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Channel: La Cocina de los Valientes
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Restaurante Al Jaima de Abou Khalil // Barcelona

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Al Jaima de Abou Khalil
València, 218. Barcelona
Tf: 93.454.07.12
Precio medio (sin vino): 15-20 €



Una comida de boda, una comida de funerales




Después de 37 años, el primer restaurante libanés de Barcelona, Abou Khalil, en la calle de Santaló, disipó el humo y apagó la parrilla y las pipas de agua. Fue en diciembre del 2020 y la esquela nunca se escribió. Prefirieron el silencio y trasladar el alma a unos kilómetros, a la calle de València y bajo el cielo de una carpa: Al Jaima, rebautizado como Al Jaima de Abou Khalil.

En lugar de ceder al desánimo, Miguel Katib, el decano de los cocineros libaneses de la ciudad y barcelonés desde 1978, aprovechó para deshacerse de lo superfluo de Al Jaima: eliminó dorados, cacharros, alcatifas y sillas pesadas hasta renovar completamente la sala en busca de un público joven al que no ciega el destello del cobre.

La reforma pasa por las tapas y algunos pequeños bocadillos, como la mini 'burger' libanesa, en consenso con sus hijos, Álex y Marta.

Dentro de un pan de pita, ternera y cebolla caramelizada, un azúcar que deberían reducir para que triunfe la carne.

¿La segunda generación, ya nacida en Barcelona, dará continuidad al negocio?

Algunos clientes, complacidos con la renovación, le comunican a Miguel que la comida es diferente, ¡mejor!, afirman, en un espejismo culinario que confunde continente y contenido: «¡Es exactamente la misma de toda la vida! ¡Sigo haciendo el mejor 'hummus del mundo'!».

Alguien escribió que era el rey de la preparación leguminosa –que en ciertos restaurantes es tan seca que serviría para asfaltar– y la hipérbole empalma con la broma.

En lugar de sacar la alfombra de color siena como solista, Miguel me la ofrece como 'kawarma', con piñones y dados salteados de cordero.

Garbanzos en remojo, hervidos al día siguiente, pasados por la nevera, mezclados con pasta de sésamo, sal, limón y un poco de aceite de girasol. ¡Y dos cubitos! «Para preservar el color», dice, según le aconsejó la madre, Míriam. Míriam, el recuerdo, es primordial: tiene un apartado en la carta.

Es de Míriam el 'ouzi': pierna y cuello de cordero horneados a 120º durante horas con cebolla, laurel, cardamomo, ajo y siete especias trituradas (pimienta negra y de Jamaica, comino, canela, nuez moscada, clavo y pimentón), deshilachados y colocados sobre una cama de arroz y cubiertos con almendras y anacardos tostados. «Se sirve en ceremonias de boda y en entierros».

Bandejas con las que se celebra una unión y una desaparición, el mismo plato para decir hola y adiós, para despedir a Abou Khalil y recibir a Al Jaima. Prefiero comerlo como si estuviera en una boda, y pensar en bienvenidas: excelente.

Vino libanés, Château Ksara Reserve du Convent 2017, para poner a rodar las frituras, el falafel y el 'kibbi'. El falafel es otro de esos básicos maltratados: aquí, del día, recién hecho, crujiente, fetiche también de Miguel.

Como el pan de pita, elaborado por ellos. Una habilidad manual que debería ser corriente resulta excepcional: muchos negocios recurren a lo industrial, al empaquetado con aditivos.

En el 'kibbi', de nuevo la memoria de Míriam: en el exterior, ternera, trigo, cebolla y especias; en el relleno, cordero, piñones, pimienta y zumo de granada. Una croqueta que contiene otra, una historia que contiene otra: Álex la presentó para participar en el programa 'Masterchef', del Beirut de la abuela a la Barcelona del padre, y la suya.

Berenjena pasada por la parrilla de piedra volcánica y mezclada con 'tahina', limón y sal: otra crema indispensable en la mesa libanesa junto al 'hummus'.

Y una musaka con berenjena, pimiento rojo, cebolla, ajo, zumo de granada y garbanzos, en esa exaltación de la huerta que nos redime por pecar con la chicha.

'Knafe' de postre, queso fresco cubierto con fideos, menos dulce de lo que se podría sospechar en esa tradición de llegar al final de la comida con un empalagoso empujón.

La nostalgia es una losa, y Al Jaima, una vela ligera. Somos más de bodas que de funerales.





Hostal de Ca l'Enric // La Vall de Bianya

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Hostal de Ca L'Enric
Ctra. de Camprodon s/n, N-260, Km, 91. La Vall de Bianya, La Garrotxa
Tf: 972.29.12.06
Menú de mediodía: 18 €
Precio medio (sin vino): 35 €


Donde hay volcanes, hay brasa



Ca L’Enric, en la Vall de Bianya, es uno de los grandes restaurantes de Catalunya, con la becada como animal secreto y emblemático, que preparan con una combinación sin igual de rusticidad y academicismo.

Los hermanos Juncà, Joan, Isabel y Jordi, son los herederos de un modo de cocinar ancestral y enraizado en una tierra fértil y fría, de volcanes y hayedos y esa niebla que es también preservadora. Si tuvieran un escudo familiar, con una esbelta becada en el centro, figuraría una fecha: 1882, el año de fundación de la masía familiar.

Esta gente que viene de antiguo se enfrenta a lo nuevo sin temor, pero con la necesaria prudencia: han desdoblado la marca con una casa de comidas con terrazas que recuerda la operación de los hermanos Roca con Mas Marroch.

En uno de los espacios para banquetes, en la misma finca familiar, a pocos metros del restaurante con estrella, inauguraron en junio del 2020 el Hostal de Ca L’Enric con un espíritu conservacionista, que no conservador.

Homenajean a la madre, Dolors, y a la cocina de fonda moderna y es a su vez un autohomenaje porque también figuran platos que alguna vez estuvieron en la carta de Ca L’Enric.

En verano, durante la primera rendija de libertad, tuvieron un éxito continuado que llenó el amplio comedor. «No lo imaginábamos, nos desbordó», dice Isabel, responsable de este espacio de la memoria, junto a la parrilla totémica, y con Jair Rodríguez en la dirección de la sala.

De las ascuas salen unas mollejas mayúsculas, bien tostadas por fuera y con un interior fundente, en un ejercicio de precisión que preserva la finura. Y eso que el fuego tiene sus leyes, y no siempre son las de los hombres. Necesita a alguien capacitado que evite el incendio. Las mollejas sirven para categorizar a las personas de forma binaria: sí o no. Yo soy de "sí".

Jordi las comenzó a preparar como revancha: «Tendría unos 20 años cuando fui a un tres estrellas de París, las pedí y eran horribles».

Arde la madera de encina y la combustión escaliva las patatas de la ensaladilla rusa (que completan con ventresca de bonito) y dora las costillas de cerdo duroc que han sido marinadas con hierbas de proximidad y con curri de lejanía. En la boca se deshacen como las palabras amables.

Joan es un sumiller de campeonato y la carta está bien regada: elijo La Milonga 2018, syrah que Mario Rovira planta en Tiana.

El Hostal de Ca L’Enric estaba en la cabeza de Joan desde hacía años: «Quería un retiro, apartarme de la competición para dejar paso a los jóvenes», como su hijo Adrià, ya en la pastelería de la casa madre.

La pandemia lo ha aplazado casi todo y Joan sigue en la carrera, sin dejar de planear ese futuro que obliga a mirar el ayer: piensa en elaborar embutidos, en las ollas de legumbres (¡cocochas con 'mongetes' de Santa Pau!), en los huertos, en los árboles truferos (¡el flan de huevos trufados y leche de oveja!), en una granja donde alimentar a los animales con forraje propio.

Es una transformación con retrovisor.

Sigo el camino que manda el canelón, canelonísimo, hasta el tartar. No es un tartar para distraídos: triunfó en Ca L’Enric. Chuleta de vaca simmental con 30 días de maduración, pimienta, envinagrados, cebolla tierna, yema de huevo, cebollino, manzanilla o fino.

Y patatas fritas. Patatas kennebec plantadas en suelo volcánico: emplean 100 kilos a la semana.

Gruesas, crujientes, vigas maestras que sujetan una historia con casi 140 años.

Apagados los volcanes, el fuego sigue encendido en la brasa de los hermanos Juncà.



Cocina, juventud, futuro

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La juventud no es un premio ni un castigo, sino la constatación de que el mundo ofrece oportunidades y de que casi todo está por construir.

Barcelona, la ciudad decadente según algunas miradas con demasiados intereses y muchas ganas de demolición, está viva en lo gastronómico, y eso que la pandemia es como trabajar bajo una guillotina.

Desde siempre, mis crónicas sobre restaurantes han prestado atención a las nuevas voces, sin descuidar a las veteranas, porque lo bisoño y desamparado necesita apoyo, visualización, explicaciones. En este tiempo de retraimiento y prudencia, que cocineros menores de 35 años decidan aventurarse, endeudando a la familia, es tan milagroso como esas sangres licuadas de los santos.

Una persona me preguntó en Instagram sobre una de las aperturas: “¿Arriesgado, loco, valiente?”. Los tres. Alto riesgo, bendita locura, necesario arrojo.

Visito Prodigi, de Jordi Tarré, de ¡25 años!, con experiencia, chorro de talento y una insólita madurez a la hora de definir los platos con apenas tres semanas de funcionamiento. Detrás de los gastos, ningún tío millonario ni inversionista gurmet, sino un padre taxista y una madre enfermera.

Es el momento de las felicitaciones y no de las necrológicas adelantadas que tanto gustan a los sabelotodos.

En repaso urgente a restaurantes abiertos en Barcelona en el último año y medio, detecto un gran número de chefs menores de 35, entre ellos, Lena María Grané y Ricky Smith (Baló), Ludwig Amiable (Palo Verde), Víctor Ródenas (Maleducat), Riccardo Radice y Giulia Gabriele (Fishology), Carlos Salvador (Amaica), Giacomo Hassan (Bodega Bonay), David Morera (Deliri), Rafa de Bedoya (Aleia)… Por desgracia, siguen siendo negocios de (mayoritariamente) caras masculinas.

