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Channel: La Cocina de los Valientes
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Restaurante Fat Veggies // Barcelona

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Fat Veggies
París, 168. Barcelona
Tf: 93.500.54.18
Precio medio (sin vino): 15-20 €



Vegetales vestidos con humo y llamas





El cocinero venezolano Juan Martini intenta hacerse perdonar los pecados de la carne, a los que incita en Fat Barbies, con los vegetales de Fat Veggies. Es conciliador y astuto dar voz al gobierno y a la oposición, a clientes con hemoglobina y a clientes con clorofila.

Si abre un tercer negocio con lo mejor del músculo y la hoja lo podría llamar Fat Omnivorous porque Fat Fat es redundante y Barbies Veggies, también

Fat Veggies comparte el espíritu del fuego con su némesis carnívora de la calle de Bailén. Este es un despacho en torno a la llama y a la paciencia –que es la brasa– y que encienden cada mañana respetando los ritmos antiguos.

Han replicado y mejorado el ahumador diseñado para la casa de la chicha, donde la ternera, en silencio, se transforma en pastrami.

Al lado del armario de metal para trajes de humo, una superficie de ladrillos refractarios sobre los que arden tres hogueras. Juan señala la primera: «La 'robata'», y lo es porque el chef piensa en la parrilla japonesa, aunque si hubiera salido al mercado a comprar una de última generación y restallante acero habría gastado ¡6.000 euros! Ha apilado ladrillos en busca de lo primario y real.

Encima de las ascuas, un colador, con ingredientes delicados. Al lado, una llamarada entusiasta y un cazo sobre unos hierros. Y en la tercera altura, con lenguas más tranquilas, unos panes. «Libertad modular», llama Juan a esto: lo cambia a conveniencia y ya piensa en «un iglú para pizzas».

La responsable de que el trío de lumbres se excite o sosiegue es María Inés Duarte, la jefa de cocina. Durante el servicio, la veo en busca de unos troncos de olivo, apilados en la entrada.

El hermano de Juan, Aquiles, se ha encargado con buen gusto del grafismo, de lo que entra por los ojos, y el tercer socio, Alex Demendoza, lleva la sala.

Juan pretende que la remolacha me tiente como el pastrami. La remolacha, ahumada durante 36 horas («raíz, tallos, hojas», queso 'labneh' casero y vinagre de cereza), me gusta mucho y la recomiendo vi-va-men-te, pero continuaré deseando el pastrami, y más el día que me lo prohíban.

Estoy rodeado de botes con encurtidos, fermentados y curados: contenidos más enigmáticos que un crucigrama en cirílico.

Elaboran las bebidas, la tarea de Celine Brantegem: zumo de uvas fermentadas, 'ginger ale', 'kombucha' de sauco y menta y té con limonada. Y el que prefiero es el primero, aunque sé menos de 'kombuchas' que de babuchas. Perdón por la rima, y eso que no he tomado vino.

Esta es una cocina compleja en cuanto que inventada: el romesco y el mole son interpretaciones que los ortodoxos repudiarán con una ceguera involucionista.

'Hummus' de habas blancas y aceite ahumado de ajo negro y alga 'nori' con galleta de trigo sarraceno y lino: tardo más en escribirlo que en comerlo.

Hacen equilibrios con los ingredientes para trasladarlos a una dimensión apetecible y deslumbradora. «Nos basamos en las temporadas. Son más cambiante que la carne», dice Juan.

Acorto enunciados: croqueta de maíz (puré pasado por la brasa) y emulsión de mojo picón; berenjena con pimentón picante; calabaza y mole verde; pan plano de patata fermentada y 'zaatar' (especias); zanahoria con romesco y 'gremolata' de sus hojas; col picuda, vinagreta de dátiles y 'dukkah' (mezcla de frutos secos).

Todo esto requiere de una máquina decodificadora y me cuesta juzgarlos.

Me meto, incluso, un bocadillo de raíz de apionabo y chucrut de hinojo y alucino de que lo esté comiendo.

Contundencia feliz con un postre de músico reconvertido en pastel por María Inés Duarte.

Juan me pregunta qué me parece. Y lo felicito y he disfrutado y quiero pecar de inmediato, es mi temperamento, con el pastrami.






Restaurante Normal // Girona

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Normal
Plaça de l’Oli, 1. Girona
Tf: 972.43.63.83
Precio medio (sin vino): 50 €



La excepcional tortilla con gambas



El nombre del restaurante llama la atención: fue Josep Roca el que convenció a sus hermanos, Joan y Jordi, que tenía que ser Normal.

Viven la anomalía de El Celler de Can Roca y la devoción de los clientes y las reservas con meses de antelación y los viajeros llegados de cualquier parte del mundo –cuando se viajaba con libertad–, así que lo nuevo, para seguir pegados al territorio y a la realidad y al recuerdo, como sus padres siguen enseñándoles en Can Roca, es este Normal insólito porque, claro, común-común no es. ¡Si Andreu Carulla ha diseñado hasta la sillas!

Los Roca deciden cada paso con la seguridad y la prudencia del escalador en la pared: Mas Marroch, que cumple un año, es una antología de éxitos y Normal escarba en lo popular –de lo próximo a lo internacional– a la manera roquiana. Lo siguiente es una confitería/sandwichería como extensión de la heladería Rocambolesc.

Han destinado a Normal a Elisabet Nolla, que hereda el espíritu de dos grandes cocineras de la familia, Montserrat Fontané y la yaya Angeleta, ya fallecida, y esos calamares a la romana de Can Roca, que sirven, como los anillos, para enlazar generaciones.

En la sala, y con más ganas que un 'sprinter' con zapatillas nuevas, Joaquim Cufré: sirve con esa simpatía vibrante, y a la vez respetuosa, marca de la casa. A los vinos, qué responsabilidad, Joel Calsina.

Habla Josep, Pitu, el Jefe, sobre cómo han organizado la oferta vinícola: «Son vinos de pueblo, de pueblos que me gustan: Porrera, Sanlúcar de Barrameda, Sant Sadurní d’Anoia, San Vicente de la Sonsierra…». Y mucho Empordà y mucho Beaune, en la Borgoña.

Las copas que aparecen giran hacia esas direcciones: Olivardots Sorra 2015 y Rossignol Changarnier Les Theurons 2014. Qué bien se está en el pueblo.

Hay más movimiento embotellado: El Celler sostiene el proyecto Ars Natura Líquida, con elaboraciones como la cerveza La Garrofera, un bitter o un licor de 'yuzu'.

¿Y la comida, Eli? «Una cocina espontánea, con producto local». El guiso de riñones al jerez ha sido metido en un bocadillo con pan de elaboración propia (qué bueno) y la víscera de cerdo, sustituida por la de conejo.

Brochazo de verano con la ensalada de tomates variados –y jugo de pepino–, con premio para el pasificado.

De algún pasillo de la memoria, una preparación que dejó de estar en los restaurantes: el brazo de patata y atún con emulsión de aceituna verde, al que le han dado un espíritu viajero y peruano emparentándolo con la causa.

Nostalgia de cuando éramos niños –allá por los 70, pantalones cortos, piernas arañadas, bicicletas con una carta en los radios para simular un motor– con la tarta al whisky o la carne rebozada y, trabajada a modo de lienzo, con parmesano y hierbas encima: se requiere prudencia con el cilantro.

Cocina de madres, cocina de tías, cocina de abuelas, cocina de cuando la sofisticación era un huevo con mayonesa y la fiesta, un vaso de horchata fría comprada a un repartidor con motocarro.

Elijo, para mí, a la estrella: la tortilla abierta a la manera de Sacha con carpacho de gambas salseadas con los jugos de las cabezas. Capas de placer sobre capas de placer: la base amarilla, el vestido blanco y rojizo, el manto encarnado. Avanzas y ya todo son ‘ahs’ y ‘ohs’, y ‘vaya, esto se acaba’.

Momento para los dedos: la escórpora entera, frita, con salsa verde y mayonesa de chipotle. Arrancar, escarbar, deshuesar: liberarse de las formalidades y marranear para desdicha de aquellas madres, tías y abuelas. 

