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Channel: La Cocina de los Valientes
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El vino que regresó del barro

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Bodega Rendé Masdéu
Crtra N-240, km 39,5. L’Espluga de Francolí (Conca de Barberà)
T: 977.87.13.61





Sobre el mantel, la botella con barro seco es imponente, inquietante y trágica. Al manejarla, el sedimento cae y deja sobre el blanco los restos del infortunio. La mancha sobre el blanco. El polvo ocre es el río Francolí, que el 22 de octubre del 2019 se desbordó: hubo cuatro muertos y dos desaparecidos y arrasó la bodega Rendé Masdéu, en L’Espluga.

Las imágenes son impresionantes: la riada arrancó el edificio. «Desapareció. Quedó una pared de un metro», dice Mariona Rendé. La herencia, en una pared de un metro.

Un año después, los Roig Rendé, Mariona, su marido, Jordi, y sus hijos, Arnau y Jordi, siguen haciendo vino en un nuevo hogar, en las cavas Simó de Palau, que adquirieron en un concurso de acreedores. «Somos payeses, viticultores. La viña estaba intacta, así que teníamos una cosecha por delante y nos angustiaba no tener un lugar».

Las cepas, esplendorosas, ofreciendo el fruto con su propio ritmo al margen de los humanos y las desgracias.

La vieja edificación tenía mil metros cuadrados; las instalaciones de Simó de Palau, 5.800. Una enormidad. «Hicimos números y nos decidimos: ‘Pedalearemos más’». «Egoístamente, con el seguro y la ayuda de la gente teníamos la vida solucionada. Pero somos guerreros», sigue Mariona.

14 hectáreas con cultivo ecológico y «una campaña complicado por el mildiu», aunque el hongo, a diferencia de otras zonas, les ha afectado «poco». Un año, entonces, «con vinos muy buenos». Reconforta escuchar eso en el aciago 2020.

Nunca, dice Mariona, hubo opción para la derrota. Se instalaron en 1994 junto al río Francolí por una riada y una riada los desalojó 25 años después.

Aquel inmueble había sido propiedad del bisabuelo, bombardeado en la guerra civil, reconstruido, reconvertido por el abuelo en fábrica de tripa de embutidos, heredado por el padre y, otra vez, transformado para un uso distinto: almacén de maquinaria agrícola.

La crecida del 94 les dio la oportunidad de pensarlo de nuevo: renació como bodega. Ese lugar ya no está, ese lugar ya no existe. Solo quedó el Vi de Fang.

«Fue espontáneo». El nombre y la idea de comercializarlo nacieron con las botas metidas en la ruina. Rememora Mariona el desescombro: «Bajé poco, estaba hundida».

Los amigos y los vecinos y la familia recuperaron las botellas enterradas en el lodo. «A un amigo, que es como un hermano, se le ocurrió: ‘Esta botella hay que venderla. Yo, no la limpiaría. Hay que sacarla como Vi de Fang’». Llevar la inundación, y sus consecuencias, a lugares secos y cálidos.

Es un símbolo, siguió el amigo. El valor metafórico es alto. La mancha marrón sobre el mantel impoluto. Josep Roca, de El Celler de Can Roca, adquirió 60 botellas que sirvió en la Cumbre del Clima a los amos del mundo. La consecuencia del cambio climático era esa botella con costra.

En noviembre del 2019 compré una, forrada, claro, con el aluvión. La he abierto recientemente, coincidiendo con el primer aniversario. En Rendé Masdéu la vendían a 15 euros y habían pedido a los distribuidores y tiendas que lo hicieran a ese precio: un insolidario me cobró 21 euros en Barcelona.

La desgracia hace aflorar a los pícaros y a los altruistas. Mariona habla de los segundos: «Nos ayudó gente del pueblo, de fuera, del mundo. Cuando te ayudan tanto piensas: ‘Lo hacen para que no dejes de hacer lo que sabes hacer’».