[Más información sobre restaurantes, aquí]

¿Inventamos un nombre? ¿Los agrupamos? Da igual, no importa, porque son, ahora mismo, el más estimulante, energético y esperanzador retrato de esa Barcelona que algunos piensan oxidada y rechinante.



Fonda Europa // Granollers

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Fonda Europa

Agustí Vinyamata, 2. Granollers
Tf: 93.870.03.12
Precio medio (sin vino): 30 €
‘Dinar de viatjant’: 20 €



El Senyor Parellada vive en Granollers




Demasiadas odas fúnebres: ocupados en despedir a los restaurantes caídos, olvidamos consolar a los vivos. La desaparición del Senyor Parellada en Barcelona desempolvó nostalgias y alabanzas, aunque hay que advertir que ha regresado a casa, a Granollers, al origen de todo: la Fonda Europa.

El Senyor Parellada es Ramon y su padre y su abuelo y su bisabuelo y la Senyora Parellada es su hija Mariantònia, que, de momento, prefiere la discreción del trabajo sin preguntones periodísticos. Mariantònia delega, pues, el trato del cronista con su padre que, aunque en retirada, todavía es la cara pública del negocio.

Ramon Parellada habla de familia: «Más que el culto a la personalidad es el culto al establecimiento. El establecimiento nos supera. Nos replegamos a Granollers porque hay tempestad».

El Senyor Parellada existió durante 38 años: «Casi un Franco». A principios del siglo XVIII, Cecília, viuda de Parellada, comenzó a servir vinos y platillos en una taberna, Ca la Sila. Y matrimonios y fusiones levantaron la Fonda Europa en 1910 sobre el hostal Can Fidel, de 1771. ¡Festejemos lo inmortal!

En una cubitera, cava rosado Portell, el de la casa, variedad trepat.

Sobre las rodillas, una servilleta con el dibujo del 'mocador de farcell'.

Y en la mesa –estoy sentado en la terraza, «una interpretación del repertorio popular».

La picada es aquí identidad y distinción y Ramon, el gran propagandista: han reeditado su clásico 'Picades. El secret de la cuina catalana'.

Al leer la carta, tengo claro que glorificaré los 'menuts' porque Cecília ya los preparaba hace dos siglos y medio, según la leyenda familiar, y porque los viajantes, comerciantes y tratantes, el ecosistema de la fonda, los encumbraron.

Ramon reflexiona sobre qué entiende por platillo, que no es la vajilla de Liliput: «Un guiso con sofrito y picada».

'Peu de porc', calamares y albóndigas, tres en uno, mar y montaña, un 'chup chup' que para los ojos forasteros debe de ser una monstruosidad, una combinación estrambótica: la gelatina fundente de la manita, la resistencia escasa del calamar y las pelotillas de dos carnes, el árbitro necesario.

Dan unidad el caldo de pescado y la picada de ¡chocolate!, avellanas, almendras, la pulpa de los ajos del guiso y la 'melsa' de una sepia.

La cocina catalana es un surrealismo de lo cotidiano. Como responsable de la concordia entre tan variados colaboradores, el cocinero Andreu Fernández.

Mientras se enfría el cava rosado hasta llegar a una temperatura de fiesta, unas croquetas enormes de rustido que son presentadas en la carta como «formidables»: lo son.

Sigo entonado con la 'paperina' de verduras y con los huevos fritos con butifarra y patatas, un desparrame de oros.

El entusiasmo cede con el tartar de atún, un marciano en la carta terrícola, y con exceso de aceite en el plato.

Me recupero con los macarrones, subtitulados 'a la catalana', aunque el gentilicio es innecesario. Son más bien macarrones al estilo de la fonda: pasta de la Moianesa, sofrito de verduras y cerdo y ternera, y acabados en el horno cubiertos con queso emmental. Una ración gigante para dejar KO a un par de viajantes.

No llego a los postres porque prefiero probar otro clásico, y aquí la palabra cobra sentido: el cordero del Montseny a las 12 cabezas de ajo.

En el plato hay una cabeza, con la seguridad de que otros 11 comensales habrán sido agraciados con el mismo premio.

Paletilla, aceite, 'llard', vino, horno, paciencia y esa corona de ajos que se confitará hasta tomar el color de la miel.

Ramon heredó la receta de su padre, Paco. Y Mariantònia lo recibe de él como patrimonio.

Patrimonio: el saber colectivo, el sabor colectivo a proteger.




10 libros de cocina y gastronomía (comer antes de leer)

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Aromas del mundo
Harold McGee. Debate. 36,90 €

El talento del escritor y divulgador científico-gastronómico es enorme: concretamente, 831 páginas. En su nueva obra, McGee hace de perdiguero en busca de olores para construir una historia del mundo, en la que mezcla experiencia personal y toneladas de información. Autodefinido como explorador del osmocosmos, todo comenzó con un urogallo…






                                            



El último trago
Daniel Okrent. Ático de los libros. 34,90 €

Leer sobre la ley seca siempre da ganas de beber: se entiende ese periodo como la edad de oro de los gánsters, supuración del mal como derivada inesperada de políticas mojigatas. Okrent va más allá y ofrece un mosaico con teselas sobre el voto femenino, la expansión del jazz o cómo el bebercio clandestino hizo que muchas mujeres se sintieran atraídas por los bares.





                                        



Dumplings y noodles
Pippa Middlehurst. Cinco Tintas. 26,95 €

La autora no se ha roto la cabeza con el título, así que se aclara que además de raviolis y fideos, otras pastas de origen asiático tienen cabida. El apellido descarta una procedencia oriental; sin embargo, Middlehurst cogió soltura en una escuela de cocina de Lanzhou, China. Cuidada edición, recetas y fotos sugerentes, ¿quién se atreve con una pasta ‘biang biang’ para la cena de Nochebuena?



                                    


Cuina catalana oblidada
Xesco Bueno. Larousse. 25,95 €

Bueno cocina en Ca L’Esteve e investiga en la vivienda familiar que hay encima: de sus estudios nace este libro de arqueólogo del paladar. Defiende de forma encendida –trabaja con fuego– la memoria y previene de la extinción de una serie de platos por falta de uso, como ‘l’escaxarrutat’, el ‘arròs del paraigüer’ o el ‘agafa-sants’. Y como no hay prédica sin práctica, un montón de recetas.



                                           


Animal cocinero
Benjamín Lana. Abalon Books. 22,95 €

Sin recetas pero con estupendas ilustraciones de Luis García (Señor García), el libro inaugura la Colección Mostaza de Abalon Books, destinada a la lectura amostazada, es decir, picante. Lana selecciona textos publicados a lo largo de varios años en los que desgrana pensamientos y experiencias, partidario de las formas amables antes que del puñetazo en la mesa.



                                         




América Latina
Virgilio Martínez. Phaidon. 45 €

Desde su restaurante, Central, Martínez es una referencia de la cocina peruana, con un brazo dedicado a la investigación llamado Mater Iniciativa. En este libro aborda una tarea titánica y, probablemente, ingrata: seleccionar recetas características de los países de Latinoamérica. Mejor mirarlo de una forma general que desde una perspectiva local.









El gran libro de la guía Michelin
Varios autores. Larousse. 39,90 €

A partir de las recomendaciones de los inspectores de la guía roja, los redactores de este libro de gran formato y peso han escrito una especie de ‘mi primera enciclopedia gastro’ aunque dedicada a un público adulto. Pesa lo francés si bien –no olvidemos que venden ruedas– viajan por diferentes partes del mundo con visión pedagógica y autorreferencial.








Gula razonada
Frédéric Bau. Librooks. 59 €

Bau es un gran chocolatero y acomete con este libro una revolución que ojalá tenga seguidores: ¿es posible una pastelería con menos grasa y azúcar? Trabajo complejo en el que confronta recetas, la tradicional y “la razonada”, revisitando símbolos como la tarta de limón, el París-Brest o la 'crème brûlée'. Y, después, ofrece composiciones propias, y complejas.








Arrossos i molt més
Ximo Carrión. Drassana. 21,95 €

¿Qué no se ha dicho del arroz y sus liturgias? En otros tiempos, a Carrión lo hubieran atado a la hoguera (de sarmientos) por este libro en el que, ‘a banda’ de preparaciones tradicionales, propone inventos propios como gramíneas con licuados de verduras. Tras una primera parte informativa, el recetario, con combinaciones arriesgadas: ‘arròs sec de cochinita pibil’.







El método Espaisucre
Jordi Butrón. Planeta Gastro. 36 €

En el año 2000, Jordi Butrón y Xano Saguer fundaron en Barcelona el primer restaurante de postres del mundo, que, además, tenía una escuela. Ya en solitario, Butrón explica en este libro cómo enseñan a sus alumnos y cuál es el sistema particular que ha convertido Espaisucre en una institución internacional en su campo. Y con una forma inteligente de explicar recetas: cada una aparece desdoblada en tres opciones.




Bar Monterolas // Barcelona

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Bar Monterolas

Hercegovina, 22. Barcelona
Tf: 93.197.05.30
Precio medio (sin vino): 10-15 €



Una tortilla de patatas que sube al podio


Cuando Peppe Palo abre los brazos, ese diámetro cubre la totalidad de la cocina del Bar Monterolas: dos fuegos. Al lado, una plancha y una freidora. He aquí el equipamiento del espacio, que ni siquiera dispone de almacén.

El Monterolas es una barra, paredes con fotos de los chiringuitos de la Barceloneta, de futbolistas antiguos y cejijuntos y de discos de Julio Iglesias, dos mesitas altas enganchadas a la pared, taburetes con asiento de 'skai' y una terraza en la placita.

El Monterolas son paredes de teselas azules y paredes con pintura roja y Peppe, que se anuda un delantal con franjas de colores.

Quiero decir que el Monterolas tiene el sol dentro.

Conocí a Peppe y a su madre, Maria Brusca, que ha regresado a Sicilia, en Un’Altra Storia, donde amasaban a diario cuatro kilos y medio de pasta.

