas de plástico, mutilarán manos de  fibra de vidrio. Ensayan en los maniquís lo que planean para la población.


JEROGLÍFICO. En el Museo Británico, decenas de visitantes rodean la piedra de Rosetta como si se tratara del último modelo de smartphone. Fotografiar esa estela que permitió descifrar los jeroglíficos es retratar cogotes, nucas sudadas, calvas hemisféricas. Entrever, allá al fondo, entre orejas, una reliquia con más de 2.000 años.


CALIGRAFÍA. Cuando casi nadie está interesado en la escritura y se hunden editoriales y diarios, toda esta gente ante la vieja caligrafía de Rosetta finge prestar atención, ese perezoso interés del escolar. El decodificador de la antigüedad, básico para acceder al conocimiento. Llegan, confirman que es uno de los hits al que hay que echar un vistazo, levantan sus móviles y se marchan. Nunca más volverán a mirar esas fotos. La piedra de Rosetta volverá a ser pregunta de Trivial.


SALUDO. Levantar un móvil es el nuevo saludo de la Humanidad.


TITULAR. El periodista haragán mete la mano en la bolsa de los tópicos o de los nombres de las películas y las novelas. Titular con lo que otros titularon. ¿Cuántas versiones de Ocho apellidos vascos hasta el momento han encabezado artículos?


ESCUPIR. Hay obras en la entrada a la ciudad. Desde hace unos meses, las obras llagan de nuevo la metrópoli como si los políticos –¡atención, se acercan las municipales!– quisieran dar por zanjada –zanja y excavadora– la crisis. Algunos días, los embotellamientos tienen la densidad del cupcake, madalena y fondant, contundencia y grasa y brillo. El carril de la izquierda, reservado a vehículos públicos, permanece vacío. En los otros tres, los conductores avanzan con irritante lentitud. La mayoría es disciplinada, acepta el castigo, interioriza la espera. De vez en cuando, un caradura se salta la cola y corre por el carril del autobús y el taxi. Yo pito, acto pueril que desahoga. No sirve para nada, pero es otra vía de escape. ¿La buena noticia? Que los sinvergüenzas son pocos, que entre cientos de vehículos solo un par escupen babas de humo.










Atún rojo, mar azul

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{Reportaje publicado el domingo 10 de agosto en el suplemento Dominical}


A cinco kilómetros de la costa de Tarragona, 12.000 atunes rojos aguardan su destino.Se mueven en círculo y a esa rotación se agregan los submarinistas.
Unos van armados con fusiles submarinos.
Otros, con camaritas herméticas de usar, desenlatar y tirar.
Los peces no distinguen entre los que fotografían y los que disparan, tan solo son cuerpos en la ingravidez marina.
En ningún caso los buceadores recreativos y los profesionales comparten piscina. Hay siete balsas, gigantescas redes, y solo una reservada a la inmersión turística.
Este viaje trata sobre los atunes vivos, aunque se hablará, es necesario, de los muertos.
Hace tres temporadas, la empresa Balfegó puso a navegar una idea con músculo. Si pescamos y engordamos las capturas, ¿por qué no permitimos que humanos y animales se encuentren cara a cara? Desde entonces zarpa cada día el Tuna Tour para las inmersiones con los torpedos de plata.
En el puerto de L’Ametlla de Mar, el catamarán embarca veraneantes de piel tostada y crujiente. Algunos expedicionarios se atreverán al baño salvaje. El resto mirará el burbujeo de los nadadores. La nave “fue diseñada para la experiencia”, cuenta David Puente, director comercial de Tuna Tour, “para permitir el atranque junto a las piscinas”.
Amarrados, los dos atuneros de Balfegó, La Frau II y Tío Gel II. Lucen limpios, como si estuvieran a punto de faenar, aunque permanecerán 11 meses parados. Es una industria de la espera.
Durante un tiempo reducido, del 25 de mayo al 26 de junio, les permitieron poner en marcha los motores y, en aguas de Baleares, cercar a los atunes al regreso del desove. Su meta era el Thunnus thynnus, el atleta del Atlántico de carreras por el Mediterráneo.
Hay otras especies de atún, carne de lata, pero no es este, cuya vida, rica y trashumante, será adecuadamente homenajeada en los mejores restaurantes del mundo. La chicha excepcional está reservada a los cuchillos de primera.
Isaac Hermo, director comercial de Balfegó, cuenta que la campaña del 2014 ha sido rauda, de pez volador: “Hemos pescado 1.450 toneladas. Y lo hemos hecho solo en 24 horas”. Trabajan con cuota, según las órdenes de la Comisión Internacional para la Conservación del Atún Atlántico. Para la salvación de la especie hay que ser muy estrictos, dar un carnet al bicho, saberlo todo del cautiverio y del despiece y de la venta.
La travesía sucede sin contratiempos. Los azules se unen.
En la proa, una parejita con los brazos en cruz ha jugado a Titanic (glups), con el amor aún lejos de naufragar.
En una de las piscinas, el barco de sacrificio, con las grúas que alzarán a estos reyes con 250 de peso, que los buzos abaten con “la lupara”, el fusil submarino.
“Lo importante es suprimir el yake”, dice Puente. El yake: “El estrés del animal, hay que evitar que libere el ácido láctico”. Que sea contaminado por su miedo. “Se los sacrifica uno a uno, desangrados inmediatamente en el mar antes de subirlos a cubierta, donde los evisceran, les pasan una varilla por la espina para quitar la tensión muscular, y los sumergen en salmuera”, detalla Hermo.
Allí, el círculo del trabajo.
Aquí, el del ocio.
Los atunes, trasladados desde el mar balear, han perdido volumen (“de media, pesaban 140 kilos”) y son alimentados para que recuperen la grasa (“de media, pesarán 240 kilos al sacrificio”, según los cálculos de Hermo), esa que se infiltrará hasta jamonear las carnes. La tripulación lanza sardinas, caballas, arenques.
El mayor peligro llega por el aire: los gaviotas se disputan las presas. Debajo también hay temblor. Movimientos en ambos azules. Los cimarrones se acercan a la superficie.
Los bañistas comienzan la experiencia con temor, para ir cobrando seguridad al ver que el cardumen rueda sin tocar.
Uno dirá: “Es como bañarse con vacas, estás rodeado por el rebaño. Te sientes un cowboy”. Un cowboy húmedo y con tubo de snorkel.
Para auxiliar a los bañistas, han embarcado dos profesionales del club Subkro, Fernando y Silvia. Los trajes de neopreno como segunda piel. Esa piel que los visitados rehúyen.
“En el hemisferio norte ruedan en el sentido de las agujas del reloj. Todo el grupo”, describe Silvia. La mola, dice. La mola es esa centrifugación acerada. Fernando aclara por qué mantienen la distancia: “Saben que si se hieren por un roce, corren el peligro de morir”. Son listos, supervivientes, depredadores.
Un depredador que ha encontrado a otro depredador mayor.
Aunque, bajo el agua, el que manda es el atún. Aún no es sushi, sino el amo de este territorio. Y hay que respetarlo. 





La tortilla de María

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{Artículo publicado en la sección Diario de un omnívoro, en la revista Vino+Gastronomía]






Lunes


Desde la mesa veía el espectáculo discreto de las tortillas. María Fernández, la mujer del chef Roberto Ruiz, las elaboraba a la vista de los comensales, aunque ninguno le prestara la atención conveniente, ajenos a la flexibilidad de las manos para dar el punto a la masa.

Lo más importante que sucedía en la sala de Punto MX, en Madrid, era la silenciosa manipulación de los discos de maíz, cuyo resultado era excepcional, habituados a las bases industriales fabricadas en serie, correosas y con menos elasticidad que la cadera de un bailarín de la tercera edad.
María seguía un ritmo milenario, marcado por varios pasos imprescindibles.