Mi botella enfangada, hermosa en la catástrofe, contenía un 2017: o era el cabernet sauvignon Peu de Bosc o el syrah Arnau. Diría que el syrah, aunque en una cata a ciegas tengo menos talento que un babuino. Mariona descarta que fuera el Trepat del Jordiet, la tercera posibilidad, por la forma del envase. Dejó rastro en mi mesa: esa era la misión.

Acaban de etiquetar –estas, sí– 1.800 botellas con el nombre de Vi de Fang 2017 (12 €) y podrían ser tanto Peu de Bosc como Arnau: el azar, de nuevo.

Y aún les quedan unas 400 recubiertas con lo que arrastró el Francolí.

Son un testimonio con relieve.

El mapa de lo que el río se llevó.




Me apetece una escalopa XXL

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Al llegar a casa con la bolsa, me propuse medir el escalope Armando (18 €), metido en un cartón rectangular. Es el tipo de embalaje que se reserva para un pañuelo elegante.

Si un plato tiene nombre propio, hay que calibrarlo. Saqué la cinta plegable de la caja de herramientas, que es como el botiquín del 'bricoleur': 37 de largo por 18 de ancho, aproximándose a los 40 que prometen.

El Armando es una alfombra con historia, nacido en Madrid en 1970 en La Ancha, propiedad de la familia Redruello, y que en Barcelona está disponible en formato comida-para-llevar/comida-a-domicilio.

Nino Redruello, el continuador de la saga, ha volteado lo popular en el restaurante Fismuler (con local en Madrid y en Barcelona), ese peldaño anterior a la alta cocina, donde sirven también un escalope, que no es el Armando, elíptico y de ternera, sino redondo y de cerdo y que, además, refuerza su atractivo con huevo cocinado a baja temperatura y esparcido encima y trufa negra rallada ante el cliente (24 €).

Es como Pavarotti cantando 'O sole mio': lo cotidiano con chaqué. «Es cachondo, algo señorial para una carne empanada», dice Jaime Santianes, socio en Barcelona.

Lo que hoy se cuenta aquí es un elogio de la carne abrigada, que tiene una aceptación sin edad ni clase social, un placer limitado por los médicos, que ven en el rebozado a un Satanás con capa. El deseo solo está plenamente satisfecho con la porción XXL.

Fismuler nace de un malentendido: de regreso de Viena, los tíos de Nino dijeron que habían comido un 'wiener schnitzel'–como se nombra en Austria a la especialidad– en Figlmüller, que ellos pronunciaron Fismuler, palabra que en 2016 rotuló el negocio.

Escalopemos la crónica.

Expliquemos primero Armando, que toma en nombre de un cliente argentino al que le parecía insuficiente la milanesa que servían en La Ancha: Antonio, el padre de Nino, y Gabino, el cocinero, satisficieron la gula del hombre metiendo la sábana en una paella de 50 centímetros.

Corte de un centímetro de ternera blanca lechal (tapa) al que le dan unos 90 golpes (parece el título de la película de Truffaut) con una espalmadera para romper la fibra. Queda un papel de un milímetro.

Harina, huevo y pan rallado (chapata y barra) y fritura en aceite de girasol.

«La espalmadera pesa 1,60 kilos y la he diseñado con un herrero. En cada escalope están mi padre y mi tío. No hay atajos».
Callos en las manos de Nino.
La honestidad de cada uno de los 90 golpes, dice.

Cualidades del rebozado, según Jaime: «No tiene que camuflar el sabor, ni haber burbuja ni dejar la carne seca».

Sigamos con la Fismuler: cabecero de lomo de cerdo blanco cortado en porciones de 200 gramos, atizados con la espalmadera y con fuerza de púgil hasta conseguir una circunferencia de unos 35 centímetros. El mismo proceder en aceite hirviendo que con el pobre Armando.

Nino habla de «volatilidad, finura y delicadeza». Parece exagerado aplicar esas palabras a un trozo de chicha encapuchada. Pero es así: de adultos podemos comernos la escalopa perfecta que nos sabotearon en la niñez.