Postres entre lo-de-toda-la-vida y eso-que-parece-de-toda-la-vida, el flan de leche de oveja de Mas Marcè, con homenaje al Làctic de Jordi Roca, y el 'coulant' de chocolate con helado de avellana.

Normal: ¿qué es eso? Incapaz de una definición en este contexto, solo decir: por fin, la normalidad.













Mont Bar // Barcelona

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Mont Bar

Diputació, 220. Barcelona
Tf: 93.323.95.90
Precio medio (sin vino): 70 €



Alta cocina en mesita de terraza



Estoy sentado en la terraza de Mont Bar junto a una estufa caprichosa. Silla de metal con cojín, manta en el respaldo, pequeña mesa de mármol. Pequeña, sí, tamaño vermut, aunque con copa de la casa Riedel. No estoy cómodo como un romano en un triclinio, la verdad, y, sin embargo, he comido de forma superlativa.

Me encuentro en un bar, según el nombre y según la voluntad de su dueño, Iván Castro, pero no es un bar, al menos no por el precio ni por las aspiraciones de la cocina, ahora, en manos de Fran Agudo, que fue jefe de Tickets, y de Jaume Marambio, que fue jefe de Pakta y que ejerce como chef ejecutivo de Mont Bar y del vecino Mediamanga, de la misma propiedad.

Iván está en desacuerdo en mi valoración taxonómica. «La gracia es comer cosas divertidas en un espacio informal y sin estar cohibidos», comenta. A mí un tío con frac y pajarita no me intimida, ni un mantel blanco ni una silla con el respaldo acolchado.

Un rato después, cuando meta el tenedor en la alcachofa reconstruida y elogie el trabajo de deshojar y rehacer el ejemplar, Iván dirá: «Con lo que cuesta hacer y al precio que lo cobramos… No es caro». Son 19,20 € y es difícil dar respuesta a la ecuación producto + idea + trabajo + entorno.

El plato es extraordinario y se basa en la idea de zampar una alcachofa completa, sin partes duras y para ello usan tres piezas, según dice Jaume Marambio. Me entretengo en extenderla y aparecen decenas de láminas. ¿Cuántas? «¿60?», responde Jaume a su vez con una pregunta. Trufa, yema de huevo, avellanas y salsa 'périgueux': el conjunto me levanta de la silla de terraza.

Dos copas de vinos tranquilos y habitables, a sugerencia del sumiller Jan Sallarés: Sòtil 2019, de Mesquida Mora, y Peixes da Rocha 2017. Pan del horno de Sant Josep, que metó a fondo en la raya blanca que luego explicaré.

Escribí sobre Mont Bar cuando abrió, aunque después he vuelto, y también dediqué líneas a Mediamanga, y desde el primer día Iván ha ambicionado una gastronomía de altura, y creo que con Fran y Jaume está cerca de la cima, y he aquí un juego porque el restaurador se crio en la Vall d’Aran. «Elevar el estándar y poder dar un punto más de detalle y atención al cliente», refiere Fran.

Entrada con flecha: vaina de alga códium con mantequilla de 'kimchi'.

Flor de remolacha con blinis, caviar y anguila, y es buena y hermosa como la flor de alcachofa que admiraré más tarde.

Crujiente de pasta filo relleno de crema de 'dashi' y con berberechos encima.

Tartaleta de pasta 'brick' con habitas y morcilla y, en una copa, caldo de pollo y garbanzos, y una ramita de menta para infusionar.

Y hoja de 'sisho' en tempura con papada y erizo (qué dúo), y los crujientes son aéreos y perfectos en esta Barcelona húmeda, nerviosa e inflamable. Esa resistencia es la que falta en el bikini de camarones con pies de cerdo y emulsión de limón.

Atractivo visual con el verde-amarillo-naranja de los guisantes, el licuado de rompepiedras ('lepidium latifolium'), el maíz y los erizos. Reduciría al mínimo la sal del cereal/leguminosa para potenciar el contraste marino.

'Espardenya' pelada (y con trozos de piel suflada encima: ¡quiero una bolsa para llevar!) cubierta con una carbonara, y con la salsa menos ligada de lo deseable: qué buen punto el de la holoturia. De postre, tartaleta con espuma de soja, helado de chocolate y piñones.

¡La raya! La raya con 'beurre blanc' es un abrazo resbaladizo. Untuosa gracias a la mantequilla, contraste en negro -y salino- con el caviar y un volantazo de sabor con los granos de uva partidos y la hojita de estragón.

Y pienso de nuevo que estoy en la mesita de una terraza sentado en una silla plegable, y que esto, aunque lo diga el nombre, no es un bar.






Restaurante Benzina // Barcelona

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Benzina

Passatge Calders, 6. Barcelona
Tf: 93.659.55.83
Precio medio (sin vino): 25 €




Sí, los 'linguine' con aguacate están buenos



Al sentarme, Badr Bennis me dice que los espaguetis a la carbonara son uno de los Grandes Éxitos de Benzina, así que le pregunto por otra pasta que realmente exprese la sustancia de lo que él y Nicola Valle, el cocinero, quieren representar. «Pues esta», y señala los 'linguine aglio, olio' y 'peperoncino' (de acuerdo), bogavante (bien), aguacate (vaya) y aceite de cardamomo (ejem).

De repente me apetece la carbonara, aunque contesto con la bizarría del cronista aventurero: «¡Adelante con los 'linguine'!».

Benzina ocupa el espacio del restaurante Lando y responde a todo lo que Badr buscaba en el 2018, óptimo para el 2021: «Amplio, luminoso, techos altos, fachada y terraza». Parece un anuncio de una inmobiliaria, pero es cierto.

Es un sitio envidiable, decorado con muebles que han comprendido el tiempo. Y con barra de coctelería, en busca de ese tañido neoyorquino que Badr y Nicola escucharon como residentes en la capital del mundo.

Por los altavoces suena Jimi Hendrix (después Badr bromeará diciendo que el restaurante es una excusa para pinchar música guitarrera) y las bebidas nombran a bandas o artistas clásicos del rock.

Pido un 'Green River', disco de 1969 de Creedence Clearwater Revival porque quiero un trago sin alcohol, aunque me tienta el Cocaine, de Eric Clapton. ¿Qué sustancia llevará?

El Green River, con manzana, flor de saúco, pepino y menta, está muy bueno.

Quiero saber por qué un chef de Brescia mete aguacate en una pasta y Nicola me cuenta que la culpa es de Nueva York: «Cuando a medianoche improvisábamos un 'aglio e olio', los cocineros latinos le ponían aguacate. Y en Ecuador, donde viví después, también”. ¿Lo servirías a tu madre? «No». Ejem-ejem (segunda parte).

'Focaccia' de la casa y aceite de oliva de La Gramanosa. Y vinos italianos: primero Naca (Puglia), bien; después Ripassa 2017 de Zenato (Valpolicella), mejor.

Caballa semicurada, espinacas y stracciatella (me viene a la cabeza una combinación semi olvidada: anchoa y mató) sobre 'focaccia' cortada fina, aunque debería ser más gruesa para soportar el peso y la humedad.

He visto escrito «tarrina de conejo» y la he pedido porque estoy a favor del enmoldado y del roedor. Sobre el conejo, espuma de mortadela (es bastante densa, aun mezclada con caldo vegetal y montada con sifón), que le da grasa, y las alcachofa y los encurtidos, acidez. Nuevo acierto.

Cierro la tanda de 'antipasti' con la berenjena 'alla parmigiana', con el queso convertido en migas y también en helado, que rebajaría de azúcar.

Sí, es la hora de la pasta.

'Linguine' de La Molisana, espuma de aguacate, bogavante americano, aceite de cardamomo y ese picante que no te hace sudar pero tampoco olvidar. Remuevo todo y… funciona. Está inesperadamente rico.

Incluso el cardamomo se integra como un tipo alto en un equipo de baloncesto.

Le pregunto al cocinero por la especia y el riesgo del tortazo: «Da elegancia, un tono balsámico y lo une todo».