El primero, y más necesario, la nixtamalización, la cocción del maíz en agua con cal para ablandar el grano. La cal facilita la asimilación de los nutrientes del maíz. Los mexicas introdujeron esa clase de sabiduría en la dieta.

Desde tiempos prehispánicos llegaba ese mensaje hasta los dedos de María, que metía las pequeñas bolas en la tortillera y expedía círculos del tamaño de un cd. Grandes éxitos.

Consciente de la proeza, Roberto dio una cifra: “En un año, 160.000. Son 450 diarias”. Puede que fuera un argumento de divorcio. En la reserva de María estaba el tamaño de su triunfo: no se distraía con el ruido externo.
Con su concentración había facilitado que Punto MX estuviera entre los restaurantes favoritos de la ciudad. “Lo difícil es el punto, saber cuándo hay que voltearlas”, admiraba su esposo.

Abierto en mayo del 2012, habían logrado la proeza de ser una dirección codiciada por los coleccionistas de mesas. Roberto aprendía a gestionar la notoriedad con la prudencia de los listos: “El éxito exige más. Nos ha hecho mejores”.

Los atractivos eran variados y peligrosos: cuando te tomabas el primer trago del cóctel Mezcaliña, mezcal con jengibre y lima, estabas entregado y hacías palmas con las orejas si recurrías de nuevo al destilado del ágave para contrarrestar el resbaladizo tuétano, plato final y definitivo, horneado en el Josper y repartido en tacos con un majado de hierbas.
Ese hueso partido les había dado fama y también un estilo, soy-mexicano-pero-me-reinvento.

Los tacos con cortes de wagyu, aguacate, cebolla y salsa de miltomate estaban en esa onda de unir mundos, no así el guacamole, que un camarero aplastaba ante el comensal en un molcajete (mortero) con la misma mecánica antigua con la que María elaboraba las tortillas. 

No era temporada de escamoles (huevos de hormigas) y lo sentí porque tenía el recuerdo de esa untuosidad tras una visita al DF en la que me convertí en catador de insectos. 
Me tuve que conformar con animales grandes, con el pargo zarandeado, y otra clase de huevo, este de gallina, adecuadamente picante con chilaquiles rojos.

La frescura de los chiles era impresionante y Roberto descubrió que procedían de una huerta de Segovia.

De nuevo aparecía la marca de la casa, donde lo lejano se aproximaba. María, inmutable, fabricaba la tortilla número 250.000 como otra forma de suplicio azteca.  




         
  


2 acuarelas del Señor Nariz

Cosas que ya no sé hacer

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Órgano.





LECHE. Lo peor de hacerse mayor es que la nostalgia se expande como un pan mojado con leche, y ocupa cada vez más espacio. A medida que aprendes, vas desaprendiendo; a medida que dejas de ejercer, la capacidad se seca. Cosas que ya no sé hacer (y que alguna vez hice medianamente bien).



MASCARÓN. No sé ir en bicicleta sin manos. Lo he intentado, la última vez, de paseo con mis hijos. Apenas uso la bici. La bici es esa tarea pendiente sobre ruedas, arrumbada. Lo he probado. Suelto una mano. Vale, va bien. Suelto la otra, y no. Me acobardo. Recuerdo cómo viajaba en cruz; el cuerpo, erguido; los brazos, alzados, o rectos al lado del tronco, lejos del manillar. Avanzábamos todos, los niños, a gran velocidad. Sin manos, mascarones. Nuestros perfiles acuchillaban el viento.



EMPEINE. No sé subir a un monopatín. Cuánto daño nos hizo aquella película de Leif Garrett, el rubiales del Súper Pop. [Y cómo lo odiábamos]. Skateboard (1978), se titulaba. Nos regalaron las primeras tablas, maderas recias, sin fantasía. Éramos habilidosos, las colocábamos al revés sobre los empeines y, con un gesto, las girábamos y subíamos. Con un pie en la parte trasera, hacíamos trompos. Cosas básicas, aunque nos sentíamos equilibristas. Era una Sancheski, las ruedas gruesas, gomas rebozadas con las piedrecitas de las inadecuadas calles por las que avanzábamos a impulso de pata. Volví a subir en un monopatín y me quedé paralizado, incapaz de moverme, lastrado por el peso de los 36 años que me separan de 1978.



PALA. No sé jugar al pimpón. Ping-pong, decíamos. Tenis de mesa, prefieren los practicantes. Aún juego, pocas veces, una torpeza de ánade. Sabía entonces devolver la pelota sin mirarla. La mano entendía a la pala. Girabas la muñeca en un gesto mortífero. Ya no. En mi interior siento lo mismo, que devolveré con fuerza y picardía, pero en el exterior la mano y la pala son miopes, incapaces de acertar.



PINO. No sé hacer el pino. Solo me atrevo en la piscina, en la parte que no cubre, ayudado por la ingravidez. En tierra firme soy pesado. Todo será, al fin, cuestión de equilibrio, la bici, el monopatín, ser un hombre vertical en un mundo inestable.



TUBO. No sé bailar. Nunca fui un buen bailarín, puede que solo fuese una distorsión causada por aquellos destilados que, en las discotecas de los 80, metían en unos vasos llamados tubos. [Ahora somos tannn copa balón].



FÓSFORO. Nunca supe tocar la punta de la nariz con la lengua. Nunca supe mover las orejas. Nunca más he intentado encender un fósforo con las uñas. Nunca más he pedido una moto prestada y he saltado un terraplén. Aún puedo doblar la espalda hasta tocar el dedo gordo del pie. Aún sé tirarme de cabeza a la piscina. Aún sé hacer ruiditos raros con la boca. Aún puedo hacer el muerto en el mar. Y los que saben hacer el muerto, sujetos por la sal, tienen la seguridad de estar vivos.








Mauro Colagreco, chef en la frontera

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{Este reportaje fue publicado el 31 de agosto del 2014 en la revista Dominical


Menton es la última población de Francia. En su futuro está ser el primer destino gastronómico del país.
A pocos metros de la frontera con Italia, un paso permeable donde lo único firme son las señales, el restaurante Mirazur, un dos estrellas que figura en el puesto undécimo de la lista de The World’s 50 Best Restaurants.

El 2015 podría ser el año de este establecimiento que Mauro Colagreco Ciancio (La Plata, 1976) tomó bajo su mando en el 2006, cuando las malas hierbas sometían al jardín tras años de cierre. Meterse en el grupo de los 10 primeros y abrillantar el tercer estrellón sería colocar a Mauro, Menton y Mirazur, tres emes, bajo un letrero de neones y una flecha enorme.

Todo ha ido bien. Todo ha sido complicado.
Este hombre que emigró de Argentina en diciembre del 2000 y que se buscó la vida en Burdeos y otras periferias y sobrevivió al corralito –que lo dejó en la intemperie financiera– es en la actualidad el cocinero más destacado de Francia, según la diabólica cuenta de The World’s 50 Best, por delante de la nobleza, de los duques y mariscales, de Alain Passard, de Joël Robuchon, de Pascal Barbot, de Alain Ducasse, de Michel y Sébastien Bras y de Pierre Gagnaire.
Se formó con algunos de ellos, con el suicida Bernard Loiseau, con Ducasse y con Passard. Es en este último en el que se siente más reconocido y con quien aprendió a dar honores a lo vegetal. Corona el menú –no hay carta– con verduras y hortalizas y pescados y crustáceos y moluscos de la bahía, de ese Mediterráneo que llena la sala de Mirazur.

Ni mejor ni pero, solo diferente


Algún chef almidonado con la banderita en el cuello arrugó la permanente al saber que un extranjero, aun con tres lustros en el país, era el número uno, si bien Mauro ha administrado el triunfo con una protectora modestia. “Una semana después de The World’s 50 Best fui jurado del MOF (la elección de los mejores obreros de Francia), donde se encuentra toda la casta de cocineros ultra-franceses. Muchos me miraban con mala cara, pero una gran parte vino a felicitarme. Creo que al tener una visión y una percepción más abierta, mi cocina ha podido destacar sobre las de otros cocineros en Francia. Con esto no quiero decir que sea mejor o peor, solo que es diferente”.