La idea de una 'trattoria' sigue prendida de los rizos de Peppe, o en el bigote, y llegará más pronto que tarde: «Será mucho más sencilla que Un’Altra Storia. También de precio».

La realidad actual es el Monterolas: el desayuno, el vermuteo y la comida. «Hay un cocinero que quiere salir, pero al que tengo que frenar porque esto es un bar. Un bar ilustrado, eso sí», dice.

Las pizarras son su lenguaje. Pizarras para los platos del día. Pizarras para los vinos. Porque como se ha dicho, no hay almacén. La copa es buena y el tinto, también: Viamic Virtual, seleccionado por Jaume Jordà.

Sentado al lado de una foto con carteles electorales de un tiempo muy, muy lejano –Miquel Roca saca nariz y entradas capilares–, veo a Peppe acercarse con una masa de empanadilla y, encima, una berenjena hecha a la llama, una sardina de la casa Perelló y un romesco con tomate seco casero. Una pila con acidez, amargor, crujiente e Italocatalunya.

Sigo con otra tapa fría porque lo preparado con antelación le permite organizarse y ser veloz: tarrina de pollo, panceta y pistacho, vinagreta de mostaza y ese tomate que seca Peppe. Y debajo, 'brioche' planchado del Forn de Sant Josep, bueno, pero que arrebata protagonismo a la tarrina.

Si este hombre pisa a fondo, el Monterolas será un buen lugar para enmoldados, escabeches, carnes frías y pescados curados. De un molde acanalado sale la 'panna cotta', ese flan atiborrado de nata al que Peppe, perverso, añade dulce de leche. ¡A mí, endocrinos!

Vayamos a por el primero de los meteoritos: la tortilla de patatas individual y hecha al momento.

Los dos principios que expone la frase son distintivos: en lugar de usar una sartén para forzudos, Peppe elige una pequeña, y la inmediatez y el una-a-una.

Medio kilo de patatas, 200 gramos de cebolla pochada, seis huevos y dos yemas extra, sal y pimienta. Del revuelto general, va sacando las raciones individuales. Pim-pam, pim-pam.

El cocinero no es devoto del género ni un especialista: fue puliendo la receta hasta que le satisfizo.

Exterior fino, tubérculo laminado, cebolla atenta, interior jugoso sin riada: oye, Peppe, qué tortilla. Tortillólogos, háganle un espacio en sus inventarios.

Montererolas es vecino de Mantequerías Pirenaicas: en pocos metros, dos vedetes de la escena tortillóloga barcelonesa.

El segundo astro: los ñoquis, la única pasta que puede sacar en estas condiciones, acostumbrado a la artesía prodigiosa que compartía con su madre.

«Estoy contento porque es una fórmula que me permite poder cocinarlos aquí, en un bareto». Pequeños, fundentes, cubiertos con un pesto hecho con espinacas, albahaca, almendra, ricota salada, ajo y aceite.

Los ñoquis como base sobre el que alzar imperios o salsas.

Ese día en la pizarra, había escrito: ‘Gnocchi’ con pesto verde'.

Hoy será otro, a la espera de que la familia se multiplique con la 'trattoria'.














Restaurante Gresca / Gresca Bar // Barcelona

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Gresca Bar
Provença, 230
Tf: 93.451.61.93
Precio medio (sin vino): 50-60 €
Menú de mediodía: 23 €




Vestir al cerdo con guantes




Gresca Bar y Gresca están unidos, comparten carta, una sencilla hojita con casilleros. Se podría decir que Gresca está en la reserva obligada por el covid, a la espera, algún día, ¡algún día!, de una nueva ubicación. Bardeni se comió a Caldeni. En el futuro, ¿Al Kostat se tragará Alkimia?

Los bares con voluntad gastronómica, que no gastrobares, etiqueta pervertida que usa hasta la lardosa barra de la esquina, sobreviven mejor a la barahúnda –dile pandemia, dile apocalipsis, dile 'crash'– que los establecimientos rígidos.

La flexibilidad es el modo de ser y estar cuando el cambio es continuo, los políticos improvisan y la economía da bandazos, lo que hace que los ciudadanos caminen sobre terremotos.

Escucho quejas por la desaparición de los manteles y yo me conformo con una servilleta –eso sí– del tamaño de una tienda de campaña. No me molestan las mesas desnudas, sino las mesas feas.

A menudo, los manteles ocultan tableros que avergüenzan.

Leo las cartas de los bares o restaurantes 'desprotocolarizados' y me tientan más las sugerencias que las de los hermanos mayores: puede que en ellos vea la espontaneidad y la franqueza y menos la tiranía del rebuscamiento.

Se recarga un plato, ¿por y para? ¿Aumentar el precio? ¿Satisfacer la vanidad de la mente pensante? ¿Jugar en la Liga de la Estrellas? Más oferta sincera y menos manierismo, y equipos sometidos a un rigor de galeras.

Sobre Rafa Peña –y la jefa Mireia Navarro y el jefe de cocina Carles Morote y el sumiller Sergi Puig– y su estilo desnudo, la línea clara, el rafaelismo, he escrito muchas veces.

La sobriedad es coherente con la situación actual, y la futura, y formará parte de ese renacimiento que el mundo espera cuando nos saquemos la mascarilla. La contención no renuncia a la alegría –¡al contrario!–, sino al despilfarro. Si hay que sacrificar algo que sea en la decoración, y desviar la potencia y la inversión al contenido del plato.

Rafa refiere un par de términos que me interesan: "La comodidad mental del cliente". Comodidad mental. Sigue: "Es un formato ágil, cercano, más amable. Interactúas con la gente, aunque Gresca nunca fue rígido". "Desenfadado", dice. Eso da que reflexionar: hay restaurantes enfadados que emplatan comidas furiosas.

Regreso a la comodidad mental del pie de cerdo relleno que he ido a buscar porque es un plato que solo aparece algunas veces y que en su origen se basó en la receta de Pierre Koffmann, chef triestrellado en 1983.

Koffmann lo preparaba en La Tante Claire, que abrió en Londres en 1977: la manita deshuesada hasta conseguir que la piel salga entera, cocida, rellenada con colmenillas, mollejas y 'mousse' de pollo y horneada. Jordi Vilà la tiene en la carta de Al Kostat.

Rafa la versiona: la guisa con un caldo de cerdo y gallina, la hornea, le mete una 'pilota' y la cocina al vapor.

Después la baña con el jugo de la cocción, mantequilla y mostaza. Al lado, puré de patatas con 'rossinyols' y acelgas. El 'koffmann' es ya un 'rafa'. Guantes lisos, suaves, pegajosos, brillantes.

Experto en vinos –dispone de unas 500 referencias–, Rafa recomienda Mas La Pansa, un trepat del 2017. Buena acidez, en guardia con las acideces de lo servido.

Otro plato para grapar: sesos de ternera con mantequilla fundida y limón, patatas y perejil, tal como lo hacen en el parisino Le Baratin. Se derriten la salsa y el cerebro: una cocina que piensa, una cocina para pensar. 

Aunque estoy aquí por el 'peu de porc' aún pruebo dos cosas más: el flan de 'dashi' con canaíllas, texturas en lucha (el molusco es duro, claro) y un caldo asiático con 'cep' y yema, picante y estimulante.

Vuelvo al cerdo, vestido de señor, y al relax mental y lo necesito porque me acaban de aplastar la parte trasera del coche.










Petit Comitè / Gaig Barcelona

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Petit Comitè / Gaig Barcelona
Passatge de la Concepció, 13
Tf: 936.337.627
Precio medio (sin vino): 50-60 €



Los platos con solera de Carles Gaig



Esta es una crónica que exalta la veteranía, emborrachados casi siempre con el elogio de la juventud.

La cocina, donde se trabaja de pie y entre estrecheces y los azotes de las temperaturas y las urgencias, es un lugar malo para envejecer. Y hete aquí que Carles Gaig, de 73 años, y con 51 de ellos delante del fuego, en vez de pensar en la retirada se vigoriza con la dirección del restaurante Petit Comitè, que antes tuteló Nandu Jubany y fundó Fermí Puig en el 2008.

Tal vez sea Gaig el patriarca de los cocineros en este rincón del mundo y aunque hay mayores que él, la responsabilidad se diluye a menudo en la labor de los herederos, auténticos administradores de lo que se cuece en esos establecimientos.

Bajo la premisa de la memoria me senté en Petit Comitè y pedí al cocinero platos antiguos, los que lo han acompañado desde el desaparecido Gaig de Horta, que fundaron sus bisabuelos.

¿Por qué no pensar en el retiro y el chachachá? «Tengo que hacer algo. ¡Soy peligroso cuando estoy ocioso! Me gusta beber, fumar. ¡Duraría dos días! Es que me quiero estar en la cocina. Y quiero ir al mercado. Voy a la Boqueria, miro, pregunto, compro. A lo mejor soy el último mohicano». Alguno más hay, sí, aunque la del Cocinero Ojeador es una tribu en declive.

A la dirección del Petit, la gran Fina Navarro, alerta a lo que sucede en el comedor, compañera de Gaig en todas las andanzas, en la Cerdanya (La Torre del Remei), en Vilafranca (asesoran el Hotel Casa Torner i Güell), en Singapur, donde manda su hija Núria, que en un lustro, o menos quiere regresar a Catalunya, y tal vez a este Comitè.

Quise el canelón –y una copa de Les Comes d’Orto 2017– porque ese tubo es una puerta al pasado, caminas por su interior y vas hasta Maria Framis, madre de Carles: «Empecé en la cocina en serio en 1970, al regreso de la mili. Antes ya ayudaba a mi madre, y una de las cosas que hacía era la farsa del canelón».

Hace unos 20 años, le dio forma a este que aún hoy sirve: cerdo, ternera y fuagrás (el de Maria era con sesos), pasta fresca y trufa, y supresión del queso gratinado. Entonces, la cordialidad.