Badr define Benzina como «un restaurante italiano abierto a probar cosas nuevas», y que cabrea a los tradicionalistas, seguro.

Una seguna pasta: raviolis caseros rellenos con setas (en realidad, un 'risotto' muy hecho), queso de cabra y gambas (¡valientes!). Interrogo sobre el crustáceo: «Gamba langostinera argentina». Por favor, ¡gamba de la Barceloneta!













De postre, una Sferamisu, esfera derretida con chocolate caliente, deleite de 'instagramers', que se deshacen. Un tiramisú de otra manera, y es bueno y rompo mi abstinencia 'tiramisunera'. Si hay que comer este postre invasivo, mejor preparado por un italiano.

Venga, Nicola, invita a tu familia a los 'linguine' con aguacate, a ver qué pasa...







Restaurante Korpilombolo 2021-2020 // L'Escala

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Agosto del 2021



Segunda visita a Korpilombolo, en L'Escala.

Lo mejor: la carta de vinos (y el desconcertante Ximénez-Spínola 2019), la hamburguesa ('steak', la llaman) con espuma de bearnesa y patatas chips, el pato de la casa, el dúo de calamares a la romana y el meloso de carrillera de ternera.

Lo peor: la desmayada espuma de mayonesa de la ensaladilla y la 'panxeta'/vieira/mango (elementos sin integrar).























Agosto del 2020


Korpilombolo, a L'Escala, la casa de Anette Wagberg y Pau López. Ahora, en un nuevo local en la plaza del Ayuntamiento.


Pequeña cocina de autor y algún aire sueco.
Más 'punch' en los primeros que en los segundos: excelentes las sardinas marinadas, el carpacho de gambas y el tartar al natural (sin aliñar: ofrecen tabasco y pimienta). La lengua, plana bajo la vinagreta.

Pulpo, butifarra del 'perol' y huevo: bueno, pero con cada elemento por su lado.
Mollejas, espárragos verdes y 'parmentier': rico y con los ingredientes bien integrados.
Lomo de atún a la plancha, aceite de hierbas y tomate confitado: la pieza principal, algo alicaída.
Canelones de rustido con crema de trufa.
'Coulant' con aceite y sal.

Qué disfrute con el Clos Lentiscus 2011.









Restaurante Rice 2021-2020 // Sabadell

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Agosto del 2021


#Arrozparauno: ibéricos, verduras, negro/tripa de bacalao (el mejor).
Buñuelos de bacalao.
'Gyozas' de rape/cigala + 'suquet'.
'Bao' (dulzón) de confit de pato.
Navaja/curri/aguacate, y molestos quicos.

'Lemon rice'.
Semiesfera de mascarpone.
Torrija: le falta esponjosidad.
Exibis 2020: un gustazo.




























Agosto del 2020


Demuestran que, si se quiere, es posible preparar paellitas individuales.

Arroz del 'senyoret': bien los granos (en los tres arroces que probamos), algo subido de potencia (sofrito + fondo) y con las dos gambas demasiado hechas.
Arroz de codorniz y trompetas de la muerte: ave perfecta.
Arroz de costilla, 'edamame' y mayonesa de 'wasabi': muy bien, aunque con disparidad de opinión en la mesa familiar.

'Bao' de confit de pato (demasiado dulce el panecillo), excelente idea el concentrar una zarzuela en una 'gyoza', tartar de vaca vieja con tuétano (por separado, 'moll de l'os' y carne, a diferencia del original de Suculent), curioso el pastel de limón (presentado como merengue/gelatina) y fallida la manzana osmotizada.

Muy disfrutable el syrah de Jeanne Gaillard.




Restaurant Germans Miquel's // Cambrils / Agost 2021

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Germans Miquel's, a Cambrils.Segona visita, i amb renovat plaer.

Sardines i escabetx fi, bona fritura, cassola de fideus, bé de punt i de sabor, i suquet de rèmol empetxinat, amb mongetes, cloïses i patates.

I la garnatxa blanca de L'Avi Arrufí.











Restaurant Dos Cuiners // Mataró / Agost 2021

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Dos Cuiners, Mataró.Braves com les del Tomás: bones, i olioses.

Bombes de pop: bona textura, pop absent.

Enrotllat de vedella: excel.lent.

Escabetx de tonyina: excel.lent.

'Steak tartar': bé.

Arròs amb calamar i cansalada: bé; porc, 'top'.

'Coulant' i pastís de formatge: bé.











Lo mejor del arroz

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Hace años escribí la crónica sobre un restaurante con un título inacabado: Lo Mejor De. El texto daba respuesta a una frase hecha. Lo mejor del pollo al horno es la piel. Lo mejor del suquet es la patata. Lo mejor del fricandó es la salsa. Lo mejor del arroz es el socarrat.

¿Podría existir un restaurante en cuyo menú degustación sirvieran Lo Mejor De, el colmo del reduccionismo y la concentración: una piel, una patata, una salsa?

Sería un ejercicio de potencia gustativa máxima, y de una cierta estupidez y mucho derroche porque habría que pensar qué hacer con lo macro una vez separado de lo micro.

Plantea también un dilema filosófico: ¿no es la excelencia en pequeñas cantidades lo que permite la justa valoración y estimula el deseo futuro?

El mundo se divide entre las personas que comen Lo Mejor De un plato al principio y las que lo dejan para el final.

Pienso todo eso (en la contención como alternativa consciente y disfrutable al empacho) después de probar la costra de arroz de Can Jubany.

Nandu Jubany fecha el primer servicio de la gramínea crujiente allá por el 2018; en el 2012 , Paco Pérez la cocinaba entre papeles sulfurizados; Raúl Aleixandre fue pionero con el arroz a la plancha a comienzos del siglo XXI, junto con Quique Dacosta y la sábana de socarrat, que aguanta en horizontal sin desmoronarse.












A otros pueblos, de Latinoamérica pasando por África y Asia, también les agrada esa concentración de azúcares en el fondo del recipiente, que no debe dar granos quemados, sino tostados, en una sutil separación del éxito del fracaso.

El de Nandu Jubany está cocinado con un caldo de gamba y de peu de porc, pegamento natural que mantiene la cohesión de la rueda. Encima, el crustáceo rojo abierto, tamaño XL, a modo de sumisa ofrenda inicial.

Una gozada. Es Lo Mejor De.








Restaurante Besta // Barcelona

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Besta
Aribau, 106. Barcelona
Tf: 930.198.294
Precio medio (sin vino): 30 €




Viento y libertad y relinchos, y la sal de dos mares




Besta es, en tercera acepción, caballo en gallego, palabra importante para el cocinero Manu Núñez, que se crio en una casa con crines. Besta también es bestia, también es salvaje, con lo que está de acuerdo su socio, Carles Ramon, cuya cresta es una firma.

Conocí el talento de ambos por separado: de Manu, en Arume, y de Carles, en La Bellvitja. En aquellas crónicas dejé claro que estaba ante cocineros con entidad y que debían soltar monturas para cabalgar a pelo.

Besta es eso: viento y libertad y relinchos, y la sal de dos mares, el Mediterráneo y el Atlántico.

«De 12 platos, queremos cambiar unos cinco cada semana», dice Carles.

«Trabajamos con dos calendarios: el gallego y el de aquí», dice Manu.

De Galicia, los mariscos de concha. De la lonja de Barcelona, los pescados. Productos que entran y salen, platos que entran y salen. El movimiento. El oleaje.

Cuando me senté en Besta solo llevaban dos semanas de acción y, a pesar de la breve carrera, comí con fondo. Estamos en el primer trimestre del año y escribo que será una de las grandes aperturas del 2021 en Barcelona: a la espera de la vacuna, me inoculo optimismo.

Tras instalarme en una mesita alta de la entrada, a una altura de jinete, Marta Morales, 'bartender' y pareja de Manu, me tentó con una ginebra que La Destilateca elabora para ellos: «Con ostra y lechuga de mar».

