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Channel: La Cocina de los Valientes
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Una buena pista // 'Pista negra', de Antonio Manzini

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Una novela estupenda: no hay que dejar la alabanza para el final como si fuéramos menesterosos del elogio. Pista negra (Salamandra) es más que una novela de género. Tiene algo, ese runrún que te persigue durante días y genera el deseo de un nuevo episodio del personaje.

El escritor Antonio Manzini, que fue actor y guionista, ha creado a un canalla atormentado, un pícaro que es subjefe (comisario) de policía: Rocco Schiavone, romano de raíz, urbanita desterrado a las montañas de Aosta.

La trama –un asesinato en unas pistas de esquí– es tan importante como el desarrollo psicológico del personaje, al borde de la ley y al borde de la vida, a punto de caer en un precipicio.

Insolente, listo, rabioso, desorientado y ladrón con escrúpulos. Rocco Schiavone es uno de los tipos más interesantes de las filas negrocriminales: compartamos una grappa fría con él.







Lentejas a 165 euros // Que te confiten en grasa de pato, Ducasse

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La alta cocina francesa necesita que la quieran: periódicamente los chefs organizan actos de autohomenaje, patrocinados por el Estado, en busca de palmaditas en la espalda.

Que no se les amustien las crestas.

Jamás las autoridades españolas han apoyado a los cocineros locales con el ardor del Elíseo: debe ser el único sector de la cultura que no es reconocido como tal ni recibe subvención.

El último acto de desagravio y bombo sucedió el 19 de marzo en el Palacio de Versalles y sentó al ministro de Asuntos Exteriores y a 650 invitados. El impulsor fue Alain Ducasse, de profesión, sus estrellas Michelin, que no tiene suficiente con ser rico y dirigir 24 restaurantes en distintos husos horarios, sino que además quiere doblegar cocinas y cocineros.

«¿Quién quiere una cocina experimental o mutante?». En su tiempo, la nouvelle cuisine fue experimental, o mutante. Pero ¿alguien  lo recuerda? «Solo la [cocina] francesa podía organizar una operación así».

Que te confiten en grasa de pato, Ducasse. Y a ver si dejas de servir cocina aburrida.
Las lentejas con caviar del Plaza Athénée cuestan 165 euros.
El plato de lentejas más caro y obsceno del mundo.




Bar Bas // Barcelona

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[Restaurante visitado el 21 de febrero del 2015]






Bar Bas
Rambla de Catalunya, 7. Barcelona.
T: 93.342.75.16.
Precio medio (sin vino): 25-30€.




Más que patatas fritas




Las patatas fritas de Bar Bas son la mejor de las bienvenidas.
Más adictivas que un bote de pegamento. Finas, crujientes, bien desengrasadas.

Querido Enrique Valentí: abre una churrería y triunfa. Atención, cazatendencias: lo que viene, siguiendo las rodadas del foodtruck, es la churrería remozada. Carros en los que la fritura será arte.

Regresemos a las chips valentinianas: “Utilizamos la variedad de patata agria. Cambiamos el agua dos o tres veces para que suelte fécula. Después las freímos en aceite limpio. Y ya está”.

Para la visita corta, en la barra, es imprescindible tomar el vermut de Dos Déus, un platito de esas patatas que drogan y una de las latas que acogen los moluscos frescos de la casa. Los mejillones en escabeche son impresionantes. Y los berberechos, XXL.

Como soy de tiro largo, preferí sentarme e ir a por todas. Bar Bas es uno de esos espacios de decorador que parece que existan desde hace 30 años y solo hace diez minutos.

A Enrique le encargaron que llenase un espacio vacío y se le ocurrió esto: “Resumiendo: hicimos un typical spanishpero bien”. 
Disiento: eso será en la superficie.
En lo profundo, los guisos: esa es el alma de la casa.

“Es verdad. Ahí está la ambición”. Enrique es cocinero, aunque es célebre en la ciudad como director de restaurantes.
Aquellas chaquetas eléctricas en Casa Paloma y Chez Cocó.

Quiere seguir desarrollando ideas con la empresa Algo se Está Cociendo y está a punto de… “No puedo parar”. Es una gozada verlo de nuevo con chaquetilla y de regreso a los pucheros. Sin corbata, está desnudo. “Señor, este es un bar sencillo”. Con Enrique, nos tratamos de usted.

Tras una caña de Damm sin pasteurizar –bien tirada, Madrid style–, el tapeo: la croqueta de jamón (cremosa), el matrimonio (boquerón y anchoa, subida de sal), las gambas sobre hielo y las canaíllas con vinagreta de pimienta negra. Bien-bien.

Vamos a más. Descorche de una botella de Hombre Bala 2012, garnacha a cañonazos. Nos ponemos estupendos: el revuelto de trufa con chicharrones de Cádiz, los guisantes con cebolla y mantequilla con jamón de Joselito (olé los cerdos ibéricos), las albóndigas con sepia (y ese raro toque de azafrán) y la costilla de cerdo con mongetes. 
Detengámonos ahí: la costilla ha sido marinada 24 horas en un adobo canario. Olé Canarias también.

Como postre, un hojaldre con crema pastelera, que es lo que toca en este rincón de la cocina de anticuario.

El chef sabe que habita una zona con “poca credibilidad gastronómica”. Queda mucho por hacer, dice. Es verdad. El mejor alimento cerca de la plaza de Catalunya era el que daban a las palomas.

Creo en las patatas de Bar Bas. Estuve tentado de pedirle una bolsa –o cuatro– para llevar. Él entiende que es la presentación de la casa. Aunque es en el fondo, en las cazuelas, donde está la verdad.

       






Atención: ala vajilla, con dibujos vermuteros.
Recomendable para: los náufragos en Territorio Guiri.
Que huyan: los de las bolsas de patatas de súper.







Hamburguesa y 'calçot' // Una receta contada

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[Hemos renovado la revista Dominical de El Periódico. La sección Gurmet de guardia, que contará recetas, aparecerá cada 15 días. La primera entrega fue el 28 de marzo del 2015]



Agobiados por la hamburguesa industrial,  incluso por la gurmet, la redención llegará por la casera.
Es una preparación familiar en la que hijos y padres se encarnizan: meten las manos en la chicha para remover y se pringan hasta el codo.

¿Por qué no trasladar lo foráneo a un escenario local? Hamburguesa a la mediterránea, que es ese lugar difuso con decenas de países, algunos en guerra. 150 gramos de cerdo y 150 gramos de ternera, comprados en la carnicería y picados ante nuestras inquisidoras narices. 

Dos huevos, hierbas frescas troceadas (salvia, tomillo, orégano), un par de cucharadas de mostaza, pan rallado, sal y pimienta.

Amasar y dejar a punto las hamburguesitas. En el horno, a 250 grados, la boca de Satanás, hornear los calçots.