También de la misma época, los sesos, a la plancha y rebozados, como parte de esa cocina inteligente que es la de la casquería, y una ensaladita con escarola, rábano y apio, y subida de vinagre.

En la década de los 80, la de las hombreras y los calentadores, por hablar de extremos, Gaig repensó el 'peu de porc', que rellenaba con confit de pato.

Cocineros catalanes reconstruyen o versionan la famosa manita del francés Pierre Koffmann, también con sorpresa y contemporánea de esta, y olvidan la del barcelonés. La de Gaig ha sido reavivada con un toque de humo porque en Petit Comitè hay brasa.

Reducción del caldo, concentración de gelatina y 'orellanes' y nabo de Talltendre para ayudar a patinar.

El arroz de pichón vuela desde lejos: «Mi bisabuela lo preparaba. En Horta había una gran tradición de palomares». La pechuga, añadida al final, es de una cocción perfecta.

La variedad que usa es carnaroli, aunque para arroz seco, mejor bomba, bombita o J. Sendra.

Regresamos a la madre, al carbón y al guiso lento, a la tripa y al 'capipota' de ternera, al brochazo en rojo, a la cocina de interiores y susurros. «Utilizo 'llard'», dice Carles en voz baja, sabedor de que la grasa porcina es un anatema en esta sociedad de la asepsia y el gel hidroalcohólico.

Un día, un gobierno, pondrán el 'capipota' en la lista de sustancias prohibidas. Consumamos hasta entonces.

Buen fichaje en la partida de postres: Paolo Temesio, que estuvo con los Roca y prepara un babá al ron –arde en el comedor– que satisfaría al rey de Polonia.

El apellido Gaig, más de 152 años ligado a la hostelería.

Carles Gaig Framis: medio siglo en acción.

Que le den una medalla, un pin, un 'gomet'. ¿Lo celebramos?





Contracorrent Bar // Barcelona

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Contracorrent Bar
Ribes, 35. Barcelona
Tf: 930.184.310
Precio medio (sin vino): 25 €



Llega la ensaladilla a l'ast



El día es tan ventoso que puede convertir un peluquín en una capota de cabriolé. Tengo reserva en la terraza de Contracorrent Bar, en una calle peatonal, pero consigo refugiarme en el interior.

Cuatro mesas, una micro cocina a la vista donde se desvela Nicola Drago, estanterías con los vinos (y sus precios) en sustitución de la carta física, y donde gobierna Anna Pla, y una pizarra con los platos como alternativa a la carta de papel. Las cartas impresas están heridas de muerte.

Lo explico porque de nuevo escribo sobre un bar con firmeza gastro, más cerca por desembolso del Bar Monterolas que de Gresca Bar.

Monterolas y Contracorrent comparten otro elemento: sus dueños son italianos. La colonia barcelonesa de chefs de la bota, y que no necesariamente tienen un restaurante italiano convencional, es destacable. Otros dos nombres: Fabio Gambirasi, de Agreste, y Nuncio Cona, de Tapas 2254.

En otoño-invierno teoricé sobre neotabernas, neofondas, neobodegas y neorestaurantes (Taberna Noroeste, Bodega Pasaje 1986, Palo Verde, Arigato, Fonda Pepa, Amaica, Avenir, Bodega Bonay, Can Culleres, Besta, Maleducat, Fat Veggies) y esta primavera-verano se alzan, sin polen ni estornudos, los neobares. ¿Buscamos nombre o estamos hartos del juego?

Anna descorcha el Ull de Llebre Joan Rubió del 2019, vino natural, locución siempre incómoda porque sugiere la artificialidad de los otros.

«Vinos naturales o con mínima intervención», dice Anna. Tarda en abrirse y cuando lo hace es afectuoso, así como la gamay de Le Clos du Tue-Boeuf del 2020.

Anna y Nicola, Nico, tienen un huerto en el Carmel, que les cuida un vecino jubilado, y de esas tierras urbanas llega la 'puntarelle', la verdura amarga que aquí apenas se cultiva y que los italianos aprecian. El cocinero la mezcla con ajo y salazones: anchoa, botarga y el 'garum' de Escata Salsa, cuyo ideólogo es Pere Planagumà.

Hace unos pocos años, con varias marcas locales despachando 'colatura', parecía que el 'garum' recuperaría la gloria imperial: otro espejismo del mercado. Nico tendría que reducir la cantidad de aliño en la 'puntarelle', de agradable crujiente y moderada amargura.

Del sembrado del Carmel proviene también la hoja de capuchina, que envuelve un bonito escabechado: un buen bocado con acideces y el 'crunch' del pistacho.

Supe de este chef allá por el 2012, cuando trabajaba con Carles Abellan y él lo destino a Luz de Gas Bar, que asesoraba. Antes de Contracorrent, que abrieron en noviembre del 2020, fue copropietario de La Castanya y de My Fucking Restaurant: los nombres van mejorando.

«Un tapeo diferente, sí, pero apto para el barrio. Tenemos que pensar en la gente de aquí», proclama Nico.

La ensaladilla parte del barrio, de un pollo a l’ast comprado en el vecindario, desmenuzado y mezclado con zanahoria y patata y una mayonesa hecha con los líquidos resultantes de la cocción. Se nota el limón y el tomillo y el romero que rellenaron el ave. Clavados, trozos fritos de piel. Dos comidas populares fundidas. ¡Ensaladilla a l’ast!

Siciliano, mira al norte con la 'bagna cauda' versionada (ajo ahumado, anchoa, algas, nata) con la que salsea un calamar al que ha dado unos pequeños cortes y chamuscado con el soplete. Temeroso del chicle, la carne blanca está en su punto y me sorprende que la haya hecho a llamaradas. Amigo: te lo voy a copiar.

La forma tradicional de la 'bagna cauda' es como 'fondue', y así la tome hace muchos años en el Tre Galline de Turín. 

Fresones, helado de yogur, chantillí con pimienta de Sichuan, vinagre y tagete, una flor comestible, cítrica y amarga.

Lo amargo, lo picante, lo ácido, lo salado. Es la cocina de Nicola en una calle peatonal un día de viento, que limpia, que refresca, que impulsa.













El mejor tartar (con tuétano) de Barcelona // Suculent

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El ’steak tartar’ con tuétano y patatas suflés de Suculent. /JORDI COTRINA



Fijar la autoría de un plato, y fecharlo, es complicado y atrevido, tarea de espeleólogos si hay una brecha centenaria. El 'steak tartar' con tuétano y patata suflé (16 €) es fácil de datar: es del 2013 y la mente pensante, el cocinero Toni Romero, dueño de Suculent.

Puede que algún lector asista con perplejidad a esta certeza, pues ha comido la combinación en otros restaurantes y jamás se les informó de que quien lo firmaba no era el compositor. Pasa, mucho, demasiado.

La solución es sencilla: o se cita a quien lo hizo primero o se parte de la idea hasta modificarla, revolcarla y hacerla propia. Lo segundo es lo que han practicado los cocineros desde hace siglos. ¿Quién es el dueño o la dueña del 'suquet'?

Toni Romero no ha inventado la carne picada, ni la médula, ni la patata suflé, pero sí el feliz triunvirato.

La patata suflé se atribuye a Jean-Louis-François Collinet y a esa inventiva que nace de lo fortuito: en 1837 preparaba unas patatas para una cena real, se retrasó el banquete y, al volverlas a freír, se hincharon.

¿Habría que firmar todas las suflés a Collinet? Un poco ridículo. Primero, porque es una historia incierta. Segundo, porque han pasado casi 200 años y la almohada patatil ya forma parte del repertorio profesional.

Toni maneja otros exitosos platos que también le han sido secuestrados, como la ensaladilla rusa con patatas crujientes o un 'all i pebre' de anguila en el que bicho se desliza por una salsa intensa.

El cocinero cuenta la 'tartarización': “Mi idea era preparar un tartar distinto y había pensado de magret de pato con fuagrás, pero la textura era pastosa. Había hecho algo con tuétano, mezclado con 'morralets' y 'raifort'. Y un día estaba en Dos Palillos y vi el hueso cortado, con el tuétano dentro que Albert Raurich servía glaseado”.

Pregunto a Raurich para seguir con la trazabilidad: sobre el 2010, tal vez el 2011, Ferran Adrià le dio la idea de la extremidad partida y a la brasa, que el jefe de El Bulli había visto en otro lugar. Decidió cubrirlo con salsa 'teriyaki' y 'katsuobushi' y llevarlo a la brasa: “Quedaba como caramelizado”.

La caña partida por la mitad contiene en su interior la materia blanquecina: es el plato más antiguo del mundo, aperitivo de homínidos. Reclamado por la modernidad, no hay suficientes huesos de vaca para tanta pitanza con espíritu primitivo.

El proceso: desangrar el fémur con agua y sal durante un par de días y blanquear.

La carne: babilla de vacuno cortada a cuchillo y salseada con HP (“la usábamos en El Bulli para un tartar de tuétano y ostra”, recuerda Toni), pimienta, sal, mostaza antigua y Savora, brandy, Perrins, Tabasco y yema curada.

En la parrilla, el hueso –tocado con una varita de romero– durante unos ocho minutos.

Fuera del fuego, colocar encima el tartar (alerta con los tiempos porque si hay precipitación, se cocinará) y, a modo de sombrero, las patatas infladas.

Lo crujiente, lo jugoso, lo resbaladizo: eso es lo que hace ¡flop! en la boca.

Hace 1,5 millones de años, la sustancia lechosa y el amasijo de chicha alimentaron a nuestros antepasados. Los condimentos civilizaron lo crudo.

La diferencia entre ellos y nosotros se llama salsa de mostaza.

















Restaurante Cadaqués // Barcelona

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Cadaqués
Reina Cristina, 6. Barcelona
Tf: 93.268.70.33
Precio medio (sin bebida): 45 €



La altura máxima es el grano tumbado



Entré en el restaurante Cadaqués, en Barcelona, con una idea dorada en la cabeza: pedir el arroz de conejo y caracoles.