Sentirse cómodo con Mauro es sencillo: la cercanía, la simpatía, la amabilidad, todo eso que se cultiva al sol. Quien lo acaba de conocer tiene la sensación de una vieja y aplazada amistad. Tampoco son cualidades comunes entre los de su rango, entre los duques y los mariscales.

¿Quién es este tipo que cocina en la frontera? “Soy un argentino formado en Francia y con orígenes italianos y vascos que no hace una cocina ni argentina ni francesa ni italiana ni vasca. El hecho de estar desarraigado me ha dado libertad de expresión en este territorio de frontera donde solo el producto guía mi cocina”.
Este primer contacto sucede el último sábado de julio por la mañana ante un café y una vista fabulosa de la bahía, rayada de azules. Mirazur, con tres plantas, es un mirador.

Mirar el azul. Mirar al sur. El cocinero asume las dos acepciones.
A la derecha, Menton y las casas de colores y esos jardines que le han dado fama y que amarillean con los limoneros, cuyo fruto es el emblema de la localidad. A la izquierda, Ventimiglia y después toda Italia.


Cruzar muchas fronteras para vivir en una

Hablar con Mauro es hablar de la frontera, en un sentido alegórico, aunque, en cierto sentido, real. Ha tenido que cruzar muchas fronteras hasta habitar una de ellas. “En los años 40, la gente se detenía en Mirazur a cambiar monedas, a tomar un plato de pasta, una limonada”.

Quien conoció este paso a finales de los años 70 del siglo XX sabe que los aduaneros eran severos y que miraban en el interior de los coches, tal vez un Seat 850, con mentones sin afeitar y axilas bochornosas.

Las carreteras eran pésimas y aguillotinaban los Alpes hundidos en el mar. Nada de eso existe y se pasa de Francia a Italia y a la inversa con una asombrosa ligereza. El intercambio de turistas es permanente. ¿Por qué no? El mar siempre es el mismo.

“Pero no los productos, que cambian. Son distintos por la diferencia cultural entre un país y otro. En Italia gusta más el amargo, así que producen ciertas verduras. En Francia, la pesca de peces grandes es mejor que la del lado italiano, donde se han especializado en gambas, calamares, anchoas. Y yo sin ser de unos ni de otros lo conjugo todo”. Comparten el mismo suelo y el mismo cielo y el mismo mar, pero es la tradición, la costumbre, la que los dirige.
El hijo menor del cocinero, Valentín, acaba de cumplir 1 año. Tiene otro, Lucca, con 6, de la primera pareja, Daniela, la mujer que viajó con él desde Argentina en aquel lejano 2000 y que, con Mirazur y Lucca recién nacidos, regresó a Buenos Aires. “Nos separamos tres años después de abrir Mirazur. Lucca tenía seis meses. Fue muy duro seguir”.

Si Mauro señala algún dolor es ese, que Lucca vive lejos, que los dos hermanos crecen en dos continentes. De noviembre a enero cierra este sur y busca el otro para pasar tiempo con el hijo ausente. “Recuerdo que mi padre me llevaba a pescar y que ese es un recuerdo que se me ha fijado de forma permanente”. Quiere construir el mayor número de momentos felices para Lucca y Valentín. “Cuando se conocieron, tan pequeños, hubo magia”.






Ahora viaja en un coche camino del mercado de Ventimiglia, adonde va cada 10 días, perdido el hábito de hacerlo más a menudo, impedido por otras obligaciones.
Se le ve dichoso, alborota a los vendedores, manosea, discute. Julia Ramos, su mujer, madre de Valentín, la estudiante brasileña de Ciencias Políticas de la que se enamoró en Toulouse, observa el remolino: "Solo a él le permiten tocar el género". Salmonetes y gambas de San Remo en el puesto de Riccardo; miel con sabor a avellanas, en el de Bruno. Llena bolsas de plástico y cajas de cartón. Unas irán al restaurante; otras las llevará él a Bordighera, a la finca Selvadolce.

El cumpleaños de Valentín

Para celebrar el cumpleaños de Valentín han viajado, desde La Plata, el padre y la madre, Luis y Rosa, y con otros amigos enciende una barbacoa en la bodega de Aris Blancardi, elaborador de vinos biodinámicos.
Rosa y el potaje de gallina; Luis y el 'strudel'. Son las especialidades de ambos: esa es la memoria de Mauro y sus hermanas.

Selvadolce, otra vista sobre el mismo mar, donde Aris cultiva vides sin pesticidas desde que su padre le hiciera la pregunta: “¿Tú qué quieres hacer con esta tierra? ¿Plantar o construir?”. Salvó el suelo, muerto por los abonos que su familia, especializada en plantas ornamentales, usaba para embellecer Europa con flores. Lo hermoso, a veces, nace del veneno.









En la tierra recuperada, el equipo de Mauro, y él mismo, agasajan con la parrillada de salmonetes y gambas, con carpacho de amanita caesarea que aliñan con avellanas tiernas, con unas pizzas con anchoa y tomate que el italiano Antonio Buono amasa y hornea a la vista de los comensales. Una mesa comunal cubierta con una alfombra de focaccia, con las rodajas de salchichón con semillas de hinojo y con los pedazos de la 'bistecca alla fiorentina' que el argentino Gonzalo Benavides ha asado, un corte antológico del loco y afamado carnicero Dario Cecchini, declamador de los versos de Dante.

Horas después del asado, Ricardo Chaneton, venezolano, jefe de cocina, que ha asistido a Antonio y a Gonzalo en los quehaceres campestres, dirá de la manera de trabajar en Mirazur: “Mucha cocina y poca máquina. El punto del pescado lo sabemos tocándolo, no con un aparato que controla la cocción exacta. El cocinero, por supuesto, puede equivocarse”. Esa artesanía y espontaneidad son lo que hay en común entre el primitivismo al aire libre de la brasa y la sofisticación bajo cubierto del restaurante. Por eso no hay carta, porque los productos del día y el capricho de la estación deciden el menú.





En Selvadolce, el cocinero ha sentado con su parentela a André Chiang, nacido en Taiwán y jefe del restaurante André, establecimiento de Singapur en la agenda de los gurmets con jet lag. Educado también en lo meridional –“me gusta mucho la cocina del sur de Francia”–, André ofrecerá con Mauro, ese domingo por la noche, 18 platos en un ejercicio a cuatro manos, en una de esas jams a las que son aficionados los cocineros y que permiten el intercambio entre profesionales, la cocina trolley.
Los paquetitos de cangrejo con pera congelada y rallada –curioso– del taiwanés quedarán por detrás de las gambas y los chipironcitos con flores y guisantes y cebollas y esa crema de limones del anfitrión. A Mauro le tira lo asiático. Su primera apertura lejos de Menton ha sido Único, en Shanghái. Piensa “en probar mercados como EE UU o Gran Bretaña”.

Mauro se ocupa de los padres, y del padre de Julia, su mujer, también convidado, y es ese tipo de atención intensa con la que se intenta compensar las separaciones forzosas. La última botella que abre Aris es un vino que llama Valentino. En honor del hijo del amigo. Pero, sobre todo, para honrar el nombre de su propio padre, de Valentino Blancardi.

Esta es, al fin y al cabo, una historia de padres y de hijos y de partidas y de regresos y de cómo la mesa reúne. La mesa rompefronteras. También los gurmets atraviesan mundos para sentarse y compartir.

Menton no es París

Después de la excursión a la viña, el servicio de la noche. El comedor está lleno, la temporada arde. En marzo sucedió un hecho insólito, tuvieron dos ceros, dos servicios sin clientes: “Algo que me es difícil de explicar. Espero que no se repita…”. Menton no es París, las estaciones lluviosas son largas. También fue una advertencia: confiarse es morir.