Cuando cambien a tostado y a punto de ennegrecer, retirar y envolver en papel de periódico.

Aprovechando esas temperaturas, escalivar ajos y tomates, la base del romesco junto con la ñora y los frutos secos.


Pasar las hamburguesitas por la plancha. Tostar los panecillos. Pelar las cebollas de esta calçotada civilizada, sin esas insidiosas cenizas que carbonizan uñas.

Cubrir con el romesco, salsa de estimulante viveza. Eso que era ajeno y bastardo, de otra cultura y civilización, ha sido aproximado a nuestro discurso. Convertir un icono sin tiempo en un plato de temporada.







Restaurante Lando // Barcelona

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[Restaurante visitado el 6 de marzo del 2015]






Lando
Passatge Pere Calders, 6. Barcelona.
T: 93.348.55.30.
Menús: 18 y 35€.




Erótico y galáctico




Los socios de Lando tenían claro el modelo de negocio: trabajar en una productora de publicidad, Mamma Team, obliga a planificar con precisión.

Un menú de mediodía (18 euros) y otro de noche (35 euros), sin carta; pocos platos para garantizar frescura y temporalidad y la asesoría y magisterio de Bernard Benbassat, profesor y chef especializado en macrobiótica.

No es Lando un restaurante macrobiótico, se adelanta Albert Soler, uno de los dueños junto con Toni Schulz, Vanesa Virumbrales y Òscar Gómez. De los cuatro, Óscar es el que está en la sala de Lando.

“Hay platos macrobióticos, por supuesto, otros, no; pero siempre ofrecemos una cocina rigurosa, respetuosa, evitando productos que hayan sido refinados. Queremos que la comida siente bien, que la digestión sea buena”.

En un espacio industrial, una cocina desindustrializada. Lando fue un taller mecánico, vecino de una fábrica de anchoas, que acaba de dejar la ciudad. Ignoraba que aún se preparaban salazones en un lugar céntrico.

Una barra para el tapeo y un comedor amplio con madera, azulejos y suelos pulidos. Cocina Daniel Viejo, que pasó tres años con Josean Alija en Nerua (Guggenheim).
Una de las cosas que más celebro de esta comida aún no contada serán los fondos, a lo que el chef responderá: “Otra cosa no, ¡pero caldos! Aprendí bien con Josean”.

He decidido tomar un poco de todo: plato de barra, de mediodía y de noche. Ni la macrobiótica podrá salvarme. Recuerdo una comida con Bernard y el maestro francés Michel Bras y aquella tortilla de bacalao, deliciosa baba, de Taktika Berri.

Pido un vino ligero que facilite volar después: Château Cambon 2013. Del menú diurno, la pasta casarecce a la putanesca, simplemente correcta.

Lo siguiente es una maravilla: la cebolla rellena con carrillera y una salsa para mojar el pan de Triticum hasta pelarse los codos.
Pasa por la mesa la tarama, una emulsión de nata y huevos de arenque ahumados.
Sigo con un bacalao con acelgas, al que le sobran los daditos de tomate, inútiles e insípidos.

El rabo de vaca –no insistan, no es buey— aparece sobre una tortilla de maíz, otro buen uso de eso-de-comer-con-los-dedos inspirado en lo mexicano.

Ahíto, cumplo con la presa ibérica con jugo de hierbas silvestres. El postre, que prepara Ana Carles-Tolrá, es total: la mítica torrija de Berasategui y Mugaritz.

Albert cuenta que Lando es un compendio de deseos y necesidades: durante años recorrieron los restaurantes de Barcelona para agasajar a los clientes de la productora. Lando es un personaje de La guerra de las galaxias y el galán de una revista erótica publicada en Italia a mediados de los 70. Lando es, sencillamente, un nombre que les gustó.

Sant Antoni es un barrio resucitado.
Para mí, Sant Antoni era domingo, cómics en el mercado y cerveza y almejas en el bar Amigó.
Los residentes extranjeros colonizan sus calles. Lugares guapos para gente guapa. Espero que sigan queriendo a los feos 








Atención: a la voz grabada en el lavabo. ¿Quién cuenta chistes?
Recomendable para: los que tengan curiosidad por la macrobiótica.
Que huyan: los que “como el Born, nada”.











Mentiras y verdades sobre la alta cocina // Xabier Gutiérrrez

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El público no lo conoce,
pero es uno de los mejores
cocineros (secretos) de
la galaxia. tras 17 libros
gastronómicos, publica su
primera novela, negra como
la tinta del calamar:
‘El aroma del crimen’









Xabier Gutiérrez (San Sebastián, 1960) es una leyenda gastro, aunque preferiría serlo de las motos.

Sus chaquetillas retocadas tienen en vilo a la profesión: se adelantó en años a los colorines de Alberto Chicote.

Desde 1990 pasa el tiempo –dice que trabaja– en el departamento de innovación de Arzak, en San Sebastián, junto a otro 'crack', Igor Zalacain.

Es uno de los chefs más inventivos, un volcán que en lugar de magma expulsa algodón de azúcar. Ha colaborado en la tele, en labores de científico adjunto, en el programa 'Órbita Laika'Como un cohete.


La gastronomía es asunto de ociosos; la alimentación, de todos. ¿Verdad o mentira?

Ni idea. Los ociosos son incapaces de apreciar la gastronomía, por algo lo son, y la alimentación debería ser un derecho.


Mejorar la tradición es un oxímoron porque el paso del tiempo ya la ha limado. ¿Verdad o mentira?

Verdad mentirosa. Pero no lo dirá por la tortilla de patatas, ¿verdad? Por cierto, ¿qué es un oxímoron?


Hacer vanguardia gastronómica es una pérdida de tiempo. El comensal lo que quiere son unos buenos chipirones de anzuelo. ¿Verdad o mentira?

Mentira de las gordas. Eso es solo para los ociosos. El público, en general, los quiere en su tinta.


Su plato de la memoria seguro que no es una preparación moderna, propia de la cocina tecnoemocional. ¿Verdad o mentira?

Verdad absoluta. No me dio tiempo. Pero el de mis hijos téngalo por seguro que lo será.


El único crimen que huele es el de un plato quemado. ¿Verdad o mentira?

Mentira. ¿Saben mal los calçots, los quesos de ceniza franceses o los moles negros mexicanos? Vamos, señor Arenós, esperaba más leña.


Escribe novelas porque como cocinero se repite. ¿Verdad o mentira?

Mentira. Yo no me repito, ¿entiende?, no me repito.


La novela negra y la cocina tienen en común que trabajan con cadáveres. ¿Verdad o mentira?

Verdad. Además es muy práctico. No se quejan nunca.


En secreto, usted querría matar a algún crítico. ¿Verdad o mentira?

Verdad. Cuando empecé no, pero al final me he decidido y es lo primero que hago en la tercera entrega de las cuatro novelas. Pero no me atrevo a decirle su nombre. Y, menos, su apellido.