Iñaki López de Viñaspre, su dueño, y jefe de Sagardi, no quiso disuadirme, pero deslizó otros títulos: el arroz que daba nombre al local, el de bacalao con verduras o el 'brut' de sepia, rape y almejas. No me convenció: estaba allí por los granos serranos.

Paco Gandía, Casa Elías y Gachamiga, los dos primeros en la provincia de Alicante y el tercero ya en Murcia, pero a pocos kilómetros los unos de los otros: tres destinos virtuosos en los que la especialidad es ese minimalismo culinario y fronterizo que consiste en recibir con una alfombrilla de gramínea. La altura máxima es el grano tumbado.

Es un plato que representa el territorio y la economía culinaria: esencialidad y ahorro.

Llama vivísima de sarmientos, conejo, caracoles, tomate, azafrán y romero, y algunas variaciones según el lugar, como el pimiento rojo y la cabeza de ajos en medio del 'paelló', visión desconcertante para mí, que asocio el montículo jíbaro con el arroz al horno.

En Cadaqués lo venden como al estilo de Pinós, es decir, Paco Gandía, aunque le ponen la corona de ajos como en Gachamiga, en Raspay. Detalle menor. Lo importante es que resuelven el homenaje, sin pretender la perfección de aquellos, depurado el oficio tras décadas de entrenamiento.

Sí es destacable que en la parrilla ardan los troncos de naranjo: no conozco en Barcelona ningún otro sitio que le den leña a los arroces. Y, seamos concretos, incluso en Valencia lo dominante es la llama de gas y la excepción, enredarse con ramas.

Al frente de los fuegos achicharrantes y con ventana a la calle peatonal -y con terraza- desde la que fisgar, Roger Lozano; y a la dirección del restaurante, Andreu Canosa, con una amabilidad que desarma a los clientes biliosos.

Pan de horno Vilamala bien untado con tomate y aceite y un tinto que me engancha: Les Clos des Fées Hervé Bizeul 2017, de Côtes du Roussillon Villages.

Voy a desplazarme de norte a sur con aires salinos: «Es cocina marinera del Mediterráneo, platos de pescadores, de aprovechamiento, calderos, suquets, mar y montaña, Cádiz, Valencia, el Empordà o el sur de Italia», dice Iñaki como si llevara una agencia de viajes.

Lo primero es un mini pan inflado y 'bull' de Cal Rovira, para seguir con una panceta del mismo proveedor (¡bravo!) cubierta con una ventresca de bonito crudo aliñada con cítrico (¿idea 'cebichera'?).

Deliciosa anguila ahumada del Delta con caldo de cerdo, espárragos verdes y rábano, y unas innecesarias rodajas de lima, que confunden. Tortilla de patata napada con romesco de gambas (¡bravo y 'rebravo'!). Y sepia con unas albóndigas tiernas bien impregnadas con el fondo, demasiado potente. Hasta aquí, los aperitivos. Regresemos a la línea narrativa principal.

'Paelló' de 42 centímetros, unos 170 gramos de arroz (para dos) de la variedad 'bombeta', conejo ecológico, caracoles blancos de hinojo, ajos, pimiento verde (lo cortaría más pequeño), romero, caldo del mamífero y de verduras.

Abundante 'socarrat', algo poco frecuente y que, en según qué lugares, deriva en carboncillo.

Grano suelto, sabroso, sin exceso de grasa. Arroz a tener en cuenta, vecino de la paellita con conejo, este, picante, que comí en 7 Portes.

La moda arrocera se ha decantado por la tipología del grosor mínimo e ingredientes contados, aunque con caldos enfáticos, si bien los fronterizos a los que me refería al principio están hechos con agua.

Son más estéticos e 'instagrameables', y eso pesa en la elección del formato por parte de los cocineros.

El básico de arroz y caracoles en territorio de viña sería el abuelo de todos esos. Y, a los abuelos, hay que respetarlos.















Restaurante Fishology // Barcelona

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Fishology
Diputació, 73. Barcelona
Tf: 936.339.858
Precio medio (sin bebida): 65 €



Fuet de bonito y chorizo de lubina



Fishology será un gran restaurante de pescado: la oferta es singular en una disciplina que apenas evoluciona, con las marisquerías como ser superior. Riccardo Radice y Giulia Gabriele acaban de abrir y el ansia les puede, así que sosiego.

Espacio tubular que representa la bajada a un fondo marino, con paredes azules, una nevera para las maduraciones como elemento central y otra sala para los despieces también a la vista, así como la cocina en la entrada, que dispone de barra. En tierra firme, es decir, la calle, terraza.

En la cámara, con menos de 2º grados, 60% de humedad y atmósfera salina, las costillas de un pez espada de 68 kilos al que aplicaron destreza y cuchillo. De este bicho extraen la grasa, que sirve para las chacinas.

Es Ángel León la referencia a la hora de hablar de los embutidos marinos –pioneros también, Ricard Camarena y Moreno Cedroni– y ese hilo de colgar siguen Riccardo y Giulia, aunque a su manera porque nunca han trabajado con el andaluz. Sí han formado parte de la tripulación del barcelonés Disfrutar y el Clandestino Susci Bar, precisamente propiedad de Cedroni, en Portonovo, Italia.

«Utilizamos ingredientes mediterráneos y cortes japoneses, con algunas variaciones. Hemos estudiado los embutidos y vamos decidiendo qué preparación corresponde a cada pescado, qué textura, qué cantidad de grasa», cuenta Riccardo, que comparte espacio, parrilla y ahumador con Álex Castelló. Se conocieron en un parque, paseando a los perros. Es una anécdota de cómo las casualidades sellan alianzas culinarias.

En Barcelona, ningún otro restaurante despacha charcutería acuática y solo Albert Raurich vende piezas curadas en Dos Pebrots. En Madrid, Dani García sigue los pasos del australiano Josh Niland, estrella de mar, en Lobito.

La tabla de Fishology tiene 13 cortes, unos más logrados que otros. Entre los mejores, el fuet de bonito, el chorizo de lubina, la cecina de atún, la morcilla hecha con sangacho y la sobrasada de gambas.

Los mejorables, la 'coppa' de pez espada y la mortadela de la misma especie con pistachos. En cualquier caso, un bestial trabajo para embutir, madurar, afinar, y convencer. No es una producción industrial, sino esa artesanía que convierte los dedos del trabajador en escamosos.

Ningún capricho estético, ni regodeo técnico, sino una idea sostenible: comprar la pieza entera y usarla de modo integral. Me enseñan un corazón de atún que han secado y que rallarán. Y con otro órgano cardiaco dan cuerpo a un mole, que tomo con cuchara.

Pan de Triticum y una mantequilla ahumada –con miso y polvo de espina de anchoa tostada– que hace abra la boca como un besugo.

Giulia, acompañada en el servicio por Adriana Carrandi, prepara sus propios vermuts: le doy un trago al de sake, con un amargor que me convence. Intentan que el vino se acompase con la comida, así que tienen preferencia por los que muestran «toques minerales y salinos»: sería recomendable una oferta de jerez. Pido tinto y la copa es Karma de Drac 2019: no vuelo.

Aplaudo la flor de vieira con caviar al final del laberinto y jugo ahumado; y el bocadillo de atún, comodín de hoteles y cenas de domingo, que aquí parte de un 'katsu sando', el bocata japo de carne empanada, con el lomo madurado durante ocho días, rebozado con 'panko' (que mantiene crudo el interior: excelente) y con mostaza y 'brioche' tostado.

La 'mousse' de chocolate con tierra de algas también merece palmas de foca.

Menos alegría con el titulado 'Homenaje al salmón', no por el corte, sino por la compañía: sin sabor las esferas de patata y la piel, de imposible crujiente.

Comenzaba diciendo que tenían prisa. Paciencia: no se llega a lo hondo en la primera zambullida.




Restaurante Mas Marroch // Girona

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Mas Marroch
Pla del Marroc, 6. Vilablareix, Girona
Tf: 972.394.234
Precio medio (sin vino): 65 €



Grandes Éxitos de los hermanos Roca


La primera vez que fui a El Celler de Can Roca, hace 25 años, probé con un entusiasmo irrepetible dos pilares de la casa, obras de Joan Roca: el 'parmentier' con bogavante y trompetas de la muerte (1988) y el carpacho de manitas de cerdo con 'mongetes' de Santa Pau (1989).

El segundo me lo he ido encontrando aquí y allá porque durante un tiempo fue calcado por más de un 'top chef' y con eso de top no me refiero a la valía profesional, sino a la equiparación con el 'top manta' y a la copia por los suelos.

Chascos, sustos y sudores como los que tuve en un restaurante de una cocinera –entonces, con estrella Michelin– que lo servía en el menú degustación sin rubor y sin decir que ella solo era la médium y que el genio creativo se encontraba en otra dimensión, concretamente, en Girona.

El carpacho de pie de cerdo es ya un clásico y no uso aquí el adjetivo con frivolidad, sino de forma consciente, puesto que esa manera alfombrada de servir la extremidad porcina se encuentra tan extendida –e incluso envasada al vacío en el súper– que el origen ha sido olvidado, a diferencia de lo que sucedía en el tiempo de la referida cocinera, que reproducía la pieza cuando aún estaba viva en El Celler.

En cambio, el 'parmentier' con bogavante era un recuerdo lejano y turbador, y pudiera ser que entonces, con solo 30 años de edad, me hubiera emocionado porque el crustáceo no formaba parte de mi dieta, ni siquiera el congelado. Comer un bogavante era sentirse Luis XIV con pelucón negro y capa de armiño.

Cuando fui a Mas Marroch, en Vilablareix, a seis kilómetros de Girona, el ansia era el reencuentro, no los hermanos Roca, que han destinado el espacio a la recuperación de “los platos más vividos”, sino con el bogavante.

El espacio lo dirige Encarna Tirado, con la eficacia que da la experiencia, lo cocina Raúl Sillero y lo descorchan Carles Aymerich y Paula Cuenda, con Joan, Josep y Jordi Roca en la retaguardia. La cúpula de madera que lo acoge, llamada Àgora, es una maravilla arquitectónica que diseñó Oriol Roselló y que permite al atardecer meterse en su interior y sacar volutas doradas de la piel de los comensales.