Muy buena pócima, preludio de la carta de botellas navegables (algo corta) que trajo Olivier Herbelin, el jefe de sala: en un lado, los vinos atlánticos; en el otro, los mediterráneos. Copa de un espumoso de albariño, Gorgola 2016 (mi primero encuentro con la burbuja 'galega') y otra de un xarel.lo del Empordà, Heusss Blanc 2019, que me llenó la boca de buen tiempo.

El caldo de bonito fue una bienvenida con humo.

La mantequilla fermentada y el pan de Carral me podrían tener entretenido hasta el fin del mundo.

Manu y Carles son incondicionales de la acidez, esa espuela, y la fijan con fermentados, con encurtidos, con cítricos.

Comencé al paso con el 'longueiron' y el 'carneiro'.

El 'longueiron' (más alargado que la navaja) con emulsión de alga 'codium' y el 'carneiro' (escupiña gallega) con jugo de piparra: 'ssssh', qué chispazo.

Al trote con la croqueta y la empanada.

La croqueta encerraba un guiso de 'choupa' (parecido al calamar) y, sobre ella, un montículo soasado del cefalópodo: despaché en dos bocados esa idea con gran contenido.

Algo similar sucedió con la empanada, que rompía la geometría: era esférica, hecha con maíz y rellena de bonito curado, y la liquidabas con dos golpes. La Tierra no es plana y la empanada es un globo. ¡Son unas 'bestas'!

Al galope con la col, el besugo y la 'filloa'.

Buenísima col de 'paperina' (alto, vegetarianos: confitada en grasa de pato) pasada por la brasa, bearnesa con vinagre de ribeiro y 'kimchi' (lo contaron así, aunque habría que quedarse con la idea del picante/fermentado y buscar una palabra coherente con el discurso).

Cortes de besugo curado y sopleteado (qué buen punto), zanahoria y jugo de agrio de col (el mismo 'kimchi': pues sí, ya tenían la expresión).

Jabalí –curado y en 'civet'– y encurtidos sobre una 'filloa' de algas: este plato, ¡este plato! (perdón por el grito), es Besta, es Galicia, es Catalunya, es el monte y es el mar y es levantar el hocico de gusto.

De postre, partiendo de la uva mencía, una aproximación: sorbete de vino tinto y frutos rojos, espuma de remolacha y bizcocho de cerveza negra.

En el 106 de la calle Aribau estuvo el Bistrot 106, estrella de la Barcelona olímpica, Ovic, Bistronou y Sergi de Meià, si no me dejo algún inquilino.

Manu y Carles han llegado: que los cascos resuenen durante mucho tiempo en este suelo.










La pizza de 3 estrellas de Jesús Sánchez // Nonna Maria

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Jesús Sánchez es el último tres estrellas de España: en noviembre del 2019 la guía Michelin le dio el premio máximo al Cenador de Amós, en Villaverde de Pontones, Cantabria, que dirige junto a Marián Martínez, y después se acabó el mundo. Este otoño de anómala normalidad ha respondido a un lance de Jérôme Quilbeuf y Rie Yasui, propietarios de la pizzería Nonna Maria, en el Hotel Meliá Barcelona Sarrià: oye, triestrellado, ¿harías una pizza?

“¡Es mi primera pizza!”, responde con esa sonrisa entre modesta y sandunguera bajo la característica gorra. Sin gorra, Jesús sería otro Jesús. Se estrena como ‘pizzaiolo’ pero conoce las masas: el pan de su restaurante, así como una ‘foccacia’ de vicio, salen a diario en cajas de cartón para un ‘delivery’ de larga distancia.

Es un lunes de septiembre y ha volado de Santander a Barcelona para hacer pruebas: “Va a funcionar”. Hasta esta tarde ha sido una pizza mental desarrollada en dos papeles y, aunque contenga Cantabria, se inspira en un ‘tramezzini’ que comió en Roma. Los caminos de la creatividad son un embrollo.

Nonna Maria es una atípica pizzería con una japonesa y un francés y, por tanto, liberados de nudos y obligaciones. Cada mes piden un contenido original a un colega (ambos tienen una buena agenda: estuvieron años en el Sant Pau de Carme Ruscalleda) y este octubre Jesús es el debutante.

Así, la Pizza del Mes, como la llaman, dio lugar al libro ‘Pizzas para llevar’ que recogía las recetas que antes había tenido esa vida efímera de 30 o 31 días, tal vez 28. La de botifarra del perol y trufa de Marc Gascons, la de Paco Morales con 'calçot', curri y cordero, la de Romain Fornell con fuagrás y confit de pato o la Oriol Balaguer con crema de chocolate y praliné de avellanas. La de septiembre ha correspondió a Eric Basset, de Bistrot Bilou, con salmón marinado y manzana.

“Pensando en ingredientes de Cantabria, lo más lógico hubiera sido una anchoa [género que maneja con maestría en el Cenador], pero ya hay muchas con anchoas”. Anchoa, no; entonces, ¿qué? “Pollo picasuelos estofado con vino tinto y quesos”. Lo de picasuelos agujerea la cabeza.

Una crema de Picón Bejes-Tresviso y lonchas de Las Garmillas, queso tierno de vaca, unos puntos de pesto y ensalada de canónigos (22 €). Y sobre el picasuelos, el jugo concentrado de la cocción. Masa de 230 gramos, 60% de hidratación, 48 horas de fermentación y metida en el horno 2 minutos a 338-340 grados.

Al primer intento, los bordes son muy altos y la pieza parece contraída, pero es aérea y rica. El segundo da con la forma deseada, pero hay que repartir mejor el picasuelos para que no lo devore el picón. ¿El tercero? ¡El tercero!

Después de la experiencia como 'pizzaiolo' exprés, ¿cabe una pizza en el Cenador de Amós? "En el menú degustación servimos una coca crujiente con tomate y sardina. Podría tener una inspiración en la pizza". O al revés.




Rafa Peña alojará su cocina en el Hotel Santo Mauro de Madrid

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El cocinero Rafa Peña alojará su talento, hacia finales de octubre, en el Hotel AC Santo Mauro, en el número 36 de la calle Zurbano de Madrid. Peña es un cocinero de referencia en Barcelona con Gresca/Gresca Bar, el establecimiento desdoblado de la calle de Provença, y también copropietario de Bar Torpedo, especializado en bocadillos y con una hamburguesa que enrola seguidores.

No es la primera vez que Peña dirige cocinas ajenas a su propiedad: se hizo cargo de Rilke, un palacete donde ensayó la cocina burguesa y que servirá de modelo para el Santo Mauro; de la última etapa del literatulizado Casa Leopoldo y en la Costa Brava, hace años, del comedor Villa Teresita del Hostal Empúries. Sabe, pues, de hoteles y de sus servidumbres.

Con las obras del establecimiento recién terminadas, la carta está en construcción y el nombre, por definir, aunque Peña precisa: “No se llamará Gresca. Nos haremos cargo de toda la restauración del hotel, de los desayunos, del espacio que hoy llaman La Biblioteca, de The Gin Bar, de la terraza…”.

En lo que hoy es The Gin Bar: “Será un bar de vinos, un lugar tranquilo, con una cocina parecida a la de Gresca Bar, sencilla, relajada, con el bikini de setas, la rusa…”. A menudo, el cocinero describe su trabajo con los adjetivos “simple” o “sencillo”, pero es esa clase de sencillez que oculta complejidades.Noticias relacionadas

En lo que hoy es La Biblioteca: “Será una oferta más clásica, más de palacio”. Y sigue la enumeración: “Más madrileña, más francesa”. Imaginemos salsas oscuras y volátiles sobre plata.

Recientemente, otros cocineros y grupos que operan en Barcelona han abierto establecimientos en Madrid, como Rafa Zafra con Estimar, los hermanos Colombo con Il Colombo o el Grupo Sagardi con Cadaqués. El espíritu del Gresca está a punto de llegar.




Restaurante Can Boneta // Barcelona

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Can Boneta
Balmes, 139, Barcelona
Tf: 932.18.31.93
Menú de mediodía: 14 €



Los jueves, paella (de menú)


En muchos comedores públicos, el jueves es el día de la paella. En Can Boneta, la pequeña casa de Joan Boneta, el jueves es, por supuesto, un mediodía con arroz. El calendario no guarda solemnidad para ningún otro plato. Puede que el viernes sea 'escudellero', o no, pero el jueves es arrocero.