Prepara tres novelas más porque dirigir el departamento de innovación de Arzak deja mucho tiempo libre. ¿Verdad o mentira?

Mentira. La innovación es el quinto estado de la materia. No se mide ni por mucho ni por poco. Simplemente se mide por pasión y por desidia.


Ha tocado mucho el huevo, pero nada lo supera frito y con puntillitas. ¿Verdad o mentira?

Mentira. Las puntillas las prefiero en otros sitios más cercanos.


Su más oscuro deseo es ser el profesor Bacterio. ¿Verdad o mentira?

Esto no es Verdad ni Mentira. Es un hecho. Y el Superintendente es… Y la Ofelia es... En fin, me voy a callar porque Mortadelo sería... Y Filemón sería, clarísimo…


En los restaurantes caros, la tropa es mileurista. O en prácticas, sin cobrar. ¿Verdad o mentira?

Mentirijilla. El soldado raso es mileurista o ni siquiera eso. Los generales, no. Y las prácticas sin cobrar, una práctica muy práctica.


Los chefs están en un pedestal: un azucarillo que se va rompiendo. ¿Verdad o mentira?

Verdad a medias. El nuestro esta hecho, no de sacarosa, sino de manitol. Tardará en disolverse y además estamos en compañía de muchos más gremios…


Un bombón de arcilla, obra suya, te alicata el estómago. ¿Verdad o mentira?

Verdad. Sí, pero habrá que tener cuidado porque AlíKatá igual es del Estado Islámico y a lo mejor te alicata algo más.


Los cocineros solo saben del exceso. ¿Verdad o mentira?

Mentira. También de sexo. Es que nos la clavan, de todas-todas, en los aeropuertos con el equipaje.


En el restaurante, el precio de un plato equivaldría a un kilo de guisantes pero solo te dan cuatro. ¿Verdad o mentira?

Mentira. Leyendas urbanas. Y campestres.


Si titula un plato como 'Lombarda Mutante' es que debe de ser tóxico. ¿Verdad o mentira?

Verdad. Tanto como una ensalada de tomate.


Ustedes cocinan con metales: bronce, oro, plata. ¿Verdad o mentira?

Pero solo para intentar subir al podio.


El día que se retire escribirá un libro titulado: 'Mentiras y verdades sobre la alta cocina'. ¿Verdad o mentira?

Verdad a medias. Llega tarde. En 'El aroma del crimen' hay mucha verdad y otras tantas mentiras.


















Lugares que no existen

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Pornografía. Desenterrar los huesos de Cervantes es pornografía forense.

Tumba. Entierran un volumen de El Quijote en la tumba de Cervantes para compensar.

Barba. Me dejé barba en septiembre después de toda una vida enganchado a la maquinilla. Qué error: quise ser hipster cuarentón y me he quedado en piojoso. Según un estudio de la Universidad de Aston (¿Martin?), 20.000 bacterias habitan las pelambreras. Ningún problema: almacenamos un kilo en el organismo. Esa fauna es una nimiedad. Aunque inquieta el hábitat boscoso en la sotabarba. Imagino el bullebulle de microorganismos en la floresta, el paso del jabalí y la agilidad del zorro. Cuando sea primavera, tendré setas y enanitos.

Estética. Elton John ha afeado unos comentarios de los diseñadores Dolce & Gabbana (Domenico & Stefano) en los que se referían a las adopciones de los gais y a la fecundación in vitro. No son palabras llegadas de las filas enemigas, sino amigas. Diría que el músico británico vistió la ropa de los italianos, también homosexuales, y compartió los excesos estéticos. Elton está en otra talla y aquellas estrecheces han dejado de ser para él. Peleas de divos millonarios. Una trifulca que se encuentra muy lejos de la calle, que está más por Falete y Zara.

Ábaco. Busqué el otro día la guía de Siria. La edición es de 1995. De aquel viaje en septiembre del mismo año recuerdo de forma intensa la obscenidad en las imágenes del tirano Hafez al Asad, repetidas en pueblos y ciudades, en pegatinas en los coches y en carteles gigantescos en los monumentos. La omniscencia de unos bigotes blancos y feroces.

Noria. Todo eso parece, no de otro siglo, sino de otro milenio, y de otro mundo. Los sirios viven bajo la dictadura de Bachar al Asad y la del Estado Islámico. Una espada amenaza siempre sus cabezas. Recuerdo cuando leí –en esa guía de la editorial Kairós– que en 1982 las tropas de Al Asad asesinaron a 30.000 personas en la población de Hama. Pasamos por Hama camino del Crac de los Caballeros. Imaginé que sus norias habían desaguado litros de sangre. Lo que ha sucedido después ha superado aquella matanza. Las cifras del horror han descontado los ábacos.

Retales. Tengo la memoria cosida con retales. Un cordero en un patio junto a una fuente en Alepo. Un café en el legendario Hotel Baron, sentados en raídos sillones, con el fantasma de Lawrence de Arabia. La travesía del desierto con la arena comiendo asfalto. El paseo por los restos de la ciudad romana en el oasis de Palmira bajo un sol imperial. Un piano blanco en un hotel huérfano de intérprete. Una caminata al atardecer hasta la boda de un piloto saudí con una joven de Bosra, atraídos por los tambores. Un té con una familia desconocida en su casa. El alborozo con el que fotografiaban a los extraños las ricas turistas con niqab llegadas de los países del Golfo. Estampas de lugares que no existen. De personas que tal vez hayan dejado de existir.




Que llega el mosto

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En el verano del 2014 tuvimos una sorpresa dulce: en dos restaurantes, mis hijos encontraron mostos delicados, que les sirvieron en copas de vino.

No fue pijería sino sensibilidad porque no se trataba del habitual líquido pegajoso, sino de una selección de monovarietales.

La empresa Suc de Vida envasa un producto llamado Mono. Cada botellín contiene un tipo de uva: cabernet sauvignon, trepat, merlot, xarel.lo y montònega.

Son muchos los asombros. Tienen añada, proceden de cepas viejas repartidas por varios territorios (en la web de Suc de vida están detalladas fincas y zonas), trabajan a mano las vides y alguna variedad que cosechan es poco común.

¡Cuántos vinos corrientes están hechos a patadas! Y no me refiero a la actividad de pisar la uva.

De niño, solo conocía el mosto Greip, que cumple 50 años y es fácil de encontrar en los súpers, a diferencia de este Mono, que he rastreado por los lineales sin éxito.

Lo de la bebida sin alcohol irá a más: que espabilen las bodegas porque tienen la posibilidad de complacer a bebedores, abstemios o no, que querrían disfrutar de un tinto sin graduación ideado como si fuera un gran vino.         







El año de la raspa // Una receta contada

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Es el más pobre de todos los platos pobres.
¿Existe algo más menesteroso que comer una espina?
¿Sería posible convertir el desecho en un bocado glorioso?