Hay grandes barcos en el puerto, se rumorea que ha atracado 'Eclipse', el yate de Roman Abramovich. Desde lo lejos, mástiles con bombillitas, como una decoración de una fiesta mayor. Por estas aguas surca un lujo políglota.

Rut Cotroneo, la 'general manager', sumiller con experiencia internacional (ex Mugaritz y ex The Fat Duck), entiende que el mejor barco de la Costa Azul es la cazuela: “Mauro cocina el territorio, lo que le da”. Algo muy físico, ingredientes de los dos huertos o de los mercados cercanos o de la barca Prospere, que tripulan Lionel y Manuela.

Por su sencillez, por su esencialidad, el aperitivo es de alto riesgo: tomates frescos del jardín, sin más. A algún esnob puede que se le caiga el monóculo. Siguen con el pan “para compartir”, una hogaza tierna para la comunión de los comensales. Después, el desparrame vegetal, los jardines de Babilonia.

La ostra con texturas de pera, inesperada compañía para el molusco.

Ensalada de judías con cerezas, vinagre de pistacho y carpacho de calabacines, frutas, verduras, la clorofila que cruje en la boca. De niños sabíamos que los pendientes más suntuosos los formaban las cerezas.

La propiedad Rosmarino es ubérrima, incluso aloja las ruinas de un palacio. Frutales entre muros abatidos, justa alternancia de poderes. “Es una finca abandonada. Por suerte para nosotros, no se han obtenido los permisos para construir, lo que nos permite seguir explotando el terreno”, cava Mauro.

Los chipirones y las canaíllas en un caldo de tamarindo, limpieza y acidez, refresco estival. En el siguiente servicio, la cocción del calamar con declinación de alcachofas es virtuosa: “Solo cortado transversalmente y a la plancha”. Solo. ¿Solo? Calamar entre calamares.

Con el mismo descaro que al inicio, dos platos de pobre trabajados para que sean ricos: los garbanzos con patatas y tripa de bacalao (y escórpora, pero qué más da que lleve o no pescado) y los tendones de ternera con ajo negro. Fue Mirazur caseta con humildes viandas cuando existían las fronteras y sigue en la senda de lo popular llevado a la máxima expresión. El postre exprime el cítrico: crema de azafrán, espuma de almendra y sorbete de naranja.
Se agarra el cocinero a la Tierra, aunque lo que ofrece esta casa ha sido construido en el aire, desde ese ventanal que mira al Mediterráneo. Un mar lo llevó a otro. Comía en el Akelarre de Pedro Subijana, en San Sebastián, abierto al Cantábrico, y se soñó capitán del puente, señor de un panorama similar. La voz de unos amigos llevó hasta otros y un día se sentó frente al millonario Michael Likierman, dueño del edificio de Mirazur. Aunque sabía que era imposible pagar el alquiler de aquel nido, al inglés le agradó la vida del trotamundos y se lo cedió a un buen precio. “Solté una plata que no tenía”.
Por supuesto, no quiere irse de aquí, este es su lugar, el sitio en el que habita con Julia y con Valentín, donde es de todas partes sin ser de ninguna, donde habla en castellano, en francés y en portugués en una alternancia vertiginosa, sin percibir cuándo pasa de una lengua a otra porque los tres son los idiomas de la familia.

En el 2012 lo nombraron Caballero de las Artes y las Letras, al descendiente de emigrantes vascos e italianos –gente “nacida en el barco”–, al nieto del zapatero Oreste Colagreco, al nieto de Amalia Blanco, que lo reconfortaba con raviolis de espinacas, sesos y nuez.

“Fue muy fuerte, casi diría que la consagración más emotiva. Ver a mis padres emocionados, llegados de Argentina para acompañar a su hijo que se había ido 11 años atrás, apenas sabiendo algunas palabras de francés y sin conocer a nadie, y que el Estado francés me reconociese por la aportación a la gastronomía. Fue lindo. Sobre todo me afirmó en mi interior como un cocinero aceptado por los franceses”.
Porque, a veces, alguien dice, todavía: “Ça va l’argentin”.








El lunes, día de fiesta, 'l’argentin' come en La Merenda, el restaurantito de Dominique Le Stanc en Niza. Es incómodo, pequeño, los comensales se sientan en taburetes pegados los unos a los otros, pero dobla servicios como quien dobla servilletas.


La dictadura mediática

La pasta al pesto es increíble; la tartaleta de tomates, una esponja; la tripa, un íntimo enredo. Sin embargo, su mayor lección es otra: hace 17 años dejó las dos estrellas del restaurante Chantecler para refugiarse en esta madriguera. ¿Por qué? Dominique responde como ha respondido tantas veces: “Porque tenía a mis órdenes a 25 cocineros y no cocinaba”.
La dictadura mediática, el convertirse en un chef distinto del que se quiso ser, acobardado y rehén de las opiniones ajenas, encadenado al ego y al éxito. Hablar del suicidio de Loiseau es apropiado: “Fue terrible. Loiseau me abrió las puertas de la alta cocina. Una gran pérdida, pero también una gran lección. Saber hasta dónde puede llegar la pasión, la imagen que uno proyecta, lo importante que es saber vivir”. 
Mauro piensa en eso y, como la mayoría de chefs, sueña, de una forma breve y exultante, en apartarse de listas y estrellas y volver a lo básico. A la mesa familiar en Selvadolce en la que cortó y aliñó la amanita caesarea con aceite y avellanas tiernas y las pizzas volaban recién hechas. El espejismo se borra y la realidad regresa con afiladas esquinas. Pero ¿por qué no entregarse a otro sueño más inmediato y posible?
¿Y si Menton se convierte en el primer destino gastronómico del país?





Jean Luc Figueras, el chef indómito

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Esta foto la hizo Albert Bertran para el capítulo que dediqué a Jean Luc Figueras en el libro Los genios del fuego. Lo titulé La ligereza del púgil. A Jean Luc le encantaba la imagen.





{Artículo publicado el 5 de septiembre en El Periódico de Catalunya}



"Solo somos unos paelleros"



Los amigos, a veces, llamaban Joan a Jean Luc Figueras (Saint Antonin Noble Val, 1957-Antioquia, 2014). Era una forma de homenajear al padre, exiliado catalán en Francia tras la guerra civil, huido de un campo de concentración.

Mucho del espíritu inconformista, rebelde y luchador de aquel hombre fue traspasado al hijo, que estuvo en el mundo durante 57 años escapando de yugos y obligaciones. Intentar ponerle un collar era incitarlo a correr más rápido y más lejos. Ni mujeres, ni hijos, ni restaurantes fueron suficientes para domesticarlo.

“Soy una persona de sangre y, además, muy inestable”, eso lo decía allá por 1998 en una entrevista para el libro Los genios del fuego (1999). Ocupaba una butaca en el primer piso de su restaurante de la calle de Santa Teresa y hablaba con franqueza y sin miedo del oficio. Escucharlo era recibir guantazos. “Solo somos unos paelleros”.

Y eso que estaba tocado por el genio, aunque nunca se atrevió a soltarlo del todo. Parecía como si temiera desbocarse –no así en la vida—y que cocinara bajo ciertas reglas canónicas. Dotado para la Gran Cocina como pocos, fue creador de platos icónicos (calamar a la romana a la inversa, ravioli de ostra y peu de porc, canelón de cigala con tomate confitado, canetón con trufita de fuagrás) que forman parte de la genealogía gastro de la ciudad. Si alguna vez los historiadores estudian la Escuela de Barcelona, JL estará en lo alto.

Cayó muchas veces y se levantó otras tantas, entrenó o fogueó a pequeños maestros (Jordi Vilà, Oriol Rovira, Jordi Parramon, Xavier Ferraté, Jordi Parra, Albert Ventura, Oriol Castro, Joan Bagur, Paula Casanovas, Jordi Butron) y se retiró y volvió a la acción en más ocasiones que dedos tienen las dos manos (Eldorado Petit de Lluís Cruañas, Azulete, Jean Luc Figueras, Blanc, asesorías). Incluso tuvo una temporada de tupperchef,cocinero de alquiler para banquetes privados.