¿Por qué la costumbre de asignar un día preciso a esa comida?

Las teorías son dispares y disparatadas (con el dictador Franco en siniestra aparición) y la más usual es poco convincente: el jueves era el día en el que libraban las cocineras, que dejaban el sofrito a punto para que las señoras sobrevivieran. Refutemos la hipótesis por clasista y porque no explica el paso de lo privado a lo público.

Can Boneta es un lujo posible para esta Barcelona a la deriva.

Por 14 euros, Joan Boneta y su hermano Antoni, cómplice imprescindible de la peripecia que empezaron en el 2014, ponen en la mesa tres entrantes (¡tres!), un plato principal, un postre, copichuela (y bien: Calònia n7) y pan (y muy bien: de la Fleca Balmes).

Menú de mediodía de cinco estrellas, cinco puntas, cinco tenedores y pulgar levantado.

Pese a la situación adversa, Joan mantiene la sonrisa izada, el ánimo templado y esa amabilidad contagiosa expresada con palabras como «tito».

Cocina abierta, no hay enredo, ni barrera que impida escuchar el tráfago sonoro: en un torbellino, Joan cocina y atiende el teléfono. Es jueves, claro, y las llamadas se suceden: «No hay mesa para hoy».

Conclusión: hay que reservar con tiempo y pensar que la semana tiene otros días. Y si no, el encargo: la comida para llevar.

Una 'mise en place' minuciosa para sobrevivir a un servicio atareado: «Hay que estar para todo, tito. Y tener todo bien controlado. La alegría es la clave, si no, no aguantas», ríe el cocinero.

Raudo, porque hay tres turnos, Antoni acerca las tapitas, no a la vez, sino en progresión. «Can Boneta, ¿dígame?».

La crema de calabaza, fina-fina, cucurbitácea hecha al horno y con un toque de mantequilla.

Huevo a baja temperatura con sobrasada; el rojo, enamorado del amarillo, cohabitación inmediata.

La escarola rizada, delicado amargor, con romesco y anchoa de El Xillu. Amigos: paseíllo victorioso.

He seguido, por caprichoso, por incontinente, con el otro plato del día, que probé en una visita anterior: costilla de cerdo duroc, cocinada a 72 grados durante 12 horas, con soja y miel y berenjena escalivada.

La carne se ha rendido y se deshace, entregándose sumisa. «Can Boneta, ¿dígame?».

Vayamos a lo que cuenta el titular. «El arroz se cocina al momento», dice Joan, y en paellita, no en uno de esos calderos gigantes donde los granos reciben más golpes que un auto de choque.

De calamar y gamba langostinera ('pleoticus muelleri').

Aceite, arroz, marca, caldo (con cabezas de gamba roja, ajos, cebolla, tomate, vino blanco, ñora…), hervor sobre el fuego durante unos tres minutos y entre 13 y 15 en el horno. «Can Boneta, ¿dígame?».

Granos algo abiertos, pero con un sabor complejo y trabajado, que crece a medida que avanzo. Lo disfruto mientras contemplo a esta gente que se lía con un menú importante y la cordialidad del ¡tito!

Postre, un bajativo, un sorbete de mojito de Angelo Corvitto, maestro de heladeros.

Joan fue arquitecto y decidió reedificarse entrando en la cincuentena: es un acto de atrevidos.

«Al principio era un pardillo, no era del gremio, no era del ramo». Siete años después –el aniversario será en julio– este hombre gobierna su mini cocina como un 'disc jockey' los platos en las noches ibicencas.

Ni señoras ni criadas, ni amos ni franquitos: el arroz es para los jueves, y viernes, sábado, domingo, lunes, martes y miércoles. «Can Boneta, ¿dígame?».












La Rioja: 4 restaurantes, 5 hoteles y muchas bodegas

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Estos días, el paisaje de La Rioja está hecho de variaciones del ocre, como si lo bañaran los colores antiguos. Son las viñas ya sin apenas hojas, en su robusta desnudez, dejando a la vista lo elemental. Es ahora cuando es posible calibrar el poder de la cepa.

Tras la vendimia, el ciclo recomienza y se puede leer el calendario en la evolución de la planta, que irá vistiéndose.

En esta ruta, grandes restaurantes, grandes bodegas y grandes hoteles con un prestigio más allá de las fronteras, que son permeables con el País Vasco y la Rioja alavesa. No queda claro si una botella contiene tiempo o paisaje o porciones de ambos.









Los últimos en llegar

En Haro, en una calle peatonal que parte de la plaza de San Martín, el restaurante Nublo, la alianza de Miguel Caño, Dani Lasa y Llorenç Sagarra, los tres ex Mugaritz, ubicado en un edificio del siglo XVI. Piedra e historia para una culinaria de otro tiempo que es este: horno de leña, parrilla y cocina económica.

Lo elemental requiere de grandes complejidades: solo es una falda de cordero con pimientos de cristal pero en la boca aparece la alfombra mágica. Abrieron en julio y el asombro es lo rápido y bien que se han entrelazado con los clientes.

Comparto mesa con Andreas Kubach, director general de Bideona, la última bodega en llegar a la Rioja alavesa: acabaron a tiempo las obras para la vendimia del 2021. Anteriormente lo habían hecho bajo una carpa. Pruebo esos vinos a la intemperie con nombres jeroglíficos en representación de pueblos, y qué buenos: L4GD4, V1BN4 y L3Z4.



El subsuelo de Haro


El barrio de la Estación de Haro es un lugar donde podrían habitar los gusanos de arena de 'Dune' porque alberga impresionantes cavidades. Son los calados, túneles construidos en el siglo XIX en los que almacenan toneles y botellas al amparo de beneficiosas temperaturas y oscuridades y que se pueden visitar si el turista es capaz de sobreponerse a la impresión de que obreros con picos fueron quienes se abrieron paso en la roca.

El tren de Haro trajo a los franceses decimonónicos ahuyentados por la filoxera y con ellos la industria del vino: compraban y trasladaban toneles, si bien algunos también plantaron los bigotes en La Rioja.

En las cercanías de la instalación ferroviaria, los aristócratas: R. López de Heredia Viña Tondonia, Cune, Gómez Cruzado, La Rioja Alta, Viña Pomal Bodegas Bilbaínas, Muga y Roda.

Este año, por primera vez, la Asociación de Bodegas del Barrio de la Estación, con seis de las siete citadas, ha encendido luces de Navidad. Siempre que se beba hay que saber encontrar el camino de regreso.









Los hoteles rupturistas

En Villabuena de Álava, la misma población en la que se encuentra Bideona, el Hotel Viura,con nombre de uva, un hotel que quiebra el 'skyline' de una población con menos de 300 habitantes. Cubos apilados, algunos torcidos, en extraña y desconcertante conversación con la Iglesia de San Andrés, del siglo XVI.

Desde el aire parece un amontonamiento, como si a un niño se le hubieran caído las piezas del juego de construcción. En el interior, recogimiento, madera y hormigón y tal vez demasiados elementos para agobio de las personas que tienen que limpiar.

En Samaniego, a siete minutos en coche, el Palacio de Samaniego, adquirido por la familia Rothschild, apellido con armiño, en ese retorno sin fin de los franceses a estas tierras. Lujo, claridad y muchos jarrones de cristal y un restaurante, Tierra y Vino, algo desajustado, con el tartar de vaca, yema y tupinambo como mejor plato.

Los apellidos famosos siguen con Frank O. Gerhy, arquitecto del Hotel Marqués de Riscal, en Elciego, que es como si al Muñeco de Hojalata le hubiera tocado la lotería y fichado a una súper estrella para que le diseñara un palacio. También podría ser una nave extraterrestre en busca de combustible y tintos memorables.