La carta es, si lo trasladáramos a la música, un Grandes Éxitos, la oportunidad para los más jóvenes de probar los platos que han llevado a los Roca al preeminente lugar que ocupan, y un modo también de visualizar la influencia, con aportaciones como el timbal de manzana y fuagrás (1996) o el helado de mostaza para aliñar el 'steak tartar' (2006); y para los mayores, esa clase de reencuentros que ilusionan después de tanto tiempo. 

Saludé al champán Initial de Jacques Selosse, saludé al chardonnay Domaine des Comtes Lafon 2016, saludé al pinot noir Clos de la Maréchale Jacques-Frédéric Mugnier 2014, saludé al carpacho, al timbal, al prensado de sardinas con pimientos del piquillo (2002), al crujiente de patata con brandada de bacalao (1994) y al suflé de chocolate con helado de chocolate (2000). Tal como eran, pero con algún retoque. Tal como éramos, pero con algún retoque.

La verdad es que no recordaba el emplatado del bogavante y me sorprendió la belleza, con un cordón alrededor hecho con los corales. Después supe por Joan que ese jugo no lo hacían en el pasado: mezclaban los corales en la salsa de las setas. La carne dulce del crustáceo, la trompeta, vibrante y orgullosa; la patata como pacificadora y lugar de reunión; el cordón, anudándolo todo. El origen es un 'suquet' que alcanza una nueva magnitud.

Escuché trompetas, escuché trombones, escuché tubas, escuché bombardinos, escuché trompas y fui 25 años más joven.




Pizzería Nap Molino // Barcelona

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Nap Molino

Paral.lel, 94. Barcelona
Tf: 930.073.639
Precio medio (sin vino): 11 €


Pizzas con carnet napolitano



En este momento, por la cabeza de Antonello Belardo pasan muchas cosas: ve por primera vez los cambios gráficos en la carta y el logotipo de Nap, el restaurante que fundó hace una década en Barcelona y que se ha expandido por Madrid y San Sebastián.

En febrero del 2021, encendieron el horno de leña de Nap Molino, donde la vedete son la margarita y la recién llegada, la 'cosacca', que, sin embargo, es una de las más antiguas de la tradición napolitana.

Antonello se muestra entre emocionado y excitado, y brinca al 2011 cuando, poseído por la audacia y el atrevimiento, decidió un acrónimo: Neapolitan Authentic Pizza, que escribió en inglés para que le saliera NAP, la abreviatura con la que se identifica el aeropuerto de Nápoles.

Porque Antonello es napolitano como Alessandro Signore, el pizzero jefe, y porque el gentilicio es el principal argumento de venta.

En mayo, la Associazione Verace Pizza Napoletana (AVPN), que desde 1984 vela por la ortodoxia de la margarita y la marinara y cómo se cuentan al mundo (traducción: potente máquina de propaganda), los acogió y les dio el carnet o certificado de legitimidad, algo que Antonello ya proclamaba con el matasellos de NAP.

De su ciudad natal, Antonello escoge las pizzerías La Notizia y 50 Kalò.

En cuanto a lo histórico, dudas: no existen pruebas de que la reina Margarita de Saboya comiera en 1889 la rueda que lleva su nombre, sin que eso sea un obstáculo para que sea considerada un distintivo de la ciudad del sur.

La margarita de Nap mide en torno a los 35 centímetros, según la regla de AVPN, se dobla como una gimnasta olímpica, tiene los bordes alveolados y una buena distribución de la mozzarella 'fior di latte', el tomate de San Marzano, la albahaca y el parmesano.

La masa, con un 64-68% de agua; y fermentada, como mínimo, durante 24 horas. Los precios son para subrayar: entre 5,50 y 9,90 €.

Pregunto a Antonello por las burbujas y esa viruela en el perímetro tras pasar por el horno de leña a 485 grados, y eso que solo permanece en el vientre de fuego unos 60 segundos: «La masa está aireada, así que las burbujas inevitablemente se queman. Y si se pudiera evitar, no lo estaríamos haciendo bien porque no habría burbujas». Reflexión acertada para explicar el granizo negro. Aunque alerta: en según qué sitios, parecen sacadas del interior del Vesubio o de una taberna de Pompeya.

Voy a por la segunda, la 'cosacca', también legendaria, tanto por su antigüedad como por convocar al zar Nicolás II y la visita que hizo a Nápoles en 1844. Otra muestra de innecesario pedigrí regio: artefacto popular, no necesita del aval de reyes y reinas. Estallido de tomate, albahaca y un espolvoreado de pecorino para dar subidón.

Alessandro Signore explica cómo ficha a los 'pizzaioli': tienen que saber dar bofetones. No a los clientes pendencieros, sino a la masa: «Los napolitanos estiramos de manera diferente, lo hacemos a bofetones, lo que facilita eliminar la harina sobrante». «'A schiaffo'», dice, y ya escucho el combate de sopapos.

Bebo una cerveza Peroni y picoteo de un plato con mozzarella, jamón de Parma de la casa Negrini, rúcula (para simular que pruebo verduras) y un pan inteligente: con los restos de la masa pizzera de la noche amasan la hogaza de la mañana. Aprovechan el calor residual del horno fabricado por Stefano Ferrara, que nunca se enfría del todo.

El tiramisú en vaso, bueno-bueno, es el remate final al guateque del hidrato de carbono y estaría bien que sirvieran crema de Sant Josep para contrarrestar esos miles de restaurantes catalanes que, en un acto de suplantación, despachan tiramisú.













Restaurante Tramendu // Barcelona

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Tramendu
Pasaje de Andalucía, 10. Barcelona
Tf: 93.730.72.65
Precio medio (sin vino): 35-40 €



Patatas con máscara de butifarra negra




Ni Tremendo, ni Tremendu, sino Tramendu: con ese adjetivo retocado, Jordi Marzo abrió en 2017 su vermutería, donde la estrella es la madre, Manoli González. «Se lo debo todo a ella», dice Jordi con genuina emoción.

Tramendu se acaba de desdoblar en restaurante, con el mismo nombre y a pocos metros del original y con un cocinero con el que Jordi, que estuvo en Petit Comitè y Roca Moo, ha compartido parte de su densa biografía laboral: Juanjo Rodríguez Thomas.

Tramendu está en un pasaje peatonal de La Bordeta, en la frontera del barrio de Sants y L’Hospitalet y a unos pocos minutos caminando de Granja Elena y de Bodega Pasaje 1986, como referencias citadas por Jordi, a las que añado Mitja Galta. Digamos que no es una zona concurrida por los gurmets y a los que se anima a que dejen la comodidad cuadriculada del Eixample.

La lectura de la carta me lleva a una decisión: quiero, sobre todo, empaparme con las patatas enmascaradas, con la butifarra negra y la 'cansalada', y el huevo escalfado.

Las patatas enmascaradas son un bien escaso: de fabuloso nombre, parece que vivan ocultas. Apenas tienen representación en los restaurantes.

En 'La cuina del Berguedà' (1997), Toni Massanés las atribuye a la lucidez: a alguien se le ocurrió sustituir la harina, «'tothora deficitària a muntanya'», por patatas aplastadas. Esa supervivencia de ayer que hoy es un gozo bajo vigilancia cardiológica.

Aparecen en la mesa con majestuosidad: el 'suc de rostit' rodea la isla de patata machacada y de derivados del cerdo y, encima, ese huevo en el que asoma la yema.

Al atacar la posición, la apertura en amarillo. Del volcán ovíparo sale la lava, que fluye hacia el jugo de carne y es ya una mescolanza irresistible en contacto con el embutido y el tubérculo. La única máscara que quiero seguir llevando es esa.

Jordi maneja la pequeña sala con un encanto construido con años de experiencia: «Trato familiar, nada encorsetado». «Más humano», cierra. Ser camarero/a significa algo más que apuntar la comanda en una libreta: es la persona que te hace sentir a gusto, la que facilitará que la experiencia sea gozosa o acalambrada. Él lleva en el menester desde los 14 años.

El día de la exploración, Tramendu es un recién nacido y la mayoría de mesas son de clientes del barrio, comensales que el patrón mimó en la vermutería.

Bebo el blanco Masia Carreras 2018, que está a una temperatura perfecta y tiene el color trigal del estío.

Dos aperitivos: un crujiente de olivada y la representación de un pan con tomate con anchoas ('panko', cherry confitado, espina frita y una 'colatura' casera). Entro a matar con la picaña (culatín/tapilla) cubierta con aceite de avellanas, una buena aportación grasa, aunque al conjunto le falta bravura.

Un suspiro oscuro: 'morralets' a la 'brutesca' para paladares pulcros. Pocos elementos y un gran resultado con las miniaturas y un sofrito de cebolla y ajos y ese rastro marrón que van aportando al guiso. Mientras los moluscos decrecen, el fondo engorda. Es la transubstanciación de la materia.

El siguiente pase es bueno, aunque incompleto: un magnífico 'capipota' en compañía de unas cigalas, que no soportan el empuje de lo gelatinoso. Y cierro con el Bacallà 100%, la ambición de resumir o comprender el gádido en un plato, con morro, 'tripeta', cococha y la piel crujiente.

Postre con sorpresa: espuma de crema catalana con corazón de helado de 'carquinyoli', o cómo convertir lo duro en blando.

Las patatas enmascaradas han activado un ansia latente: lo cierto es que antes de entrar en Tramendu llevaba unas semanas con la apetencia.

Con el capricho cumplido, queda la urgencia de replicar el plato, y la dicha, en casa.






Restaurante Catalina // Gavà

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Catalina
Calafell, 21. Gavà
Tf: 936.06.85.58
Precio medio (sin vino): 45-50 €



La parrilla quiere al rodaballo


El último plato que llega, antes de los postres, es el más deseado de la comida en Catalina, el nuevo restaurante de Oscar Manresa: el rodaballo a la parrilla al estilo de Getaria, al estilo de Elkano.