En 1971, en el año de la raspa, Josep Mercader lo consiguió en el Motel Empordà, en Figueres, destino mítico durante décadas para gurmets motorizados.

Cuando la cocina catalana moderna estaba por construir, Mercader aportó frescura y menta a guisos espesos. Y últimas noticias de Francia, que circulaban por la N-II.
Cualquiera es capaz de lucirse con este aperitivo de subsistencia.
La receta es tan fácil que hasta la podría hacer el gato.

Espinas de anchoa sumergidas en leche durante dos minutos, espolvoreadas con harina y fritas, según las indicaciones del libro Històries del Motel.

Como todo proceso original, admite cambio. Las de la imagen son de boquerón: la carne tuvo otro uso.

En lugar del basurero, los restos ocuparon el centro de la mesa.
Para romper el blanco de la marinada y darle intención, la leche fue bautizada con el escabeche de una lata de mejillones.

No es por ahorro, sino por dignidad. Deshacernos de bienes preciados como ese naranja oleoso es pecado: que se lo apunte el Papa.

Una hora de reposo –no dos minutos– para reblandecer e impregnar.
Romper los bastones y llevárselos a la boca fue notar, a lo lejos, como un rumor de mar bravo, la acidez del vinagre.







Restaurante Manairó // Barcelona

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[Restaurante visitado el 19 de marzo del 2015]







Manairó
Diputació, 424. Barcelona.
T: 93.231.00.57.
Precio medio (sin vino): 50-60 €.
Menús: 40 (mediodía), 70 y 90 €.



Mira, mira, mira




“Estoy contento porque lo que se come aquí no se come en otro sitio. Será mejor o peor, gustará más o menos, pero Manairó es único”.
Escucho a Jordi Herrera: no lo dice desde la inmodestia, sino desde la singularidad.

Barcelona es una potencia gastro, aunque pusilánime en lo creativo. La retrococina manda: a más croqueta menos revolución.

¿Cuánta vanguardia alimenta la ciudad? Desde la discreción, Manairó ofrece valentía.

Jordi y Roger Viñas, qué buen cómplice, nunca han hecho mucho ruido. De las comidas y cenas que he tomado desde el 2003, esta es la mejor.
¿Por qué? Porque veo al chef menos atribulado y dispuesto a dejarse la piel, y los tendones y el colágeno. En junio acabó de asesorar Adagio Tapas. “Me he aceptado, he aceptado mi hiperactividad”.

Jordi está loco, en el sentido más lúdico y explosivo de la palabra. Hace años me enseñó un taladrín al que enganchaba una cazuela para una cocina centrifugada.
Aquel cacharro de bricoleur es hoy un aparato en pie, con pie. El último plato, que no es siquiera plato, lo tomamos en la cocina.

Es una carne a baja temperatura, calentado con un soplete en ese tiovivo. Tierna y con los jugos concentrados. Le sugiero que saque el centrifugador a la sala en un carrito para un bocado de despedida.

Será una comida de platos acabados y otros por acabar, aún en pruebas como la butifarra de huevo frito. El resumen es: poderío.

Escucho la charla de una pareja de comensales –superan los 50 años— arrebatados por experiencia, con ese entusiasmo que molesta a los nuevos inquisidores gastronómicos.

He llegado a mitad de la crónica sin contar la recepción. 
Manairó a oscuras.
Un camarero enciende una jaula –el pájaro es de metal-- y acompaña al cliente a la mesa. Bajo esa luz, la intimidad. Cada mesa está separada por la penumbra.

Crujiente de cap i pota al curry: desafío visual y físico.
El vermut de un mordisco: berberechos de lata, salsa de Martini nitrogenada y cerveza de tomillo (la cerveza sobra).
Más asedio a lo convencional con el lenguado a la meuniere: el pescado abuñuelado, bolitas de tempura, mantequilla de limón.
Patatas Costa Brava: tubérculo envuelto en salsa brava (falta picante y color rojo).
Gambas ahumadas y trinxat de acelgas (con otro crustáceo bien frito).
Cocochas de calamar con pilpil de rodaballo: la casquería marina, a escena.
Callos de congrio con mongetes, ah, qué buena alianza, qué plato.
Y el arroz de rabo de vaca con habitas y navaja. Me rindo.
“Voy a probar con ostra porque tiene más agua”. Pues a por ostras, Jordi.

“Mira, mira, mira”. El horno que ha comprado “en Montserrat para el cabrito”.
Lo tecnorústico: el Fakircook, la enculadora.
“Mira, mira, mira”. Miro, Jordi, miro y quiero que todo te vaya bien, muy bien.








Atención: a la oscuridad de la sala y a las jaulas luminosas.
Recomendable para: los que quieran conocer vanguardia casera.
Que huyan: los de “bueno, esperaba más”.








Amargura

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Arriba, el quiosco de Mustafa's en Berlín y el 'bocadillo' de medio kilo. Sobre estas líneas, el dürüm a 4 euros de cualquier centro comercial de los alrededores de Barcelona. Tan bueno, o tan malo, como el berlinés.







GIMCANA. El 11-S convirtió los viajes en avión en una gimcana. Los pasajeros pasaron a ser tratados como objetos. Humillarlos no formaba parte del protocolo pero fue la consecuencia. Una de las medidas antiterroristas tomadas entonces –la cabina de mando se cierra desde dentro– ha sido determinantes en ese acto de terrorismo emocional a bordo del Airbus A320. Probablemente se equivocaron los legisladores al considerar sospechosos a los pasajeros y dejar sin apretar el yugo de la tripulación. Nada puede hacer un viajero si el mal lleva uniforme e insignia con alas.



PERIODISMO. El periodismo siempre fracasa en la gestión del dolor. Muchos ciudadanos son hipócritas: demandan celeridad en las explicaciones y castigan al encargado de conseguirlas. Piden circo e insultan al jefe de pista. El periodismo hace muchas cosas mal: tantas como la sociedad a la que sirve.



CURRY. The New York Times publica un artículo sobre el origen del balti, los currys servidos en cazuelitas que tienen en la ciudad inglesa de Birmingham sus mejores templos. La publicación plantea si esa variedad de guisos podrían ser considerada una especialidad británica o la adaptación de un plato paquistaní. Probablemente ambas cosas, de la misma manera que  la plancha nació lejos de Japón pero encontró en Tokio su reencarnación como teppanyaki. Lo desconcertante de esas historias colectivas es que destaque una individualidad. Son miles los emigrantes que fueron de Paquistán al Reino Unido y que cargaban en la maleta nostalgias con forma de pucheros. Pero solo a uno se le atribuye el balti: a Mohamed Arif que a finales de los años 70 trasladó un pedazo de su memoria y la adaptó a la nueva realidad en el restaurante Adil’s. Antes de escribir estas líneas he comido pseudo balti en un indio cercano a la redacción, un plato combinado con botecitos llenos de estofados bien especiados, samosa, arroz largo y ese pan extraordinario hecho en el horno tandoor y que llaman naan. Piensas que te has entregado a la tradición del subcontinente y, en realidad, estás tomando un platillo típico de Birmingham.