Estrellas en la cocina

Daroca de Rioja, que no llega a 50 habitantes, tiene un restaurante con una estrella Michelin, la Venta Moncalvillo, de los hermanos Ignacio y Carlos Echapresto, singularidad de récord. Caben más personas en el restaurante que en el pueblo. La resistencia es su divisa, pero no desde el sufrimiento, sino desde el convencimiento. La Luna influye en los menús: Luna Creciente y Luna Llena. Vivan los lunáticos.Noticias relacionadas

En Ezcaray, los Paniego y, siempre en la memoria, Marisa Sánchez, que fue la matriarca y hacedora de recetas con tanta influencia como la croqueta, celebrada como una de las mejores de aquí a Ganímedes, y la merluza rebozada.

Echaurren es un hotel, con una de las mejores camas que se puedan encontrar; El Portal de Echaurren, con dos estrellas, y Echaurren Tradición, donde son eternos los guisos de Marisa. Es Francis Paniego el responsable de que la llama siga alta y su hermano Chefe, de que las botellas sean destapadas con la merecida reverencia que antecede a la alegría.



Restaurante Sensato // Barcelona

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Sensato
Septimània, 36. Barcelona
Tl: 654.531.865
Menús (sin vino): 50 y 72 €




'Nigiri': 
¿cómo algo tan pequeño vibra en la boca?



La contención del 'nigiri'. La concentración del 'nigiri'. ¿Cómo algo tan pequeño vibra en la boca?

Los dedos de Ryuta Sato, en Sensato, manejan los zepelines de arroz como si estuvieran a punto de desaparecer. Mira, mira, mira, ¡hop!

Me senté delante de este hombre y de sus manos ligeras en Sato i Tanaka, restaurante revelación del 2018; y ahora, independizado en Sensato con su mujer, Aya Sato, socia y cocinera, y que será uno de los imprescindibles del 2021.

Una barra y seis comensales, lo que lo convierte en uno de los comedores de Barcelona donde es más difícil conseguir una reserva: «Entre dos y tres meses de antelación», cuentan. Paciencia. La paciencia genera deseo. Y a veces el deseo imprime frustración. No fue el caso.

Sato puso sobre la piedra –que servía de plato– 9 'nigiris' y 4 'gunkans' de un total de 21 bocados.

Después me referiré a la orfebrería: ahora enumero la sopa de almejas (demasiado potente) y la de alcachofas (perfecta), la ventresca de atún con yema trufada (impactante), el pulpo guisado con sake, la ostra ahumada, el cherry encurtido, los 'calçots' en tempura (guiño-guiño a Catalunya) y helado de 'miso' con almendras.

El precio final fue de 85,50 euros con agua, café y dos copas de Akilia, palomino y doña blanca que elabora Mario Rovira en El Bierzo. Carta con pocas botellas, pero elegidas con tino.

Juzgar un 'nigiri', una pieza de pescado o marisco y gramínea, compromete.

Es un microcuento o un poema que hay que entender a la primera, sin oportunidad para la relectura. Porque hay que comerlo de un bocado, jamás partirlo para no desfigurar la intención del confeccionador.

El 'itamae' debe de tener en cuenta la boca de quien come. Nunca se debe 'realiñar', es decir, mojar en soja porque llega aderezado.

Hay que fijarse en el equilibrio de las dos partes, la superior y la inferior.

Hay que fijarse en la cocción del arroz, el aliño y la densidad: ¿es compacto o es aéreo?

Hay que fijarse en el grosor de la cobertura y si ha sido levemente cortada para facilitar la ingestión.

Hay que sentir el seísmo en la boca, y el eco –y el ecoooo–, pues tiene que perdurar.

Los 'nigiris' de Sato pesan unos 20 gramos (diez cada mitad), la textura del arroz, a la vez, firme y liviana; muchas de las lascas han sido cruzadas con cortes; al comerlos, tienes la sensación de que la feria se ha instalado en el pueblo.

Bombillas de colores, noria y caballitos. ¿Los mejores de…?

«El producto es de aquí; la forma de prepararlo, de allí», dice Sato. Tomo un «de aquí» que es «también de allí»: la galera. «En Japón también hay y es uno de los 'sushis' más antiguos».

Galera pelada por Aya, ingrata tarea, el cuerpo desprovisto de la cáscara y con falsos ojos en la cola, como si estuvieran tatuados.

'Nigiri' de calamar con lima, de navaja con 'sisho', de galera, de gamba con polvo de la cabeza, tostada y molida (la idea de una gamba la plancha); de dorada, de salmonete sopleteado («en crudo es muy duro»), de ventresca de atún, de atún y fin de fiesta en Nigirilandia con la anguila guisada.

Y los 'gunkan', faja de alga con un relleno: de jurel con jengibre y 'sisho', de anguila/salmón/huevas/'shiitake', de erizo de mar y de tartar de atún y yema de codorniz, un ojo amarillo.

Con la elegancia que da el trabajo manual, Sato va sacando de una preciosa caja de madera los pedazos, los lingotes que pasan por sus dedos y por sus cuchillos en una coreografía espontánea; ambos, instrumentos; unos, romos; los otro, afilados.

En el techo, sobre esa barra única para seis alegres culos, u ocho, cuando el futuro se aclare, un homenaje a la 'volta' catalana, el viaje de Tokio a Barcelona.

Recibo el siguiente 'nigiri' como una bendición.





De los que nunca se habla

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El restaurante separa los mundos con una puerta, que a veces es automática y, otras, de patadón. A un lado, el comedor; en el otro, la cocina, aunque desde hace años se diseñan espacios sin barreras, solo cristal, que desvelan intimidades o acentúan el síndrome de la pecera.

En esos acuarios es imposible saber si la cocina está en el comedor o el comedor en la cocina, aunque quien elige el exhibicionismo debe de tener claro el sentido del espectáculo, sobre todo, para actuar en silencio.

No siempre hay cristal, sino a veces, el puro aire –obligatoria una buena extracción–, probablemente por influencia de las barras japonesas.

Y, sin embargo, ese supuesto mundo a la vista sustenta un submundo oculto: el de la pica, el de los platos apilados y con el rastro de los placeres ajenos. Es el mundo dentro del mundo dentro del mundo. La gente de la que nunca se habla. Son extranjeros, de una raza que no es la blanca.

Pregunto por el apellido de quienes trabajan en los restaurantes y, ya sin sorpresa después de tantos años inquiriendo, el chef principal lo desconoce, sabe el nombre, sí, o inventa alias, por ejemplo, para llamar a los aprendices según la escuela de hostelería de la que proceden.

Hace poco, Oriol Ivern, de Hisop, me habló de Alam Shaharia, la persona que friega el menaje de Hisop y que había inspirado el prepostre. En La Bendita, Gonzalo Rivière se refirió con entusiasmo al jefe de cocina del restaurante, Dennis Duque, al que conoció como lavaplatos 15 años atrás.

Jordi Garrido se encontró con Joey Allas Paga en un cuarto frío y ahora le da leña a la paella valenciana en Soca-rel. Tanto Dennis como Joey son filipinos, la misma nacionalidad que Ruel Rodeles, en Toc al Mar, socio de Santi Colominas y Sandra Baliarda. Son las personas que (casi) nunca aparecen en las historias.

La crónica de esta semana mete las manos jabonosas en la pica del restaurante Grat, de la que se ocupa el cocinero y dueño, Xavier Mendia, en un caso cada vez más frecuente de chico-para-todo, con Vidal Gravalosa de La Forquilla como caso extremo de one man show

En Grat, un espacio sencillo, Xavier, con Enric Casablancas como camarero y único empleado, se desenvuelve con una cocina con jugo, con fondo, con memoria (esos farcellets de perdiz con escabeche) o con memoria inventada.

Trabajadores esenciales en una ocupación poco vistosa.
Porque queremos saber quién nos cocina pero no quién limpia lo cocinado.




Kabuki Raw: pescado, corte japonés, aliño bilbaíno

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Mi primera inmersión en el mundo Kabuki, los restaurantes de cocina japo heterodoxa liderados por Ricardo Sanz, se gestó a lo grande: comí en compañía de un inspector de la guía Michelin.

Fue en el Hotel Wellington, en Madrid, y la cita entre sombras con el hombre con traje gris y anillo obispal era para hacerle una entrevista, la primera publicada en un diario generalista con alguien de ese gremio.