En la última etapa en el Hotel Mercer se le veía centrado y contento (“tengo muchas ganas”), trabajaba, y se peleaba, con sus hijos Claudia y Eduard, también talentoso chef.

Soñó durante un tiempo con ser guitarrista: la llamada del camino. También quiso ser panadero. Y abrir un bistrot en el que ser su jefe y recobrar una libertad primitiva y salvaje, ser ese hombre sin leyes que fuma y bebe y toca la guitarra y lo aman las mujeres y los hijos, aún pequeños, alborotan y juegan.


A principios de verano, me telefoneó para anunciar que, durante unos días, recuperaba un plato radical que le alabé muchas veces: el tatín de cerezas y pulpo con aceite picante. No fui, no lo comí, no vi a Jean Luc. Y hoy lo siento de veras.






El restaurante: Floreta

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            Floreta
            Marià Aguiló, 50. Barcelona
T: 93.000.98.37
Precio medio (sin vino): 20 €.




Hostelero, chef, camarero






“No soy cocinero. Soy hostelero”.
Xavi Jovells tiene glóbulos de restaurador en la sangre. Su patio de juegos fue Can Pineda y cuando quiso independizarse fundó la taberna Els Tres Porquets, que ha cumplido cinco años aunque él dejó la piara.
Después de año y medio en Sevilla entregado a las sopas frías, regresó a Barcelona, encontró un restaurante en Poblenou que fue gallego psicodélico y le ha puesto Floreta por nombre, “¡por los guisantes, eh!”.
  
Xavi es hostelero, es cocinero y es camarero, no distingue entre dentro y fuera, entre sala y cocina. Atiende sartenes y clientes.

“Mi momento feliz es a las seis de la mañana, solo, con la radio puesta, sin que nadie me interrumpa. Es entonces cuando guiso”. Esas albóndigas con setas que perduran en la carta de Can Pineda “desde hace 30 años”, que le enseñó el padre y que él reproduce sin modificaciones, “¿para qué cambiar lo que funciona?”.

Está entregado a Floreta, “de momento, cocina sin interrupciones, de la mañana a la noche”, con el reproche de la madre: “Pero tú, ¿cuándo duermes?”.

Confía en los vinos naturales, otra prueba de la expansión, y recomienda Maçaners 2012, un sumollde color de una rodilla magullada. Lo bebo con el gusto del descubrimiento.

Experto en compras, habla Xavi sobre el huerto de “agricultura extrema” en la Cerdanya, a 1.150 metros de altura, de donde le envían esas patatas para su versión de las bravas, con tomate especiado, wasabi y tabasco, que buscan su espacio en la ciudad rabiosa.

Cada vez tengo menos interés en esta preparación, no así por los buñuelos de bacalao, buenos en su abuñuelamiento, cada uno de una manera. “La receta me la dio una señora andaluza con 70 años”.

Entra bien la presa ibérica amenizada con una veintena de condimentos.
Una ración de Jamones Rodríguez, que ha aportado dinero a Floreta, viaja sobre el pan de cristal de Concept Pa (lo he escrito otras veces, soy #fan).
Bravo por el atún con soja y sake –no necesita esos cristales de sal– sobre ajoblanco, rojo y blanco, Tokio y Sevilla, platillo que habla del estilo de la casa, un-poco-de-aquí y un-poco-de-allá combinado con gracia.
Me dejo atravesar por el pincho de cordero, carne macerada durante dos días con especias, a la que le sobra la dulzona reducción de vino, que Xavi suprime de inmediato.

Las frutas han desaparecido de los comedores, así como algunas dignidades. Por eso aplaudo el melocotón de viña con vino blanco y, por si no he tenido bastante alcohol, bautiza unas cerezas con añís, anís quería escribir.

A las cuatro de la tarde, otro restaurador telefonea a Xavi. ¿Puedo ir? ¿Me darás algo? Eso lo hace feliz, los del oficio son buenos clientes.

Cocinar, atender, servir, departir. El personaje del patrón, ese que está en todas partes a la vez y cuya ausencia desorienta a la nave.





Atención a: la carta electrónica de comer, y de beber.
Recomendable para: los que buscan el Off Eixample.
Que huyan: los que necesitan espacios amplios.














     

El butacón verde

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APARADOR. Algún vecino se está deshaciendo del pasado con vergüenza y nocturnidad. Comenzó a suceder hace meses y se repite con ritmos que no corresponden a ningún calendario. Primero sacó un aparador de esos que apuntalan comedores sombríos. Enorme, la pintura leprosa. Lo dejó en la calle. Podría haberlo llevado a los contenedores, a pocos metros, o haber llamado al ayuntamiento. Al cabo de unos días de que los barrenderos pasaran junto al monstruo sin demostrar interés, llamé a los servicios municipales de recogida. A diferencia de sus colegas, fueron muy rápidos.



CUNICULTURA. El desarme siguió con un armatoste raro: una jaula rota y voluminosa, hecha con maderas y plásticos. Parecía una conejera, aunque el vecindario es más de plantitas de albahaca y menta que de agropecuarios con aptitudes cunicultoras. Quedó en el mismo lugar obsceno que el aparador y tampoco los barrenderos se sintieron aludidos en la tarea de expulsadores de desperdicios. ¿No es parte de la labor advertir a otros operarios con camión de las incidencias en las aceras?



BUTACA. El tercer regalo de ese morador de mudanza fue una butaca verde para culos muy gordos. Lo imaginé sentado en ese trono con la tela roída, alimentando conejos cabezones en un comedor presidido por el aparador, en cuyo interior quedaban los platos supervivientes de una vajilla que, alguna vez, fue solemne. Comer en platos desaparejados es la constatación física de una vida ruinosa. En los tres casos tuvo que intervenir el ayuntamiento tras ser advertido por teléfono.



SUPERLUNA. El patrón del caradura era imprevisible. Dejaba pasar tiempo entre una y otra entrega, como si meditase qué lastre soltar y en qué momento. ¿Se guiaba por las lunas? El siguiente desescombro sucedió tras la Superluna de mediados de agosto.



GARRAPATA. Aquel tipo no se comportaba como un hombre lobo en un ataque lunático, sino como un chucho garrapatero que expulsa sus miserias. En lugar de avanzar con un nuevo mueble del catálogo, se repitió como un asesino en serie que ha perdido la imaginación. Se deshizo de otra butaca verde, la gemela, que colocó en el mismo lugar como si siguiera un ritual mobiliario. ¿Qué le costaba avisar a la recogida de trastos? ¿Por qué se empeñaba en aquel punto?, ¿qué tenía de particular?



RETRETE. La historia ha llegado hasta el presente. Cada mañana y cada noche, al salir y entrar en casa, veo el butacón y estoy tentado en volver a llamar a la autoridad para que se lo lleve. Sigo una lucha callejera con un contrincante anónimo que tampoco sabe que tiene un enemigo en mí. Vigilar la calle no es una opción porque enfilaría el camino de la paranoia. ¿Cuál será su siguiente movimiento? Una casa da mucho de sí: ha comenzado por el comedor y podría continuar por la habitación de matrimonio. Solo deseo que no emprenda la renovación del cuarto de baño. Un retrete es algo que preferiría alejar de mi calle.








CON y SIN

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CON y SIN.

Los vendedores de productos elaborados son muy cucos a la hora de exponer los beneficios de lo que despachan. SIN es la preposición mágica.

El SIN se exhibe, se vocea. El SIN es el delantal.

Pero a nosotros nos interesa el CON. El CON es el nudo. Lo oculto. Lo que escriben con cuerpo pequeño, con cuerpín.

El SIN de la foto corresponde al fuet extra de Can Duran, llamado Exentis (¿pilláis el guiño?).