Fismuler
Rec Comtal, 17. Barcelona 
Tf: 93.514.00.50
Precio medio (sin vino): 35 €


Escalope Armando
Còrsega, 68
Tf: 935.95.85.77 
Comida para llevar o a domicilio












Restaurante Arigato // Barcelona

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Arigato
Roger de Llúria, 114. Barcelona.
Tf: 931.05.49.03.
Precio medio (sin vino): 15-25 €




Qué bien se come en la cafetería




La última vez que vi a Sebastián Mazzola y a Sussie Villarico fue en el bar Veraz, que dirigieron fugazmente.

Malicio de las asesorías porque acaban abruptamente y convierten la crónica en un agujero negro. Y a pesar de mis recelos fui y conté lo tentador de ese rincón del Hotel The Barcelona Edition porque Sebastián es un cocinero con fuste y Sussie, una sumiller de primer orden.

Al saber que habían abierto Arigato lo primero que pregunté fue quiénes eran los dueños: “Nosotros”. Pues adelante: probemos el invento porque Arigato nació como… heladería. El deshielo ocurrió el 8 de marzo, qué puntería, cuando el Mundo de Antes aún existía, de manera que el 13 congelaron al recién parido.

El confinamiento hizo evolucionar la idea primigenia por culpa de los fideos 'udon' que Sebastián preparaba en casa. La oferta actual, de orientación japonesa, la han desenredado de ese ovillo. Sirven helados, y muy buenos, pero también platos, y excelentes. Los acompañan como cómplices necesarios Fabiola Barrientos y Rocco Oteiza.

Por la noche, las preparaciones son de más hondura (se come en torno a los 25 euros, sin bebida), aunque el mediodía (alrededor de los 15) presenta cuencos tan profundos como el 'miso-strone' o el 'tan tan udon' de cerdo. Vuelvo a ellos enseguida.

Antes, prestemos atención a lo que Sussie, especialista en sake, se trae entre manos.

El primero es un espumoso, “un pre sake, antes del sake moderno”, de la bodega Terada Honke: para beber a cubos, me parece modernísimo.

El segundo, caliente, de la casa Niida-Honke: Sussie alcanza una bandejita para que elija el recipiente, un gesto bonito, y un sabor reconfortante.

El tercero, de Tengumai, recuerda a un oloroso: solo quedan unos dedos en la botella, y en el trago también hay algo de melancólico final.

Vuelve la fiesta con el sake infusionado con ciruelas de Heiwa Shuzo.

La 'miso-strone' es un juego con la minestrone y el 'miso', un bol con zanahoria, tirabeques, nabo, parmesano, en cada cucharada hay una ola de sabor, eso que los enteradillos llaman 'umami'.

Berenjena escalivada, deshilada y mezclada con setas enoki (en busca de la idea de fideo) y aliñada con vinagre y un fondo oscuro y vaya-qué-bueno-está.

Coliflor, sí, coliflor, suculenta coliflor escaldada y rustida, con mantequilla 'noisette', 'miso', tofu y praliné de piñones.

Ojalá verduras y hortalizas fueran trabajadas de este modo atractivo.

Postre: helado -claro- de té verde, mascarpone, bizcocho de matcha y 'yuzu', que Sussie y Sebastián importan de Japón.

Tienen una red de amigos con aura nipona: el tofu es de la empresa Tofu Catalán y los vegetales los cultiva Hidenori Futami en Pals. Aquel día les entró un melón cantaloup y lo mezclaron con sake.

Tirando del 'udon' llevo la pasta al final de la crónica.

Sebastián cuenta el proceso: “Solo agua y harina. Para estirarlos usamos una laminadora de hojaldre y los cortamos a cuchillo”.

Fideos gruesos, untuosos, resbaladizos como una boa: cada día elaboran dos kilos y medio.

Caldo de pollo con alga 'kombu' y leche de soja. Cuello de cerdo duroc estofado. Huevo cocinado a 63 grados. Y el añadido malicioso de 'la-yu', aceite picante con sésamo.