El encuentro se planeó al estilo del Berlín de la guerra fría, con un secretismo sin gabardinas, y tuvo como anticipo la comida en una mesa discreta de Kabuki Wellington.

Casi me caí de la silla cuando el inspector pidió unos palillos con gomita, recurso solo aceptable para niños, aunque nunca para las manos de un experto, además, el principal responsable, por aquel entonces, de repartir las estrellas, más bien pocas, por España.

La perplejidad de la situación, y la incomodidad y torpeza del inesperado manco, ha hecho que nunca olvidara el mediodía en el restaurante de Ricardo, más allá de las particularidades de su excelente comida.

Fue él, un sushiman nacido en Madrid aplaudido por su cocina japonesa mucho antes del primer viaje a Japón, el responsable de la mezcla de lo local con los cortes y la estética de la lejana isla.

Esta noche, sentado en Kabuki Raw de Finca Cortesín, en Casares, Málaga, rodeado de extranjeros, de alemanes y británicos, me pregunto si alguno de ellos sabe que hace dos décadas, Ricardo puso en circulación bocados tan copiados como el nigiri de huevo de codorniz, de hamburguesita de wagyu o de pez mantequilla con paté de trufa, y esas lonchas de ventresca de atún espolvoreadas con mollete tostado y con pulpa de tomate, en recuerdo de un pa amb tomàquet.

“Los hice a partir del 2001. El éxito fue instantáneo, aunque yo no me considero un gran creativo. El producto es lo importante: lo que le hagamos, que no le moleste”. De la misma manera se expresa Luis Olarra, el chef al frente de Kabuki Raw, que ve similitudes con la cocina vasca: “El actor principal siempre es el ingrediente”.

A finales de septiembre, con el tiempo indeciso entre el último calor y el primer frío, los jardines de la Finca Cortesín son de una asombrosa perfección: ninguna hoja fuera de lugar. Probablemente sea el mejor hotel en el que haya estado.

Luz baja en Kabuki Raw, mesas con comensales vestidos con la elegancia sosegada que dan los años. La belleza de los platos se difumina por culpa de esa tenuidad. La delicadeza necesita luces para ser evaluada.

Cocina abierta, con Luis Olarra al frente, y a la vista. Y un comedor con aires clásicos e insinuaciones niponas.

La concha fina con escabeche, la tortillita de camarones hecha con harina de arroz en un juego japoandaluz, el pollo con salsa teriyaki y la piel crujiente, y también el crunch de la teja de algas que hay que quebrar sobre una sopa de cítricos y granizado de vainilla.

El tartar con yema cruda es esa delicia envolvente que a veces también practicamos en casa con otro plato de Kabuki, en el que el huevo está frito y unas patatas aconsejan al atún picante un camino pacificador.

Llego al final para explicar un plato del principio, con una presencia impresionante que rompe la serenidad de la sala: sobre hielo, una dorada de la cabeza a la cola y sin la parte central, alfombrada con la carne cortada finamente (usuzukuri) y aliñada a la bilbaína, en ese diálogo habitual entre lugares.

La dorada es la vajilla biodegradable. Con los palillos que el inspector de Michelin manejaba de manera torpe y engomada, hay que atrapar las laminillas ligeramente picantes gracias al shichimi y tornasoladas por el aceite de ajo y vinagre. Vaciada y dramática y vistosa, queda la espina y la cabeza del pescado, prueba de que la muerte puede ser distinguida.





Y la noticia de esta semana:





Ruptura, a la espera que sin cuchillos de 'itamae' en alto, del grupo de cocina japonesa Kabuki, que ha liderado durante veinte años Ricardo Sanz, creador de la cocina japocañí y tenedor de tres estrellas Michelin.

Primero fueron sus antiguos colegas, con José Antonio Aparicio al frente, los que emitieron un comunicado asegurando que Ricardo seguía “vinculado al concepto como socio” y ahora es este quien hace lo mismo pero diciendo lo contrario: “Lanza su propio grupo gastronómico bajo el nombre Grupo Ricardo Sanz, iniciando así una nueva etapa de independencia, liderazgo y autenticidad”.

El restaurante del Hotel Wellington pasa a llamarse con su nombre, y quien circule por delante ya verá la nueva marca impresa según el diseño de Abraham Lacalle. El del Hotel Las Cortes Double Tree también ha sido rebautizado: Kyoshi, “maestro de maestros en japonés”, cuenta el 'itamae' madrileño.

Y habrá cambios en rotulaciones en los de The Riltz-Carlton (Abama, Tenerife), Finca Cortesín (Casares, Málaga) y en el “proyecto de la empresa Áreas en aeropuertos”.

En su nota del 26 de noviembre, el Grupo Kabuki también hace referencia a esos establecimientos.

Ricardo asegura que plantea el futuro con energía renovada: “Aunque no es lo que deseaba a estas alturas de mi carrera. Ha pasado otras veces, como en el caso de Martín Berasategui”.

Por su parte, los responsables de Kabuki explicaban que Ricardo dejaba sus funciones en “la gestión operativa y empresarial del grupo con el objetivo de desarrollar un proyecto personal" con el "actual Kabuki Wellington” como "buque insignia". Y detallaban “la renovación de la imagen corporativa” y una “expansión nacional e internacional”. Inmediata en Lisboa y para el 2022 “la apertura de un nuevo Kabuki en Madrid y otros restaurantes (…) en París y Miami, además del concepto Nohai recientemente abierto en Gran Canaria”.



En la periferia de la restauración

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Probablemente, Tamae y Goxo Barcelona, restaurantes con servicio a domicilio y con comida para llevar, no habrían nacido sin la pandemia y la necesidad de los restauradores de recomponerse.

 

 


No solo el covid ha hecho que el magma del delivery rompa la tierra –con los conocidos problemas de explotación laboral de los riders y tiranizados también por el cliente vago atrincherado en casa–, sino que cocineros relevantes, como es el caso de David Muñoz y Albert Raurich/Eugeni de Diego, hayan optado por una fórmula mixta, en la que se aceptan comensales sentados mientras los pedidos van siendo disparados a mensajeros sobre ruedas.


Resumamos con neologismo: es el alumbramiento del delibar y de la delibarra, contracción que contiene medio delivery.


Pero ¿es nuevo-nuevo? De ninguna manera. Sin profundizar, me vienen a la cabeza negocios con extra: el pollo a l’ast con degustación, la hamburguesa con degustación o las centenares de panaderías (que no lo son y mantean ese nombre de forma inapropiada) con degustación.


Aunque las diferencias son enormes, más allá de lo asiático (casualmente, en Goxo y Tamae sus factótums aparecen como especialistas en lejanías zarandeadas).

Una: los locales y su presencia, el aspecto formal, la decoración.

Dos: la construcción de los platos, pensados desde máximos. Como me dijo Dabiz en descriptiva frase pirateada después por algunos periodistas: “Alta cocina vestida de fast food”.


El efecto contagio –y vivimos infectados– es inmediato y seguramente el modelo híbrido se multiplicará.

Los dueños futuros, y los presentes, deberían reflexionar sobre qué plataformas contratan y cómo se retribuye a los que llevan el manillar.


Cada vez son más las voces (como no puede ser de otra manera) que reclaman condiciones justas para los trabajadores de la hostelería (y el aumento de precio de Diverxo parece que va en esa dirección), si bien me llama la atención que haya tantos propietarios de restaurantes repentinamente aguerridos.


¿A qué esperaban para pagar lo adecuado, respetar horarios, tratar bien a las personas?

Estaba en sus manos y ahora parece que la responsabilidad sea de otros, de ese cliente al que se le recuerda que paga precios muy bajos.  


No podemos felicitarnos de que los envases sean sostenibles sin preguntarnos antes si los sueldos también lo son.


Sin embargo, los riders no cuentan. Los riders no son camareros. Los riders son la periferia de la restauración. 