¿Y el CON? ¿El CONTENTIS?

Detrás, claro.

Lo que contiene.

Carnes de cerdo (magro, paleta y panceta)
Sal
Dextrina
Azúcar
Especias
Conservador (E-252) [nitrato de potasio]
Dextrosa
Antioxidantes (E-301, E-331) [ascorbato de sodio, citrato sódico]
Aroma

¿Más CON o más SIN?

Hasta ahora, Exentis era el embutido mimado de Can Duran. El 29 de agosto, el diario El 9 Nou publicó que la empresa de Seva adquiría la marca Casa Sendra, que Pau Arboix cerró tras algunos salchichonazos administrativos (más información aquí).

Casa Sendra vendía desnudos: cerdo, sal, pimienta. El jefe de Can Duran quiere respetar esa elementalidad. La pregunta es: ¿y por qué no limpiar de extras el resto de elaboraciones?

Sé la respuesta: fabricar con menos es más caro.

Y no: elaborar con menos es más honrado.

Artesanía, salud, verdad.

Solo Cerdo. SIN.










El restaurante: Oaxaca

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            Oaxaca 
Pla de Palau, 19. Barcelona
T: 93.319.00.64
Precio medio (sin vino): 30-40 €.







Barro mexicano






El primer intercambio de opiniones con Joan Bagur es sobre el mole. Joan dirá: “Hay que diferenciar los moles con chiles secos y los que llevan chiles frescos”. Unos, más fuertes; otros, más suaves.

Viene al caso la meditación porque esa salsa de salsas es tan potente y compleja que arrasa con cualquier animalillo con quien compita. Comúnmente se guisan aves sin pedigrí, que no resisten el empuje del engrudo.
De forma inteligente, Joan estrena Oaxaca con un mole que sirve de cobertura a un pollo de Cal Rovira de raza vilafranquina. ¿Y qué consigue? Que el pollo, al ser de primera, sobreviva a la pasta oscura “con unos 45 ingredientes” que, por precaución, puso a punto en México DF antes de volar a Barcelona. Un mole-mole aunque con un resultado distinto al que podría comerse en origen.

Con esta entrada he soplado algunas señas de Oaxaca, la alianza entre Joan y el grupo Sagardi, representado por Iñaki López de Viñaspre. Viejos amigos, Iñaki fue a buscarlo al DF, a donde emigró el chef menorquín después de haber capitaneado las cocinas de Jean Luc Figueras y Drolma.

En El Bajío, donde gobierna Carmen Ramírez, Titita, Joan encontró su escuela. Investigador de la gastronomía del país americano, un día descubrió que almacenaba “2.000 recetas en el ordenador”. Por eso, siente la responsabilidad de esas 2.000 recetas y sufre por si los platillos no están como debieran. Están, Joan. Está el “auténtico guacamole”: sin limón “para no enmascarar sabores”. Algo tosco, él lo quiere así, mantequilla en los labios. Eso es crema y no la solar.

Está la ostra con aguachile verde y sorbete de pepino, pepinazo de frescor.
Está el cebiche con cortes de lubina, besugo y corvina (“de la Barceloneta”, según Iñaki).
Está el Vuelve a la Vida, reconstituyente marino que incluye ¡kétchup!
Está el atún rojo con mezcal Los Amantes. Es el mismo con el que he comenzado la degustación, he seguido con Enmascarado y he acabado con Del Maguey y sus dosis de cítricos y de sal de gusanos.

 Prometen que tendrán escamoles, huevos de hormiga, en temporada. Poder Insecto. En busca de la autenticidad han llegado contenedores desde México y cada semana les entregan una carga de producto fresco. Confían en abastecerse de los huertos en Catalunya y Euskadi.

Oaxaca tiene dos espacios: el restaurante y la mezcalería, con 200 marcas y barman.
Decorado con cuero, madera y acero, han recuperado paredes y suelos y el barrio, La Ribera, ha emergido. Esto fue oficina de consignatarios del puerto. Movían pasta y de aquel tiempo de mares bravos quedan un par de cajas fuertes.

Entre las fortalezas comestibles, los tacos de cochinita pibil, que de nuevo se apoyan en Cal Rovira y sus cerdos; y el pulpo tatemado, con cansalada.
Los postres están un paso por detrás, con aciertos como el chocolate con achiote.

El mole negro es el barro mexicano.
No hay que irse sin ensuciarse en él.






Atención al: Otoño Ayayayay que llega, con el mex de Albert Adrià.
Recomendable para: los amantes de la cocina mexicana de verdad.
Que huyan: los de la salsa de jalapeños de bote.







El restaurante: La Pedrera Restaurant

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La Pedrera Restaurant
Passeig de Gràcia, 92. Barcelona.
T: 93.488.01.76.
Precio medio (sin vino): 35 €.
Menú de mediodía: 28€.






Apúntatelo, Gaudí






Eugeni de Diego quiere “ser prudente”, ir “poco a poco”. Lo repite con variados giros, así que esta crónica sobre el restaurante de La Pedrera será provisional, aunque por la calidad de lo comido podría ser definitiva.


Después de haber sido de jefe de cocina en El Bulli y, en la actualidad, organizar la Bullipedia con Ferran Adrià, es comprensible que Eugeni evite precipitarse: ha sido educado en el rigor y la firmeza.
El patinaje sobre hielo no  es una disciplina de su gusto. Prefiere los pies sobre el firme.

Se habla de este lugar antes de que la carta sea-la-que-tiene-que-ser –y el proyecto, “el definitivo”– porque sería injusto ocultar lo que sucede bajo el techo de Gaudí. “Dentro de tres meses será otra cosa, mejor. Y dentro de seis…”.

Vale, nos conformaremos con lo que tenemos, que es mucho. Eugeni, que no se encuentra allí físicamente, “estoy en la Bullipedia, eh”, ha fichado a Miguel Ángel Mayor (ex Arola) y a la pastelera Ana Alvarado y entre los tres construyen qué se come en el  monumento.

Miguel Ángel recuerda que la amistad nació al sol de Montjoi: “Nos conocimos en El Bulli”. Y es la herencia del mito la que aquí se expone.

¿Cuál sería la versión popular de lo bulliniano? Esto, ideas y técnicas tecnoemocionales al servicio de lo cotidiano. Lo conocido con plus. Hubo en El Bulli un plato totémico, el tuétano con caviar, y puede que con intención o como velado recuerdo aparezcan unas monedas de médula con caviar de Riofrío, caviar de aceite y una vichyssoise. El blanco-negro está bueno-rebueno, a un precio de postal: 15 euros. Cuando lo como, cuando lo pruebo sé que de las manos del trío saldrán grandes obras. Apúntatelo, Gaudí.

El pináculo es la caballa con coliflor rallada, gelatina de vinagre y caldo de ceps. No solo es perfecta la cocción del pescado, sino que la acidez está trabajada como complemento y no como exterminadora de sutilezas. Un plato con ángel, y demonio.

Los postres tienen altura. Ana conoce bien el obulato (papel de almidón de patata) y lo usa como cono para el helado de fresa.
La crema de cerveza oculta un sorbete de fresa, mango y uva.
Le siguen las láminas de manzana, con espuma de coco y almendra.
Saber acabar bien una comida es más importante que inaugurarla.

Me he dejado en el camino tres platos con más volumen que la barba del arquitecto: el buey de mar con aguacate, los raviolis con langostinos y la costilla deshuesada de cerdo ibérico. ¿Algún pero? La lámina con cansalada del aperitivo, con un inapropiado toque dulce.

Eugeni explica que no tienen fuego directo, ay, edificio protegido, que se apañan con el Roner y los hornos. ¡Más mérito aún! No hay llama, pero hay ingenio.

De ser un turista, habría salido de La Pedrera dando saltos, poseedor de una información que no aparece en las guías y, en las mejillas, el ardor del descubrimiento.

Sin saber que gaudir en catalán significa disfrutar.
  