Para mí, el rodaballo de Elkano es un ser superior, de podio, de libro con título idiota: platos que hay que comer antes de morir. ¡Platos que hay que comer para saber vivir!

Ha coincidido la apertura de Catalina con la publicación de 'La barbacoa' (Debate), obra conjunta de Manresa y del periodista Toni Garcia Ramon sobre el arte del chamuscamiento consciente.

Brasas en Gavà Mar, pinos, brisa, dunas, la banda sonora de las olas al otro lado del bosque. Porque Catalina ocupa los 24.000 metros cuadrados donde en su día reinaron Les Marines y el fallecido Pepe Tejero, que tuvo una estrella Michelin que pocos recuerdan.

La terraza de Catalina, establecimiento que toma el nombre de la madre de Oscar, es Suiza, territorio neutral donde las llamaradas solares retroceden.

Qué bien se está metidos en la arboleda.

A la dirección del establecimiento, Nicole Manresa, y a los mandos de la cocina, Andrés Conde, que fue jefe de cocina de Tickets. Andrés tiene hambre, ideas, ambición, y Oscar, ganas de lanzarse por ese tobogán. Nicole es la ecuanimidad necesaria.

“Restaurante de pescado con buena brasa”, concreta Oscar, y dice: “Es como si estuvieras de vacaciones”. Y al pronunciar “vacaciones”, los ojos son bengalas.

En la cubitera colmada de hielos, asoma la garnacha blanca de L’Enclòs de Peralba Les Camades 2018, trabajo de los más jóvenes de la familia Gramona, Roc y Leo.

Y, en la mesa, comienzan las vacaciones: la sandía impregnada de sangría, el gazpacho de jalapeños, que bebe de Dabiz Muñoz, con fresones, fresitas y encurtidos; la ensalada de cherrys con remolacha gelatinizada, aceite de albahaca y ajoblanco. Esos entrantes son un trío ganador: acidez y dulzura estivales.

La ensaladilla de cangrejo real, trocitos de gamba, mayonesa y patata rallada es tan buena que te olvidas del prescindible soporte con la forma del crustáceo. Qué manía con los recipientes escenográficos.

Bien por las navajas con avellanas, y rechazo al espray con limón, que hay que 'flitar' en la boca. Y qué mejillones, carnosos y cantarines salseados con fino Tío Pepe.

Ah, las gambas, enrojecidas sobre las ascuas como turistas sin protección.

De postre, el pastel de chocolate, según la fórmula de Pierre Hermé, y un plato de fruta cortada al momento, lo que es meritorio.

El rodaballo: vayamos, por fin, al pescado de inquietante mirada.

La referencia a Elkano del inicio es porque fue Pedro Arregui, el padre de Aitor, quien en 1967 tuvo la osadía de aprisionarlo en una besuguera y tumbarlo sobre hierros, y ese gesto fue transformador y repetido por otros.

El pez romboidal de Catalina conecta con aquel, aunque proviene de una piscifactoría.

El resultado, sin embargo, es satisfactorio, con menos colágeno, claro, y con un precio, tamaño y peso regulares porque es de cría: 1.200 gramos (60 €, para compartir).

Mezcla de carbón de marabú y leña de encina, diez minutos por cara y, fuera del fuego, extracción de la espina dorsal y baño con la llamada 'agua de Lourdes', también conocida como 'que le/lo/la parió': una vinagreta con aceite, guindilla, vinagre y limón (la fórmula de Elkano es secreta y seguro que no lleva guindilla). 

Primero los lomos y, después, la lección de anatomía de Rembrandt Rodaballo: la piel, las aletas, la cabeza.

Sin miedo, con los dedos, pringando las yemas, chupeteando espinas, la inmersión en las aguas mansas de pescado y gelatina y altas temperaturas.





Bodega Lito // Barcelona

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[Este restaurante está cerrado por enfermedad de su propietario]


Bodega Lito
Tamarit, 91. Barcelona
Tf: 933.25.26.59
Precio medio (sin vino): 40 €



Excelentísima Sardina, Muy Honorable Pimiento Rojo



De la Bodega 1900 a la Bodega Lito: la transición es coherente. Albert Adrià, tras el colapso del grupo El Barri, la ha traspasado a Àngel Geriz, que en el 2013 era el responsable de la sala.

Àngel conserva una pequeña parte de la herencia: el vermuteo es 1900; los platos, Lito, defendidos por dos cocineros con garra y kilométrico apellido: el argentino Tariel Macharashvili y el chileno Héctor Bracchiglione, ambos, patagónicos.

No estamos ante un establecimiento menor, con platillos de monótona factura, sino ante un reparto magnífico con los pimientos con salsa de yema, la lengua de vacuno con hígado de pollo cremoso o las sardinas a la brasa. Luego regresaré a esas pistas de despegue.

Tras dejar la Bodega en el 2018, Àngel pasó un año en ruta por Sudamérica y regresó a Chile, donde había vivido con 13 años. Luego se enroló en el comedor de Més de vi, la pastelería Escribà y Fonda Pepa, y se ha establecido en el origen ya como propietario.

«Productos de proximidad y temporada, de payés», cuenta, «sí, es lo que todos dicen», sigue a modo de disculpa. Vegetales de la empresa I Un Rave, de Valls, con ingredientes como el rábano sandía, que me ponen bajo la nariz para mi desconcierto.

Tariel y Héctor se conocieron en El Celler de Can Roca, compartieron otras cocinas y también fueron cómplices en Okupa, cenas efímeras en restaurantes ajenos.

Al servir la lengua, el hígado o la sardina hablan en defensa de los productos «nobles», y a mí me lo parecen, y más honorables que el caviar o la trufa blanca; sin embargo, hay un malentendido lingüístico: ellos quieren decir humilde, popular y cotidiano, aunque me gusta pensar en el pimiento o en el boquerón como príncipes de la gastronomía.

Boquerón, pues, con vinagres de arroz y chardonnay y limón y 'garum' de anchoa de La Escala de la casa Escata.

Hace unos años dije que el 'garum' estaba vivo; después, que no resucitaba y, ahora, prudente silencio.

Carnes grasas y suculentas, como las de las sardinas, estas, pasadas por el horno de brasa y acompañadas con chimichurri de hinojo: «Para nosotros, los aliños son muy importantes». Tariel se ríe al pensar que dirán sus compatriotas de la heterodoxia 'chimichurriera'.

Frescura en la copa con el chardonnay Mas de la Torrevella, de Torelló, y la mencía Fraga do Corvo, ambos del 2019.

Ensaladilla con la patata red pontiac como protagonista, piparras, judías redondas, mayonesa con limón y ventresca de atún confitada, que pasa desapercibida por la carga de encurtidos.

Extraordinarios pimientos escalivados y caramelizados, según aprendió Héctor en Mugaritz, con salsa de yema de huevo y aceitunas de Kalamata deshidratadas. Es un bingo y sería un diez sin el eneldo. Los pimientos toman los mandos: nombro el de Palo Verde, de Ludwig Amiable, también con aceituna, y el de Kaleja, de Dani Carnero, también con huevo.

En la Bodega Lito, los sirven con un pan de vicio, oscuro y de centeno, hecho en la casa.

Vamos a darle a la lengua: cocinada 24 horas a 65º y fileteada. En el plato, el órgano rosado, cubierto con 'mizuna' y cebolleta japonesa; en el centro, el hígado y, como complemento, pan aireado para untar.

Me engolosino y voy pintando con la mantecosa ave, la cubro con tiras de músculo y disfruto como un ogro en una charca. Suprimiría verde para que la lengua se desenrolle con esplendor.

Postre a la moda, con un retoque apetecible y diferenciador: pastel de queso con moka.

Lito es el diminutivo de Àngel en una bodega con platos aumentativos, de gran restaurante.

Excelentísima Sardina, Ilustrísima Lengua, Muy Honorable Pimiento Rojo.





Restaurante Les Voltes // Moià

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Les Voltes de Sant Sebastià

Sant Sebastià, 9. Moià
Tf: 938.30.14.40
Precio medio (sin vino): 50 €




El pacto con la proximidad




El cocinero Jan Fargas nació en 1997 y el empresario Jaume Castany abrió Les Voltes, en Moià, en 1999. Cuando Jaume, que había sido copropietario del legendario bar Tosca, se metió en el negocio, Jan tenía dos años.

En la crónica, la edad es importante porque hablo de presente con la mirada –y el catalejo– en el futuro. Y si el hoy es persuasivo, el mañana puede ser esplendoroso.

Moià es un territorio gastronómico con identidad y despensa: las pastas de La Moianesa, los quesos de Montbrú, las aves de El Toll, los embutidos de Cal Vives, Cal Noc, Cal Maties o Ca La Isabel.

Construir aquí una carta en torno a la proximidad es sencillo, acercarse a lo propio y particular también: todos los esfuerzos deberían ir en ese sentido, no solo para enaltecer el ingrediente, sino también la técnica y el concepto. ¿Por qué no buscar en las formas antiguas la reinterpretación de la vanguardia?

La última vez que estuve en Les Voltes de Sant Sebastià, en julio del 2017, Jan acababa de tomar el mando tras la etapa de Eduard Azuaza. Tenía 19 años y sirvió un airoso menú de fin de semana.

Me llamó la atención el cordero con mole: el animal, de cercanía; el preparado, de lejanía. ¿Por qué no una picada, singularidad territorial, con frutos secos o chocolate, en común con la complejidad mexicana? Explorar lo propio, explicar lo propio.

Jaume otorgó a un casi adolescente Jan una gran responsabilidad, lo que fue temerario, y es exitoso. Demuestra su valía con platos como el 'peu de porc' deshuesado y relleno de butifarra de huevo de Cal Noc (la idea de un embutido para ser cocinado), puré de patata y 'rossinyols' o las espalditas de conejo confitadas con ajo y romero y mezcladas después con 'sepionas' y su tinta. En esta etapa, lo acompañan Roger de la Torre en la cocina y Guillem Catalán en la sala.