Restaurante Claris 118 // Barcelona

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Claris 118
Pau Claris, 118. Barcelona
Tf: 934.882.837
Menú de mediodía: 13 €
Medio menú: 8,50 o 10,50 €



Chef de primera, menú del día



El restaurante Claris 118, conocido antes como Mirym, es grande y con dos plantas, acondicionada la baja por los nuevos propietarios y en reconstrucción la primera. Presentan un menú de mediodía a 13 euros y si el transeúnte es curioso leerá con atención los papeles expuestos: ocho primeros, ocho segundos y siete postres.

Entre los principales, lomo bajo con salsa de 'ceps' y lubina de estero con salsa vizcaína y judías verdes. ¡Lomo bajo en una minuta de diario!

¿En cuántos sitios plantan una pieza de vacuno mayor en un repertorio económico? ¿Quién está detrás del desafío de Claris 118?

Pues Ever Cubilla, un viejo conocido de los días de gloria y caviar de la restauración, ex jefe de cocina de Espai Kru y de Rías de Galicia.

He aquí el resumen de nuestro tránsito: del wagyu al bacalao a la 'llauna'. Segunda experiencia de Ever como dueño tras el descalabro de Señorito, que hoy ocupa Maleducat.

Asociado con su pareja, Laura Monedero, responsable de la sala y jefa del vecino bar Cinemateca, Ever hace converger líneas: «Esta es una casa de comidas antigua. Quiero hacer un híbrido, entre lo moderno y lo clásico, mezclar conceptos, enganchar a un público mayor y a uno joven».

Presente: planta de la calle con el menú de mediodía y tapeo los fines de semana.

Futuro: escaleras arriba, un gastronómico, Étnik, «una vuelta por los mercados del mundo», con un tíquet entre los 50 y 60 euros, el mismo precio que si hoy pides al cocinero un fuera-de-carta, «un festival».

Eso de los espacios dobles es algo que atrae a este cocinero nacido en Paraguay y empeltado en Barcelona en 1999.

Sí, es tentador recuperar al chef de Espai Kru y su destreza con el cuchillo y el corte precioso y preciso, y no renuncio a ello porque veo un tartar de solomillo con un suplemento de dos euros (el único enunciado con precio extra), aunque no solo me tienta el crudo: de los 23 platos del día probaré nueve, dos de los cuáles ya he citado: el bacalao 'skrei' a la 'llauna' y el lomo bajo de vaca curado durante 20 días. El oficio del cronista es hacer de 'lemming' y tirarse por un acantilado, pero con alegría, eh.

Dos tintos y dos rosados, que cambian semanalmente, como los platos: elijo Terra de Pau, de DO Catalunya, sin queja.

Escarola, pesto rojo, beicon y pipas (conjunto bueno, aunque algo salado).

Una croqueta de pollo rustido y jamón y otra de choco, según la fórmula de Ángel León: la primera, bien-bien, exterior cobrizo y crepitante y resbaladizo interior; la segunda, oh, maravilla, de negrísimo corazón.

El Ever que conozco saca la patita con el cebiche de corvina, rocoto, cebolla y maíz tostado; y con el moderado atrevimiento de los fresones de Almería y el tomate variedad rebelión y la ruptura del rojo con el verde del aguacate.

Vayamos a por la paellita, con el grano suelto y bien definido, #arrozparauno con pollo, cerdo duroc, 'calçots', setas, gamba langostinera y almejas, miscelánea que funciona gracias a las prestaciones del bombita de Molino Roca.

¿Postre? «Prueba el tiramisú». Buf, ¿tiramisú? Enmoldado como un flan, satisface al adicto al dulce que todos tenemos dentro.

Me he saltado el tartar, importante para la biografía de Ever: es el que preparaba en Shanghai 1930 y en Mondo (donde lo conocí) y en Espai Kru y le dan cuerpo 15 elementos, entre ellos, una pincelada de mermelada de tomate.

Solomillo de vaca rubia gallega en compañía de unas patatas gruesas que uso como montadito.

Brindo por el menú de mediodía por debajo de los 15 euros pensado desde la ambición y no desde la indolencia, la indiferencia o el conformismo.

Y por los cocineros y las cocineras que creen en la dignidad de lo cotidiano trabajado con excelencia.




Restaurante Adobo/AdoBar // Barcelona

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Adobo

Milanesat, 19. Barcelona
Tf: 93.595.00.01
Precio medio (sin vino): 35-40 €


Guisos que manchan el mantel



Los comedores diáfanos escasean en esta Barcelona de restaurantes encajados en rompecabezas. El de Adobo, el negocio en sazón de Enrique Valentí, es amplio, luminoso y facilitador de ojeos y contactos, lo que agradece esa clientela que va a ver y ser vista, y, a lo mejor, a ser comida: y hasta este punto, el análisis social y decorativo.

Enrique sabe de amarguras y de laureles y de trabajar para otros (Casa Paloma, Chez Cocó, BarBas,Marea Alta/Baroz) y por segunda vez es dueño de su tiempo y talento.

Adobo –y el bar AdoBar, en construcción– es una cocina de guisos (pero no solo) que el cocinero refina y afila.

Discuto con Enrique sobre el verbo y la acción: entender los adobos/marinados como un trabajo en seco o con humedad que transforma la materia prima y que facilita la conservación/cocción. La amplitud del campo solo depende de la inventiva.

Enrique dice: «Es una técnica que me representa. Se había usado para enmascarar productos poco frescos o de baja calidad, y nosotros queremos hacer lo contrario». Estoy parcialmente de acuerdo porque se busca también fijar el sabor y aflojar resistencias.

Manteles y servilletas y cazuelas y pan: aquello que corría peligro de extinción y que va siendo revivido como los especímenes de Jurassic Park. Descubro que dejo un involuntario rastro en el mantel: es una comida que mancha, es una comida con huella.

Hay un apartado consagrado al ¡sofrito! –y qué bueno el huevo abuñuelado sobre gambitas, tomate, pimiento y cebolla y un segundo rehogado, este con puerro, cebolla, papada ibérica ahumada y gurumelos– y hay lugar para la cazuela, que toco con el brío de un batería de hard rock.

Saco de ese fondo, trabajado con jerez, garbanzos, salchichitas y 'camagrocs'. El caldo es de una densidad responsable, y pica con la modestia de la pimienta negra molida gruesa. Me gusta que la marmita esté en la mesa porque es un faro.

Desordeno a propósito la crónica para elogiar el postre, un postre que se alza sobre todos los que he comido últimamente: el buñuelo gigante relleno con crema pastelera aromatizada con anís.

Observo una capa alta, fina, crujiente, exageradamente bien frita, que se deshace en la boca y que contiene el cremoso interior. «¿El secreto? La fritura al momento», cuenta Enrique. Como un Gastradamus de baratillo, auguro grandes ventas y tiempo en la carta.

Desde mi posición, ventilado junto a una puerta, veo gente que se conoce y que se saluda, tal vez vecinos, tal vez clientes que siguen a Enrique. En un sitio que acaba de abrir, esa camaradería es de estudio antropológico.

Dirige la sala y la carta de vinos –con botellas elegidas por todos los trabajadores (¡buena idea!)–, Nerea Arriola, auxiliada por Eric Baró. A los mandos de la cocina, Gerard Trilles.

Tienen un toque de brasa el bonito (jugoso) y los pimientos con ralladura de atún curado, y la carrillera, adobada con un mojo de anchoas, que llega con una ensalada de pamplinas, con una acidez demasiado alta, no así la de la emulsión de cítricos que cubre los espárragos.

Un buen trago a Maria Ganxa, cariñena del Montsant, para otro futurible 'hit' de Adobo: el tartar de picaña de vaca rubia gallega con 50 días de reposo, cortado a cuchillo y aliñado solo con sal, pimienta y yema.

A un lado, un cuenquito con especias morunas para amenizar al gusto. Cuidado porque, sin el añadido, el bocado es sensacional y el entusiasmo con los polvillos podría estropearlo. Enrique: ¿uno o dos pellizcos?

Vuelvo al sofrito para hablar del desparpajo de Adobo: el coraje es dar importancia al fuego bajo y al tiempo. Colocar un huevo y un sofrito sobre un mantel blanco.

La mancha al terminar es tan accidental como descriptiva.



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