Atención a: la terraza y su carta de tapeo chulo.
Recomendable para: los que quieren comer en un edificio singular.
Que huyan: los que asocian monumento a bolsa de patata frita.






Los exjefes de El Bulli muerden Barcelona

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{Información publicada el sábado 27 de septiembre en El Periódico de Catalunya}





La hostelería barcelonesa suelta más sudor que una sala de spinning. Este otoño la floración de setas es espectacular, así como la de restaurantes.

Uno de los estrenos sonados será el del establecimiento de Oriol Castro, Eduard Xatruch y Mateu Casañas, los tres ex jefes de El Bulli, que desde abril del 2012 practican sus buenas artes en Compartir, en Cadaqués.

Recorrer esos 169 kilómetros ha sido difícil: han tardado más de dos años. No es que se hayan desplazado a pie, es que han querido estar seguros de pisar con firmeza en la metrópoli.

Los tres hablan con una sola voz: “En Cadaqués hemos aprendido a volar. Antes de aventurarnos aquí, ha sido necesario consolidar aquello”.
El espíritu vacacional y los arroces soleados y el tapeo con voltaje de Cadaqués alcanzarán en la ciudad una mayor complejidad.

Quieren huir de términos rimbombantes y disuasorios. ¿Alta cocina, vanguardia, creatividad?
Será todo eso pero con el adecuado relax, sin asustar al personal, buscando el disfrute y a un precio meditado. “Vamos a ajustarlo todo lo que podamos». Entre 45 y 80 euros, entre servir 11 platillos o ¡30!

Pese a los currículos de general llegan con la modestia del cabo: «Somos conscientes del nivel brutal de Barcelona». En obras, el local ocupa  los bajos del número 163 de la calle de Villarroel, vecino del mercado del Ninot, de donde (también) abastecerse. Confían en abrir en diciembre: obreros, empujen.

Son dos plantas: 385 metros cuadrados con dos salas para 70 personas; y otros 200 para lavabos y almacenes.
La decoración, diseño de El Equipo Creativo, espumea: mezcla el Mediterráneo, Barcelona, Miró, la cerámica, esa iconografía de colores fragmentados y vivos. Aún no es posible revelar el nombre por un asunto de permisos.

«La oferta será menú degustación a la carta». ¿Y qué quieren decir? Que el cliente puede picotear lo que le dé la gana, pero que si transitan por los 11 apartados la experiencia cobrará sentido pleno. Empezar por un cóctel (granizado de ron con fruta de la pasión y café) y acabar con un snack dulce (mandarina helada), dos golpes que unen principio-final.

Entrar en el taller del barrio de Sants donde Castro-Xatruch-Casañas planifican es ver la mesa de Patton antes del desembarco de Normandía: extienden la vajilla que van a usar y con qué llenarla. Y en las paredes, las fotos de los 65 platos, el sashimi de verduras, el ssam de rape a la romana, los macarrones a la carbonara hechos al momento...
    

OTRAS BUENAS APERTURAS /

El gurmet otoñal y ansioso deberá planificar su agenda como si fuera la de un director general.

Albert Adrià (Tickets), el noi de L’Hospitalet, acaba de abrir el mexicano Hoja Santa (vecino de la taquería Niño Viejo).

Artur Martínez (Capritx), el noi de Terrassa, Matís Bar.

Victor Quintillà (Lluerna), el noi de Santa Coloma, Bitxarracu.

Paco Pérez(Miramar), el noi de Llançà, Doble (en los bajos de L’Eggs).

Y hacia finales de octubre, Ángel León (Aponiente), el noi de El Puerto de Santa María, tendrá hilado un bistró marinero en el Hotel Mandarin. 
Todos lucen estrellas, y otros cuerpos celestes.




El restaurante: The Market

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The Market
Gran de Gràcia, 7. Barcelona.
T: 93.186.42.00.
Precio medio (sin vino): 30 €.
Menú de mediodía: 16,50 €.





Ají de gallina a cucharadas





Nicky Ramos hila su filosofía para que comprendamos: “No vendo cocina peruana. Vendo cocinas del Perú”. Cocinasss. Tiene razón. En la mayoría de los países burbujea más de una culinaria. Las cocinas únicas y delimitadas son inventos políticos, formas de control desde la metrópoli.

Escribir sobre modas o tendencias y relacionarlas con Perú o con México o con Japón u otras gastronomías expansivas es banal y ridículo. Gustan y colonizan porque son luminosas, ácidas, picantes, frescas: representan todo aquello que alguna vez fue natural y que hoy venden en paquetes enfajados con film, que es una forma contemporánea de embalsamamiento.
Frente a la cocina marrón, la de colores.

Hace años que Barcelona recibe a cocineros peruanos pero es ahora, con Pakta, Tanta, Ceviche 103 y este The Market protagonista, cuando acceden a la visibilidad, lo que resulta injusto para los pioneros.

Nicky es un hombre con discurso, habla de “creación de marca”, ha diseñado un plan: dar a conocer primero la tradición para después lanzarse a la evolución.
Al final de la comida, cuando se sienta, confiesa que el inversor le ha preguntado por la estrella Michelin y es honorable y estimulante tener ambición, pero aún más concentrarse en el presente. Perfeccionar esa tradición antes de disparar la evolución.

Por ejemplo, controlar el seco de cordero, carne con alguna parte… seca. Marinada con pisco y cerveza negra, es sabrosa y con el invasivo cilantro bajo control. “Preparado a baja temperatura”. ¿Baja temperatura? “Sí, horno y cazuela”. Ahhh.

He contado el segundo guiso, pero antes he pasado por el cebiche, el ají de gallina y un buen trago. En Lima es común que los restaurantes se complementen con una barra de cócteles y que el combinado acompañe el sustento.
El barman Patrick Weber mezcla pisco con guanábana y zumo de naranja, bebida a la que llaman Perú con Gracia. Entiendo que es un homenaje al barrio de Gràcia, en el que estamos, o es que el pisco me hace efecto. Leo con aprensión que disponen de ¡pisco-tónic! En ese camino de burbujas no me encontrarán.

El cebiche de corvina, buen corte, con ají amarillo tiene el punto justo de picante, así como la cocción de la gallina está ajustada. “Es gallina de verdad. En el Perú de los años 80 fue sustituida por pollo. Esta es la receta de la tía Mercedes”.
Bien por la tía. Nicky ha añadido “huevitos de codorniz”. Acabo a cucharadas con el desparrame amarillo. De postre, otro clásico, suspiro de lúcuma, sin exceso de azúcar.

“Restaurante progresivo”. Poco a poco, dice el cocinero. La gastronomía no se escribe en los despachos, sino en las cocinas.
The Market puede ser una marca, aunque el prestigio no se construye en un año. Trabajo duro y durante largo tiempo hasta que aflore la personalidad. Algo nuevo desde lo viejo.
     






Atención a: la carta del Cebiche&Pisco Bar, viernes y sábado.
Recomendable para: los seguidores del crudo-marinado.
Que huyan: los de “a mí, muy hecho”.







Tamara, azúcar y sal

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El infortunio hizo que Tamara Falcó publicase su libro de cupcakes cuando fallecía el hombre que la había criado, Miguel Boyer

Envuelta en azúcares, vivió un momento de sal. La calamitosa coincidencia resalta al personaje en lugar de ocultarlo.

¿Cocina Tamara o es el reclamo para indigestiones de fondant? Como currículo gastro, la editorial presenta los genes: es hija de Carlos Falcó, marqués de Griñón, bodeguero, aunque nunca se supo que fuera aficionado a las madalenas obesas.

¿Y la madre, Isabel Preysler? Su figura remite a la pechuga hervida y a la lechuga tomada de hoja en hoja. Solo con mirar una cúpula rosa habría engordado.
Darle un mordisco a un cupcake la hubiera obligado a subir al Tourmalet en spinning.