RUTINA. Lo que para un piloto es rutina para nosotros es excepción. Alzar un avión con cientos de personas nunca tendría que ser un automatismo. Los que guardan en sus manos las vidas de otros deberían ser sometidos a un estricto y permanente control, y retribuidos en consecuencia. No es posible que un conductor de bus sea un mileurista y que tenga una discreta consideración social.



AMARGURA. Similar al caso del balti es el del döner kebab, viaje de un plato turco a los hielos de Berlín. La paternidad de la vianda ambulante recae sobre dos hombres, Kadir Nurman y Mehmet Aygün. El segundo creó los restaurantes Hasir. Comí en uno, el del barrio de Mitte, y pese al intento de dar al bocadillo argumentos de cuchillo y tenedor, tuve la sensación de que ejecutaban la carne bajo la dictadura de los restaurantes en cadena. Probé también los dürüm de Mustafa’s, quiosco con la fama de preparar los mejores döners de Europa. Fue una decepción llena de grasa y una cebolla que dejó en la boca rastros de amargura.










Pseudo balti en un restaurante indio de Barcelona. 








Restaurante Poncelet Cheese Bar // Barcelona

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Poncelet Cheese Bar
Hotel Meliá Barcelona Sarrià.
Av de Sarrià, 50. Barcelona.
T: 93.249.22.00.
Precio medio (sin vino): 25-30 €.
Menú mediodía: 24 €.




Esto sí que es una tabla






A finales del siglo XX, un sector de la restauración decidió descansar sobre la tabla: de quesos, de patés o de embutidos.
Decenas de restauradores pensaron que lo frío era más cómodo y rentable que lo caliente. Fue cuando los cocineros murieron un poco.

Esos establecimientos especializados en la loncha han ido desapareciendo y ya solo quedan los venerables, o los que ablandan los precios para atraer a una clientela juvenil aún bisoña en lo gastronómico.

Entre las tablas perdidas y Poncelet existe la misma distancia que entre un coche a pedales y un Ferrari. Poncelet es el queso. Lo singular y lo especializado como atributos.

Hace una década fermentaron la primera tienda en Madrid, a la que siguió un centro de afinación –aseguran que es el único de España-- y un restaurante.
En el verano del 2014 se propusieron conocer el Mediterráneo y ocuparon el Hotel Meliá Barcelona Sarrià con el Cheese Bar, que dirige Carlos Couso: 400 metros cuadrados de exaltación láctea.

Lo primero que hay que decir es que son extensos en las informaciones: leer las cartas es muñir conocimientos sobre vacas, ovejas y cabras. Perder el tiempo con esas letras es mugir o balar a gusto. Y beber bien porque aplican la misma minuciosidad a lo embotellado.

Sentado en la barra, vivo una doble experiencia: tomaré los platos que preparará el chef Jorge Mancha mientras el maestro quesero Sergio Martínez me ilustrará sobre los nueve cortes que ha elegido con guantes de quirófano. ¡Esta sí que es una tabla y no la de surf!

Comienzo con una copa de Cendrillon 2013 (Touraine), que facilitará el tránsito del tomate con almíbar y pasiego (¡qué bueno!), la mozzarella, el bombón de manchego con Pedro Ximénez y el bacalao con crema de porrusalda al idiazábal ahumado. Mezclar pescado y lácteo es aventurado.
La textura del gádido es perfecta, pero le sobra sal: es el mayor peligro de cocinar con un producto alto en sodio.
De nuevo orillan el exceso salino con el rabo de vacuno deshuesado y mezclado con Altejo de la Cerdanya, que rejoneo con el tinto Prima 2012 (Toro).

No es fácil lo que hacen: integrar el queso en la receta sin que sea un pegote.

Temo un ataque de quesofobia con lo que me queda, pero supero la prueba.
De las nueve porciones que ha elegido Sergio solo conozco dos, y no es mundo que me sea ajeno. Por supuesto quiere que pruebe peculiaridades. Tartufette, Cazelle de St Affrique, Llanut, Pleasant Ridge Reserve, Bodega, Serra da Estrela, Geo, Petit Bonsecours y stilton al oporto.
Bravo por los nueve, en especial, el Tartufette (vaca) y el Llanut (oveja).

Descuajado, termino con una vivista a la cava de cristal, la reina de la sala.
Entro en ese expositor y transformador, donde la materia cambia.
“El 75% del queso es agua y va perdiendo humedad y lactosa”.
Llega una cosa y sale otra. Sergio diferencia entre madurar y afinar: “La maduración es la prolongación de la vida del queso. La afinación es el tratamiento con aceite, aguardiente…”.
Entre humanos, madurar es ir a peor.

       






Atención: a los 19 platos “antiqueso”.
Recomendable para: los que deseen un máster quesero.
Que huyan: los de quesito, fresco y bajo en calorías.





Los mapas del horror 1 // Mauthausen

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[En el 2015 se cumplen 70 años de la liberación del campo de Mauthausen.
En diciembre del 2000 publiqué en El Periódico, en la sección de crónica diaria Paso de peatones, un encuentro con dos supervivientes del exterminio nazi]




Cuando Joan Escuer (Cornudella, Tarragona, 1914) y Antonio Roig (Barcelona, 1919) miran las fotografías tomadas en el campo de concentración de Mauthausen, que desde hoy --y durante tres meses-- cuelga el Museu d'Història de Catalunya, se ven a sí mismos, aunque no aparezcan en ninguna de esas imágenes. Pero ellos estuvieron en todas las demás.

En las fotos jamás hechas, pero sí vividas y sufridas, en los negativos guardados en el cuarto oscuro de la memoria.


Escuer fue recluido en Dachau.
Roig, en Mauthausen.

Sobrevivieron a esos mataderos del hombre, donde, a diferencia de los degolladeros de animales, allí se ensañaban con las víctimas.
Sobrevivieron para contarlo. Y eso hacen sin desmayo por los colegios, donde niños con la piel rosada escuchan los cuentos de terror verdadero, sin imaginar, hasta aquel instante de abismo, que la sevicia y el sadismo no tienen límites.

En la historia de Roig hay tanto infortunio que sólo puede ser contado con pocas palabras.
Combatiente de la guerra civil española.
Republicano en el exilio.
Peón en los batallones franceses de trabajo.
Prisionero en Mauthausen entre 1941 y 1945.

"Aquélla era una vida de forzados, nos trataban peor que a presos. Estábamos considerados ratas, no teníamos derecho a vivir, aguantábamos los malos tratos, la lluvia, el frío, el calor, la nieve, el barro... Los prisioneros vivían entre seis y nueve meses".