Hay que bajar la cabeza y hundir los palillos, romper el huevo, dejar que las sedas se unan, ir levantando la pasta y sorbiendo la sopa, notar cómo las mejillas se calientan y el sudor brota en el desierto de la frente. El invierno será menos invierno con este tazón.

“Queríamos tener una heladería que se viera bonita”.

Las motivaciones del cocinero escriben una historia subterránea: su padre es gerente de una fábrica de helados y, disgustado tras comer los productos, quiso demostrarle la efectividad de la artesanía.

Ellos solo querían una heladería que se viera bonita y les ha salido un restaurante con platos hondos y humeantes, y un bar donde comprender el sake.



























Restaurante Palo Verde // Barcelona

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Palo Verde
Còrsega, 232. Barcelona
Tel: 93.237.69.98
Precio medio (sin vino): 30-35 €




¿Se puede hacer magia con un pimiento a la brasa? 
Se puede





Ludwig Amiable ha tenido que aprender el lenguaje del fuego vivo. El fuego se expresa de muchas maneras: a gritos o en voz baja, con señales de humo o a llamaradas.

Ludwig es un cocinero joven, de 31 años, con una carrera en zigzag que pasa por París, Ontinyent, Montreal, Quebec y Barcelona (Tapas 24, Suculent,Gresca) y que, en esta etapa, talla en madera. Porque la parrilla de Palo Verde arde con madera y carbón, con encina y quebracho de Uruguay.

Andrés Bluth es uruguayo, como el quebracho, y diseñador y buscaba un cocinero y encontró a Ludwig. Ludwig buscaba un proyecto y encontró a Andrés.

El nombre Palo Verde se refiere a dos cosas: a la brocheta («cocina al carbón pinchada en un palo», anuncian: no sé yo si ese 'marketing'…) y a una expresión uruguaya. «Un palo verde es un millón de dólares. Quien tiene un palo verde, tiene la vida solucionada», explica Andrés. 

Que no falte el optimismo, y que no falle. Un restaurante en el 2020 es un palo: que lo verde llegue pronto.

Diseñador industrial, lo suyo es «conceptualizar» y tras asistir al curso 'Design the restaurant experience' sacó punta al pincho: «¿Qué pasa si volvemos a lo esencial, a lo primitivo, a lo básico?». El pensamiento de Andrés se ha alineado con el presente, que mira al pasado.

El fuego purifica. A la hoguera con lo insustancial y superfluo.

La idea de lo ensartado me atrae, es diferencial y creo que la deberían aplicar más: comer con una mano, prescindir de cubiertos, ser primitivos, como pretendía Andrés en la declaración. Que los restaurantes sean lugares desinhibidos, sin camareros ni cocineros (¡ni clientes!) con un palo en el culo.

En el apartado de empalados, vence la morcilla de pato. He aquí un trabajo anatómico-forense: pulmón, sangre, hígado, riñones, corazón, tráquea, mollejas...

Sí, desmáyate, timorato: reivindicas lo auténtico y te derrota lo bizarro.

La morcilla –y puré de patata y jugo de pato y mostaza– escasea porque Ludwig necesita reunir los interiores de varios ánades para armar un frankenstein atractivo.

Palo Verde es un restaurante largo y estrecho propio del Eixample, y planeado con gusto: tengo mesa frente a la cocina abierta y al espectáculo combustible.

Ludwig explica su desempeño como fogonero: «No soy un experto. Preparo los troncos y voy haciendo la brasa, que mezclo con el carbón. Hay que controlar la cantidad que necesitas, por dónde va la llama, el tiro… Tienes que estar muy pendiente. Al principio controlaba el pase y la brasa y se me quemaban las cosas».

Ha acortado la parrilla con ladrillos refractarios y hecho pruebas con instrumental variado: coladores, rejillas. «De los chinos, de Ikea… No somos Etxebarri».

Platos con un par de elementos, conjugaciones eficaces.

Pimiento rojo escalivado (y también pasado por el horno y pintado con salsa 'teriyaki') y polvo de aceitunas: hay que estar muy seguro para presentar un producto en pelotas, y sí, bravo.