Las famosas ya no sirven para vender. Isabel Pantoja publicitó su pollo, publicó recetario y está a punto de entrar en la cárcel. ¿Es atractiva una portada de Loles León con pimientos en la cabeza?

Se diría que las librerías han entrado en coma diabético: no pueden absorber más de azúcar. Pero las editoriales siguen publicando, oh, misterio, kilos de volúmenes sobre cupcakes.
El sobrepeso amenaza las estanterías.












Sant Pau Sin Palabras

El restaurante: Niño Viejo

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Niño Viejo
Mistral, 54. Barcelona.
T: 93.348.21.94.
Precio medio (sin vino): 35 €.




El taco es la base




“Llevar la cultura popular de la calle a la mesa”, dice Albert Adrià.
“El street food de México”, dice Paco Méndez.

“La primera visión de un mexicano es una tortilla con algo dentro”. He ahí lo que representa Niño Viejo (NV), la taquería donde cocina Paco, donde manda Albert y donde los hermanos Iglesias asisten.

Una tortilla es un soporte. Platillos volantes para rellenos marcianos.

Ferran Adrià acierta al decir: “Es como si hicieran pan de forma permanente”. Panes planos, sin levadura. Muchas civilizaciones se alzan sobre esas superficies.

En NV, la máquina, en la primera línea de la cocina abierta, va sacando discos, que cuecen sobre la plancha, también circular. México es redondo.

El Paral.lel es Territorio Adrià y con NV y el mexicano Hoja Santa –uno dentro del otro, como una matrioska– y Enigma, en la calle Entença, se completa la adquisición y adecuación de lugares donde comer y encantar.

A mediados de agosto, en los bajos en obras de Enigma, la barra del 41º estaba por el suelo, una tonelada de hierro artísticamente trabajado a la espera de ser reconstruida. Dejemos Enigma y su tapeo tecnoemocional para concentrarnos en la taquería y sus luces.

Todo en el espacio, diseñado por Pilar Líbano, invita a la parranda, al brindis y a la camisa desabrochada. No pretenden más: los cánticos son bienvenidos. Dos años ha aguardado el profesor Paco a tener el bólido en marcha.

Los tacos son de chuparse dedos, el de huitlacoche (hongo del maíz), pero sobre todo las carnitas, costilla y piel de cerdo. Los atracaría con el pistolón de Zapata para que me entregaran una docena.

Acompañado de tortillas, dos carnes de larga cocción: las costillas de duroc y el mole de olla. Fricandó, sí, carrilleras que recuerdan aquel marrón porque todos los guisos se parecen.

“La receta de las costillas, basada en la de mi abuela Flor, siempre me han acompañado”, deshuesa Paco.

El picantón con adobo de achiote y barbacoadoen el Josper es una de esas delicias que si no pides, la comida es solo media comida.

Hay antojitos y botanas, el mango aliñado, el ubicuo guacamole, el pollo rebozado con tortilla frita (“eso no es tradicional, eh”, aclara Albert), la ensalada de nopal y la César, inventada en Tijuana y que ofrecen con plus de crujiente: lechuga iceberg, piel de pollo y migas.

Dos inmersiones marinas: el cebiche de corvina y el cóctel de gambas, crustáceos crudos y aliñados con un toque de kétchup (el célebre Vuelve a la Vida). Bebo aguas, mezclas ideadas por el barman Marc Álvarez: la de limón con pepino refresca más que un beso de iguana.

NV es la antesala de Hoja Santa (HS).
HS es otra cosa, seria, grande, ambiciosa, “México contemporáneo, nuestra visión y revisión”, concluye Albert.

Será mañana. Esta noche es juerga, desmadre, comer tacos hasta el amanecer y llorar por el picante.  




Atención a: los mezcales y tequilas y los consejos para su consumición.
Recomendable para: los que creen en el pan con tocino y mayonesa de chipotle.
Que huyan: los flojitos de espíritu.






















SSG14 Sin Palabras

Subir a un escenario

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[Y unas pocas palabras sobre San Sebastián Gastronomika]


Subir a un escenario ante un millar de personas es algo que hay que meditar. ¿Qué contarás a esa gente que merezca su dinero?

Carlo Cracco viajó desde Italia para participar en el congreso San Sebastián Gastronomika y explicó un risotto: falta de respeto hacia el público que esperaba algo más que una ponencia pastosa.

Este dos estrellas de Milán, del que recuerdo una cena memorable, ¿es tan arrogante que ignora que Andoni Luis Aduriz o Joan Roca prepararán a fondo sus intervenciones para ilustrar y enganchar a los congresistas?

¿Los congresos están quemados o hay chefs que salen de paseo? Lo segundo. Aún hoy algunos creen que la altanería y la dejadez están exentas de consecuencias.

Subir a un escenario es difícil, lo saben Quique Dacosta y Aitor Arregui.

Quique pisó el Kursaal con la muerte reciente, violenta e inesperada, de su hermano: sus silencios fueron elocuentes.

Aitor, con la pérdida del padre. Ambos cumplieron con los compromisos.

Hablar desde el dolor es como si en la alfombrilla de bienvenida a casa hubiesen escondido clavos.

Tampoco fue fácil recibir un premio que lleva el nombre de un amigo muerto.





Brico3D

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BARBA. El que se deja barba quiere ocultar algo.


CHALECO. Si siguen fabricando smartphones cada vez más grandes, volverán los chalecos y los pantalones con múltiples bolsillos de Coronel Tapiocca. Y eso sí que no.


3D. Sin fe en demasiadas cosas, creo en el 3D. Se acerca una revolución verdadera. Cuando las impresoras bajen de precio, adecúen el tamaño y conseguir el material sea sencillo, en comercios cercanos. El manitas tendrá un nuevo juguete para almacenar al lado de la pulidora y los juegos de llaves allen. Hay que prepararse para tutoriales y programas de tele: 3Dmanía o Brico3D. Construye tu propia casa sin salir del garaje o cómo hacer un sofá con un trozo de plástico.


MUELA. Arrancar una muela es una forma de mutilación menor. Una pérdida sin valor social porque sucede en el secreto de la boca. Nadie muestra el agujero a menos que el curioso sea odontólogo. Solo descubrimos la ausencia en el momento de comer, o cuando la lengua impertinente busca el aliado perdido, acomodando la punta en el hueco, con textura de yema. Perder una muela es ser un poco menos, desprenderse de yo, sustituir lo propio por lo ajeno, permitir que lo extraño, corona y tornillo, quedé fijado en el cuerpo.


PRECIO. Pedro Sánchez, líder del PSOE, tenía que hablar con un Pablo y prefirió a Motos antes que a Iglesias. Debe desconcertar que tu oponente lleve el nombre del fundador de tu partido. Es como si Rajoy, en lugar de tener delante a Toni Cantó, alternase con un joven llamado Manuel Fraga. Telefonear a Sálvame y meterse en El hormiguero tiene un precio. Que Kiko Rivera te considere uno de los suyos.


BANQUER0. Enterraron al banquero con sus acciones. No encontraron las buenas.


3D (2). Como todo cambio radical, dejará cadáveres en el camino, o agonizantes. En el momento en el que sea posible construir a domicilio, ¿cuántos fabricantes dejarán de servir sus productos? La pobreza de unos será la riqueza de otros. Otra vez el palimpsesto: una escritura borrará a la anterior. Probablemente las impresoras se abaraten porque lo que venderán caro será el material requerido para la impresión. Esa estrategia ya la usaron con el móvil: terminal barato, onerosa conexión.


ATAÚD. Meten a los grandes hombres en ataúdes pequeños.


3D (Y 3). Camino de la autogestión, lo natural dará la mano a lo artificial, del huerto urbano a la impresora 3D, de los tomates a los adminículos de resina. El sueño del bricoleur: ser autosuficiente. ¡Una máquina que construye sus propios componentes! No necesitaremos nada más. El habilidoso podrá moldear a su pareja, amor plástico. Incluso llenar el vacío que ha dejado esa muela.




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