En las fotos --mentales, jamás disparadas-- de Roig se puede ver, se puede oír, toda la gradación del horror, del gris sucio al negro ceniza.


Roig se vuelve a ver en la cantera, sacando granito para adoquinar las más bellas calles de Viena, por donde paseaban los nazis operísticos con las botas enlustradas: "Eramos mano de obra a la que había que sacar total rendimiento. Nos exterminaban por el trabajo".

Roig se vuelve a ver con el uniforme a rayas y el triángulo azul con una S en su interior, S de Spanien, de español.

S --ahora, octogenario, indestructible-- de superviviente.
S, de algún modo, de superhombre.


Hay más negativos en el álbum de Roig.
El de la chimenea del campo de aniquilación, coronada por una llama azul y, en medio, como un último aliento, una flamita amarilla.
El del judío holandés, profesor de idiomas, contrahecho, al que el jefe del cadalso apremiaba a lamerle las botas, asesinado con una inyección de gasolina, "y descuartizado como un jamón".
El de los presos ahorcados por intentar la fuga.
El del hombre que quedó medio socarrado en una alambrada eléctrica porque sólo tocó un hilo y fue obligado a agarrarse al tendido completo.


La biografía de Escuer también debe ser concisa para comenzar el viaje: oficial del ejército republicano, participante en la resistencia francesa, cautivo en Dachau (1944).


Duelen los retratos orales que extiende sobre la mesa.
Está él, "desnudo y desinfectado", con un número, el 74.181.
Está su sombra, tras bajar hasta un peso paja de 35 kilos.
Está ajustando motores de aviación.
Está enriqueciendo la sopa agusanada con hierbas, mientras los nazis pasan a su lado gritando "beeeeee".
Está relamiéndose por encontrar, "una sola vez", un trozo de grasa.
Está llegándole a la nariz "una bocanada de carne rustida" y, a los ojos, la señal de humo, continua, de los crematorios.


¿Cómo soportaron esa condenación?
Roig: "Cuando más cerca estás de la muerte, más ganas tienes de la vida".
Escuer: "Había que sobrevivir para explicar cómo fue aquello".

Y siguen. Siguen.






Los mapas del horror y 2 // Mediterráneo

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[En junio del 2001, viaje a Tarifa para hacer un reportaje sobre los desaparecidos en el Estrecho, que titulé Sepultados detrás de una D.
Entonces se contaban a cientos los inmigrantes ahogados.
Hoy son miles]







En el cementerio de Algeciras (Cádiz), un laberinto de cal y flores de plástico, hay 99 nichos con una letra y unos guarismos indescifrables.

Una ominosa D escrita sobre el cemento con la punta roma de la paleta.
D de diligencias (y faltaría la J de judiciales).
D también de desaparecidos.


El mortero protege los despojos de los inmigrantes anónimos que se ahogaron en Tarifa después de 1995.

Los precedentes --28, llegados al abrasador camposanto en una fecha sin determinar-- fueron sepultados en fosas comunes.
Un adverso día salieron de sus casas. Alguien debe estar aguardándolos.
Alguien que mira una foto.


Evaporados como el rocío en el Sahara. Sus familias los llorarían si supieran dónde depositar ese ramillete de lágrimas.


En el 2000, 50 marroquís entraron en España sin vida, según las cifras con crespón de El Hor Mustapha, cónsul adjunto y agregado social del Consulado de Marruecos en Algeciras. 

De los 50, identificaron a 37 difuntos, que fueron repatriados tras grandes contrariedades. 

Los otros 13 están apresados tras una de esas compactas des.


Las palabras de Mustapha son taciturnas: "Hay que tener cautela con el número de muertos. Calculo que desde fin de 1989, cuando comenzó el fenómeno, habrán fallecido entre 400 y 450. Cuerpos reales, cuerpos que se pueden contar. Dicen que el Estrecho es la mayor tumba del mundo. ¿Cómo lo saben?".

En medio del mar, las olas son panteones.

Mustapha dejó de ir al tanatorio de Algeciras. Soñaba con aquellos lívidos seres: "Todos los cadáveres son iguales".
Sobre la mesa tiene un papel muerto. Es la fotocopia del carnet de identidad de Hanadi Sadik, nacido en 1976. Expiró el 11 de junio del 2001 a las puertas de esta salobre Europa.


En Tarifa, el mentón de España, el viento es inclemente.
Un enjambre de hélices zumba en las montañas. Propulsados por las aspas, los cerros están a punto de volar.
Parte del litoral --Barranco Hondo-- tiene un contorno de serrucho.
Las rocas dentadas rasgan las pateras.


El señor X pagó entre 100.000 y 300.000 pesetas a un patero para una travesía de pavor entre Tánger --o Ceuta-- y Tarifa.

Al señor X, a todos los señores X, lo llaman en Marruecos harrac. El que ha quemado su pasado. El harrac no mira atrás.
Algunos tampoco hacia adelante. Su futuro se escribe con una D.


Las frases de Joaquín Franco, alférez de la Guardia Civil, responsable de la seguridad de esta espina costera, abrevian la crueldad del melodrama: "Se ahogan en metro y medio de agua. Lo peor es que la mayoría muere en la orilla".


Las palabras de José Moreno Cárdenas, de la Cruz Roja de Tarifa, también dejan sin respiración: "Llegan de noche. Muchas veces no ven los arrecifes. Chocan, caen de las embarcaciones, se golpean la cabeza... Casi ninguno sabe nadar".


El señor X marroquí se arroja al mar antes de llegar a la ribera porque si lo detienen será devuelto a su país en menos de 72 horas.

Al señor X subsahariano no le importa que la Guardia Civil lo arreste porque lo dejará libre tras entregarle una tarjetita, que le exhorta a salir de España. Por supuesto no se largará. 

La consecuencia de los dos comportamientos es la siguiente: los magrebís perecen en mayor número.


A veces, el patero echa a los señores X por la borda para que no lo atrapen con un flete de seres humanos.

En otro tétrico episodio, la masa viajera asfixia a uno de los compañeros. "O sufre quemaduras por la mezcla de gasolina y agua salada", añade el alférez Franco. Y lapida: "Mueren pudiendo salvarse".


El cadáver del señor X ha llegado a la playa.


Cárdenas recuerda a un niño de 14 años al que el mar desnudó.


El alférez Franco habla sobre la aplastante bienvenida que le dio el Estrecho: "Subí a la patrullera y había seis cuerpos. Tres adultos. Y, al lado, tres niños".


Rodrigo Serrano, jefe de Protección Civil de Tarifa, lleva una contabilidad oscura: una treintena de fallecidos desde enero: "Tiemblas cuando ves a una mujer o a un menor. No te acostumbras a eso".


La funeraria Sefuba se ha especializado en el transporte de difuntos a Marruecos. El consulado la recomienda por sus precios.