Sentado en la terraza, bajo un acogedor nogal, con mantel y servilleta de algodón, pido el Murallius 2017, del Pla de Bages. Otras veces he bebido Clos Colltor, que con el Celler Sant Miquel d’Oló son las dos bodegas del Moianès, incluidas en la D.O. del Bages.

En el mismo edificio, con algunos siglos en los cimientos, la familia de Jaume engordó cerdos, cayó en desusó y él lo recuperó como restaurante. La gran cisterna de agua de lluvia guarda las botellas de vino.

El padre, explica Jaume, era lampista en hoteles de Barcelona y a él le deslumbraban aquellos lugares radiantes: «Puede que ahí comenzara mi afición por esto».

Buenas croquetas de rustido, sin demasiada bechamel; tostadita con el queso Sarró de Montbrú y un pincho de tomate cherry y sardina ahumada.

Fuagrás con ensalada de contrastes (manzana verde y caramelizada, jarabe de arce, pimiento rojo, nueces, cebolla…), inspirada en la de Nandu Jubany, uno de los cocineros que Jan admira: pese ser golosa, la autoría ajena confunde.

Pido un plato del menú del mediodía, los guisantitos con butifarra de Cal Vives y 'cansalada' de Ral d’Avinyó, buen sabor, buena integración del cerdo y la leguminosa, aunque el verde es congelado. Teniendo tantas opciones, ¿hay que recurrir al bajo cero, aunque sea para un menú de mediodía de 17,90 euros?

Dos postres fantásticos para acabar: los melocotones del Ordal, con helado de té negro e infusión de espliego, y los churritos con diferentes texturas de chocolate.

Jan es un comensal inquieto, voraz, inquisitivo, devorador de libros, estudioso, gozador del trabajo culinario: «Igual preparo unas gambas a la plancha que una liebre 'à la royale'».

Los cuatro años lo han hecho cocinero a la fuerza, desde los complicados servicios iniciales a este momento de control.

Los adivinadores siempre fallan, pero arriesguemos: llegará lejos.





Restaurante Olivos // Barcelona

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Olivos
Galileu, 159. Barcelona
Tf: 93.145.37.15
Precio medio (sin vino): 60-80 €


Un 'panettone' en julio (este es un restaurante distinto)


Cuando me siento en el restaurante Olivos, de Ezequiel Devoto y María Escobar, es a finales de julio y, tras los postres, a la manera de una bola extra, aparece un trozo de 'panettone' con grandes ojos, como los míos, de asombro. «Somos el único restaurante de España que hace 'panettones' todo el año», y los venden enseguida: se evaporan como las gotas al sol canicular.

Olivos cumple con la singularidad/personalidad/identidad que los nuevos tiempos necesitan. Estuvo aquí el Àtica de Borja Sánchez y Marián Sánchez, hoy en Esparreguera con 7 Culleres, del que recuerdo la coca de sardina con cabello de ángel: parece que lo osado encuentra acomodo entre estas paredes.

Al terminar la comida, Ezequiel me pregunta en qué categoría lo metería: podría ser un bistronómic y podría ser un restaurante, pero ya da igual porque lo sustancial no es qué eres, sino quién eres.

No importa el espacio, sino lo que hay en el plato, y cómo se sirve.

Bares con profesionales de primera y restaurantes encumbrados comandados por patatas, y algún calabacín.

María, malagueña, selecciona la bodega con meticulosidad y con el sentido práctico que da el poco espacio de almacenaje: «Lo común a todos los vinos es la elegancia». Lo natural, o lo poco mangoneado. Primero, el macabeo La Farruca 2019; después, el tempranillo Goyo García Viadero 2020. Ambos, relajantes.

Ezequiel, bonaerense, tiene alma de pastelero: «Mi pasión son los productos de horno». Ese 'panettone', claro, excelente, y el 'brioche' del aperitivo y el pan, de miga intensa, y el hojaldre, con endivias y pipas en la parte alveolada, 'peu de porc' y manzana crujiente encima; al lado, una ostra rebozada.

Raro, desconcertante, bueno-bueno: unos bastones de manzana bajo el bivalvo ayudarían a vincular las especies.

Merece llegar a la carta porque es un plato del día. ¿La carta? La cambian más que en una mesa de póker. Abrieron en el 2017 y las numeran: la que me toca es la 93.

Da confianza un restaurante activo y mañoso y Olivos tiene en una mesita al final la exposición de sus productos, con galletas, pasteles y conservas.

Primer toque a una croqueta redonda de rabo de vacuno, un balón de campeonato, con una salsa bautizada: 'bomba de sabor'. Explosiva, mejor apartarla de la croqueta.

Vamos a por la protagonista de la velada: la 'panna cotta' de 'umami', con soja, caldo de pescado, pieles de tomate, corteza de queso Reixagó. Un trabajazo, y un gran resultado. Plato intrépido, completado con trucha ahumada por ellos y una 'granola' también de elaboración propia. Olivos es esto: recursos y mirada particulares.

Tampoco Ezequiel es un cocinero corriente: boxeó (y le rompieron la nariz), practica jiu-jitsu, ha escrito novelas ('Formentera', por ejemplo, isla donde conoció a María), fue bajista de punk rock y correcaminos de restaurantes, con estancias en tantos sitios y países para absorber conocimiento que es tedioso enumerarlos. En Buenos Aires trabajó para Germán Martitegui y en Barcelona estuvo en Espai Kru.

A Ezequiel le interesa «el detalle», como el pimientito relleno de crema de queso con una gamba encima, miniatura que complementa la flor de calabacín rellena de cerdo (excelente), con un puré de hojas verdes y otro de zanahorias, texturas repetidas.

La memoria de la madre y la abuela italianas, del Friuli, Stella y Nimes, aparece con los ñoquis con compota especiada de tomate.

De la 'panna cotta' al «tremendo» (lo escriben ellos) flan de leche doble, del flan salado al dulce.

Y ese 'panettone' de todo el año, con un mensaje o pregón: este es un sitio distinto.




Restaurante Vinòmic // La Garriga

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Vinòmic

Banys, 60. La Garriga
Tf: 931.29.82.70
Menús: 35 y 50 €
Precio carta (mediodía): 20-25 €



Sí a la coca, sí a la tarta de cebolla, sí a la tarrina de cordero


La comida en Vinòmic, el restaurante de Pau Gener y Aleix Garcia en La Garriga, había avanzado de un modo sostenido, con un repertorio que merecía un doble subrayado en las notas, pero fue el cordero el que se llevó la chapa dorada.

¿Por qué? Porque cada uno de los integrantes funcionaba de forma individual y en el conjunto. Vamos sobrados de tenores y faltos de coro, y me refiero tanto a los ingredientes como a las personas.

Tarrina de cuello de cordero a baja temperatura, pera blanquilla al horno; debajo, una gallega salada y rota y, con la discreción de quien no debe dejarse notar, el regaliz.

Cuando leí «regaliz» en el epígrafe, sudé como si tuviera un pimiento Trinidad Moruga Scorpion en la boca. El regaliz es como una trilladora en un jardín: arrasa con todo. Sin embargo, Pau, el cocinero, lo manejó con el cuidado que se reserva para las heridas.

Me gustó el discursó de Pau, me gustó que citara el libro 'Cuina catalana de veritat', de Pere Sans, y me gustó que en los menús hubiera preparaciones del 'Sent Soví' y del 'Llibre de totes maneres de potatges', como el 'jurvert', al fin y al cabo, una picada, y el 'almedroch'. Muchos cocineros reivindican un vínculo con el pasado pero casi ninguno camina por ese puente bamboleante.

En cuanto a Aleix, el sumiller, la otra parte del binomio, del 'vi-nòmic', cosecha un buen surtido de vinos y pese a la preferencia «por los más corpulentos» no descuida los naturales. Bebí el chardonnay/cariñena blanca de Finca La Garriga 2019 –de Perelada, nada que ver con la población homónima–, la cariñena/garnacha de Cairats Selecció 2016 y la casi desaparecida variedad beier de Bardissots 2018. Falló el último, que siguió cerrado como una oficina de crédito: una lástima porque detrás hay un entusiasta proyecto de recuperación.

Pau está muy interesado por las harinas y las ideas panificadas saltaron de plato en plato. La torrija, hecha de maíz, con su singular textura, 'pa de pessic' sin azúcar y cubierto con crema, trufa de verano rallada y un helado de kéfir.

En esta circunvalación hacia los postres, el otro: melón osmotizado con hidromiel casero (y copita a parte) y yogur de cabra de Can Mogent. ¿Qué dice el hidromiel? Que un restaurante se construye, y que se hace con las manos. Y con las personas: el equipo lo completan Marc Navarro (cocina) y Blanca Lacuesta (sala).

El mueble de la entrada es obra de Aleix y ahora quiere emplearse con el resto del mobiliario, continuación de una pequeña reforma, llevada a cabo por un amigo diseñador, que ha consistido en una estructura de hierro que sugiere una bota de vino. Imagino un emparrado en el interior.

Pedí el paté, que tienen en la carta desde el inicio, en el 2014: de nuevo, la elaboración propia. Y, oh, decepción con el 'crespell' de bacalao, cremoso aunque con el corazón frío y abatido por la potencia de la sobrasada acompañante.

Disfruté con la coca de 'recapte' con 'sorell' marinado con 'colatura', sofrito de tomate, 'cansalada del coll' y 'almedroch' (con queso maó curado): los dos últimos merecían un mayor protagonismo.

El morro aún me vibró más con la tarta de cebolla, jugo de la liliácea y crema agria con coriandro y estragón. Sí a la tarrina, sí a la coca, sí a la tarta, sí a la manipulación coherente de la materia prima. «Cocina catalana, con un punto personal y algo 'trapella'»: vale, Pau, compro.

Rebañé y rebañé con un panecilllo –que el horno Banys prepara para ellos– el tomate/tinta/mojo verde que servía de acompañante a la sepia, y que era la estrella.

La especialidad de La Garriga es el cuidado de lo anatómico: carnicerías con embutidos de calidad y baños termales.

Y este Vinòmic, que deja el cuerpo fino, satisfecho y masajeado.




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