Mustapha censura: "A veces había abusos con los traslados. Cobraban entre 400.000 y 800.000 pesetas". A las familias pobres a cambio de su pobre hijo. Sefuba se embolsa 300.000 pesetas. Pero antes deben encontrar a los parientes del finado. En paralelo a las pesquisas de Sefuba, se despliegan las de la policía judicial, morosas por las ramificaciones internacionales.


Envuelto en plástico, una buena parte de los señores X oculta un papel con un número de teléfono. También un móvil, que en alguna ocasión ha servido para dar aviso del naufragio. Tal vez una fotocopia del documento de identidad.
Y un saquito con garbanzos cocidos para sobrevivir en el monte.


En una ocasión, Martín Zamora, director de Sefuba, y su hermano Ángel deambularon por el centro de Marruecos con una desoladora carga: las ropas de 14 ahogados, secas como algas.
De aldea en aldea, los Zamora colgaban esas esquelas de un alambre para que los deudos supieran de los óbitos: "Las escenas eran terribles. Algunas mujeres se golpeaban las cabezas con piedras".

Desde enero han repatriado a 20. "Es muy raro encontrar a una familia que no quiera recuperar el cuerpo", dice.


En el tanatorio de Sefuba, un perturbador edificio recién inaugurado en el pueblecito de Los Barrios, al lado de Algeciras, está congelado el extinto El Hassara Malha, de 42 años. Tras un mes de estériles indagaciones, han dado con un pariente por azar.


Si el señor X no consigue un nombre, el Ayuntamiento de Algeciras se hará cargo del cadáver. El consistorio paga 85.000 pesetas por un entierro de beneficencia.
A los cinco años, el señor X será incinerado.
Se volatilizará definitivamente.
Alguien seguirá aguardándolo..
Alguien que mira una foto.




 

'Food truck', ¿sí o no?

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Pese a estar parados, los food truck van a gran velocidad.

Hace menos de un lustro que el avituallamiento gurmet sobre ruedas aparca en festivales para volver de inmediato a las cocheras por la prohibición de circular: es una de las muchas tonterías legislativas.

Habría que regular de otro modo para que los motores pudieran hacer su función y esos chasis retromodernos se movieran.

Hace unas semanas acudí a un Van Van Market. Los altavoces atronadores me decían que me había hecho mayor: entenderme con el que despachaba bebidas fue como hablar por móvil desde el AVE.

Probé el bocata de cochinillo de Caravan Made, las croquetas de Reina Croqueta, los dumplings de Mosquito y dos buenos-buenos frankfurts tuneados (mex y berlinés) de La Carletta, que conduce Paco Pérez.

¿Qué decir? Que ojalá Barcelona se llenara de quioscos donde comer esas urgencias callejeras. Mundo Bocata vive un renacimiento y las camionetas contribuyen.

Pero el food truck no es para mí: mi visión de la gastronomía y sus placeres pasa por estar sentado y cómodo, por degustar sin prisa, por tener sobre la cabeza algún techo, toldo o sombrajo protector.







Restaurante La Laia // Barcelona

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La Laia
Laforja, 61. Barcelona.
T: 93.209.49.43.
Precio medio (sin vino): 30 €.
Menú mediodía: 12,50 €.





La audacia





Nunca se comió mejor en Barcelona, metrópoli dominada por la cocina de anticuario. En lo gastro, la ciudad es conservadora.

En Barcelona gobierna CiV: Croqueta i Vermut.

El riesgo interesa poco a los cocineros jóvenes, con excepciones.
Celebro tanto el valor como el sentido común.
Cuando ambas cualidades van de la mano surge la gran cocina.

Hace dos años, Laia Mas fue intrépida al abrir La Laia. Llevaba muchos años al servicio de otros: la conocí en el 2008 cuando era camarera en el bistró Bohèmic.
Por mediación de una amistad encontró al chef Raúl Parra y profesionalmente se entendieron enseguida.

Mi visita coincide con la celebración de ese segundo aniversario, precedido por una reflexión por parte de la jefa y el chef. Raúl concreta en qué punto están: “Nos preguntamos, ¿a dónde vamos? Y concluimos que estamos fuertes, en lo personal y de cabeza, con ganas”.
Vi platos con carácter y que merecen una crónica, pero también una tendencia al exceso, con abuso del azúcar y lo seco.

Laia me había advertido: “Buscamos el contraste, lo dulce, lo salado, las texturas”.
Y Raúl dirá después: “Viajé durante años. Italia, Inglaterra, Tailandia. Quiero meter en una línea todo lo que he encontrado. Me gusta que un plato haya ácido, dulce, amargo…”.
No es necesario. La suma a veces resta.

Creo que el ejemplo es el canelón de chocolate blanco con butifarra del perol.
Hay choque suficiente –del que salen bien parados—entre el relleno y la cobertura, lo que requeriría una base tranquila: el crumble es innecesario, duro y dulce.

Ese canelón tiene algo, se come con gusto. ¿Qué tal unas hojas crujientes para refrescar?
Christian Escribà colabora con ellos: es un amigo de la familia. Firma una parte de los postres y algunas filigranas, como la piel del canelón.

Laia ofrece el tinto Clos Montblanc, un syrah de la Conca de Barberà, que aguantará bien los sobresaltos. Hasta 14 vinos a copas aparecen en la carta: punto para la jefa.

Ñoquis de queso azul, crema de apio y sopa de pera: no colisionan, sino que se complementan.
Bacalao confitado –buena cocción— con pilpil y chip de alcachofa, y una tierra de pan con tomate y almendra demasiado dominante.
El único plato que han conservado desde el principio es el ravioli de pato con gelée de caldo (mejor una capa más fina) y crema de patata, manchada con aceite de trufa blanca.
Sobresaliente el postre, hecho por Raúl: queso de cabra con el corazón fundido, miel y té verde. He pensado varias veces en ese paquete lácteo.

A mediodía sirven un menú de 12,50 euros sin aportación creativa.
Atraen a personal y pacientes de la clínica Barraquer, situada delante.
Se ciñen a lo tradicional por voluntad y porque no les resulta posible afrontar retos a esa temprana hora: son, como en tantas otras casas, un microequipo.

De guardar el azucarero, La Laia podría entrar en el circuito de restaurantes audaces, ese bien escaso en la ciudad asustadiza.



Atención: a la terraza, lujo de temporada.
Recomendable para: los sigan de cerca la Nueva Cocina de Barrio.
Que huyan: los de canelón-canelón. 






Espaguetis con butifarra // Una receta contada

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Apropiarse de símbolos gastronómicos es pisar esos callos que no se comen.

La salsa carbonara no lleva nata, aunque el 90% de los ciudadanos no italianos embadurna con esa grasa.

Métele nata a cualquier cosa y estará buena.

Sin interés en dar lecciones, los espaguetis de esta página parten de los clásicos a la carbonara para aventurarse por el territorio local de la butifarra.

Una vez, no hace demasiado, escribí que otra carbonara era posible, proponiendo sustituir el huevo por el agua de la cocción, que adquiría cremosidad en contacto con el queso y (muy amablemente) un conocedor dijo que era pasta alla gricia
Tenía razón: era un invento ya inventado.

Desde la insensatez característica del cocinero doméstico, insistir en una carbonara que no lo es.

Hervir la pasta y reservar caldo.
En la sartén, saltear la butifarra –cortada en pedazos– con mantequilla y aceite, y un par de ajos que luego retiraremos.
Añadir agua de la cocción para amalgamar los elementos.
El plato se la juega con la buti: dependiendo de la calidad será una delicia o un puñetazo cerdo.

En la olla caliente, ya sin agua, mezclar la pasta con la butifarra y sus líquidos, remover bien y sumar los quesos.

Pecorino sería lo idóneo; gouda y parmesano van bien.

Regar con el caldo apartado (si es necesario) para dar untuosidad.

Ponerse las mallas y correr unos kilómetros para compensar. 





Homaro, inventor

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En estas páginas alegres se cuentan a veces historias tristes.
La gastronomía es la excusa para seguir narrando historias en torno al fuego.
La cocina es otra cosa: es un acto en el que nos va la vida.

El chef Homaro Cantu se ahorcó el 14 de abril del 2015 en las instalaciones de una cervecería que estaba a punto de abrir. No puedo opinar sobre su cocina porque solo probé uno de sus experimentos en un congreso en el 2005.
Era una hoja con sabor a hamburguesa. Sería irresponsable juzgar un estilo por el sabor de un sello.

Él tenía una visión a lo Isaac Asimov: confiaba en que la ciencia impulsaría la cocina hasta el límite de la galaxia.
Inventaba trastos y jugaba con láseres.
Las crónicas sobre su restaurante, Moto, en Chicago, hablan de menús con las dosis justas de circo. Los compañeros lo tenían por un hombre excelente, y comprometido.

¿Por qué se mató? Es la pregunta que también nos anuda.

Ha habido otros suicidas en el mundo hipercompetitivo –y de estridencia y exposición social– de la alta cocina.
Una de las muertes más sonadas fue la de Bernard Loiseau, que usó una escopeta.

La cocina nace de la muerte para celebrar la vida.




Restaurante Alkimia // Barcelona

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Alkimia
Indústria, 79. Barcelona.
T: 93.207.61.15.
Menús: 50, 68 y 130 €.
Menú mediodía: 39 €.



Lo Mejor De



Mi última crónica sobre Alkimia es del 2008: las gemelas de Jordi Vilà y Sònia Profitós han cumplido los 7 años.

Desde entonces he escrito sobre los negocios que ha asesorado el chef, los exitosos y los fallidos, Dopo/Saltimbocca, la cervecería Moritz y Vivanda. Volví a esa casita con terraza de Sarrià en Semana Santa –atención a los secretos del primer piso--  y viajé al pasado, a los tiempos de Abrevadero, cuando conocí a Jordi con el tartar de vacuno y anguila.

Hace 15 años de aquello, antes de la Barcelona tartarizada, y desde la fecha mantengo con él un combate dialéctico del que salimos sin heridas.
Es un cocinero con una gran personalidad, y no solo gastronómica.

Chef runner --¿qué les ha dado a los de las chaquetillas con lo pedestre?—para perder peso, ya no tiene prisa, sino que vive el momento con la serenidad que permite la experiencia.

 “Cuando nos atropelló el éxito, no supimos gestionarlo. Me he equivocado muchas veces, con platos, con decisiones”.
Siempre son conversaciones con mostaza.
“Lo que más ha hecho evolucionar la cocina es la nevera y la máquina de vacío. Y si no están bien utilizadas son lo peor”.
“Producto, técnica, inmediatez en la elaboración”.
“Me interesa lo que llamo el tercer elemento, lo cambiante”.
En la brandada con judías, el raifort (horseradish, rábano picante) es el tercer elemento, el inesperado, el que desvía la atención del comensal abúlico. Sería el corazón del plato, según la terminología tecnoemocional.

Un buen restaurante no es un lugar ni una estética. Un buen restaurante son tres, cinco platos con alma.

Ofrece Jordi unos cuantos: esa brandada sensacional de sencilla fachada, la dorada con col caramelizada (la hoja es el tercer elemento), el congrio con pilpil, el pichón curado durante 48 horas en agua de anchoas y la civilizada rusticidad de la coca de puerros con colmenillas y papada, cortada en la sala sobre una madera y que recuerda las tartaletas de Alain Passard (y un maravilloso tatin de endibias de Rafa Peña).

Todos ellos cargan una energía que sobrepasa la técnica.

Lo Mejor de la Sopa de Cebolla merece un aparte: “Lo que más me gusta de la sopa de cebolla es el pan embebido”
 ¿Por qué no servir solo eso? Lo reto a que abra una línea de trabajo: Lo Mejor De… La paella, el fricandó, las patatas a la riojana.
¿Acaso la cocina no tendría que ser Lo mejor De?

Jordi reúne un equipo consolidado: Hannes Eberhard como jefe de cocina y Rafa Delgado como pastelero.

Excelentes panes y postres: el sorbete de galanga, gewürztraminer, lichis y pepino (el tercer elemento) y los raviolis de mango y helado de cabra, combinación a la que sobra las hojas de menta.

Bebo una copa de Acústic 2012 y otra de Antoine Touton & Fredi Torres 2013.

Es cosa sabida que Alkimia será trasladada al piso noble de la Moritz, la noticia es cuándo. Primero, el cocinero quiere abrir la brasserie, después hará la mudanza.

Planteará allí dos Alkimias: la del futuro y la de la memoria.

Lo Mejor De.




Atención: a los clásicos, señalados con el año de creación.
Recomendable para: conocer a un chef que no se arruga.
Que huyan: los que tienen un callo en la sensibilidad.















Joyce es divertido

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Las tiras cómicas de Tom Gauld son inquietantes: con un dibujo sencillo explica ideas complejas.

Con mirada bizca, se diría que traza monos para niños, pero estos tienen barba y hace días que dejaron atrás el confort.

La editorial Salamandra publica un libro horizontal con un título extraño y atractivo: Todo el mundo tiene envidia de mi mochila voladora.

Es un desafío a la gravedad y a las historias convencionales, como ya lo fue otro volumen del autor, Goliat, el enfrentamiento de David con Goliat contado desde el punto de vista del gigante. Es la historia de un perdedor.

¿Es posible un cómic intelectual? Sí, y sin pedantería.

Que el Ulises de James Joyce pueda ser motivo de chanza (por densidad y paginación, ¡por plasta!) es una pequeña revolución.














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