Ñoquis con 'maitake' (seta), mantequilla y limón: a pelo, sin tontuna.

'Suquet' con gambas, 'rovellons' y mayonesa de azafrán y ajos: pim-pam-pum.

Acompaño los platillos con pan de Turris –que dejan en la parte alta de la barbacoa y ahúman– y una copa de La Clave y otra de Altaroses: me hace más feliz la segunda. Copilla o copichuela: queremos beber en recipientes con orgullo.

Un postre insólito por aquí: el París-Brest, en honor a la carrera de bicicletas y que Ludwig trabaja con castaña. «Me recuerda a mi abuela», y una abuela es sagrada.

Andrés y Ludwig siguen lanzando palos y piensan en un pequeño negocio, este de 'tsukune', las brochetas japonesas de albóndigas que los han ayudado a sobrellevar el segundo cierre.

Prudencia: que el palo verde no se convierta en un palo negro.
















Restaurante Terra d'Escudella // Barcelona

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Terra d'Escudella
Premià, 20. Barcelona
Tf: 934.221.613
Menú de mediodía: 12 €
Menú escudella: 14,50 €



Un kilo de 'escudella i carn d'olla' para comer



Al restaurante Terra d’Escudella le faltaba dar plenitud y grandeza al apellido. Sí, servían 'escudella' los viernes, pero 'barrejada'. Sí, servían 'escudella', pero en formato mediometraje: la sopa sin el ariete de la 'carn d’olla' y las hortalizas.

Los cocineros Roger Sánchez y Dani Florido querían dar sentido al nombre de la casa y han encontrado el sistema con la conservación al vacío, y la regeneración. Porque este artículo va de regeneración, entendida como rehabilitación y mejora.

Terra d’Escudella es uno de los poquísimos restaurantes de Barcelona que ponen ¡a diario! en la mesa los dos servicios de la comida de campeones, disponible también para llevar.

Repasemos los términos del contrato: 'escudella i carn d’olla' al completo, y cada día, como digo, con la condición que se les avise al hacer la reserva.

Cuando lo supe me puse más contento que Messi con su ficha: aquí también se toca la 'pilota', pero de forma económica.

Sigo aguardando el glorioso momento en el que la olla ancestral consiga el prestigio del 'ramen', del 'pho' o del 'tom yum', y si para eso hay que comer los 'galets' con palillos, porque ese es el pasaporte al cosmopolitismo y la mundialización, pues se hace. Ep, 'influencers', comenzad a colgar vídeos dándole a la 'pilota' con 'bastonets'.

Terra d’Escudella es una cooperativa y sirve al barrio y se implica en el barrio y cree en el barrio y por eso forma parte de D.O. Sants, restaurantes autoorganizados para colaborar y dar a conocer la pluralidad gastro del territorio: Bodega Montferry, L’Home dels Nassos, Sants es crema, Petit Pau, La Nova Farga, La Clote...

Dos salas, con la cocina en medio, y esa decoración sin decoración propia de los lugares vivos, hechos para el trabajo y no para la exposición.

He reservado la 'escudellería' (14,50 €), pero me tienta un plato del menú diario: pastel de espinacas y boniato con romesco y es mórbido y sabroso y casi me hago vegetariano.

Frasca de vino tinto a granel: pregunto de dónde y quién lo hace. «Estilo Priorat». Para mí no significa nada. Invito a reflexionar sobre esos vinos anónimos, y que no deberían serlo, y el contrapunto de las cervezas comerciales, cuyo nombre está en boca de todos.

Aparece el plato con el caldo, los 'galets', fideos y 'mongetes', y Roger me cuenta que la mezcolanza es fruto del debate y del acuerdo con Dani, que es de Olot.

Rico, limpio, sustancioso, pero yo reduciría la cantidad de 'mongetes' porque domina la fécula.

Después, servido con gran amabilidad por Anna Bleda, el platazo de carnes y hortalizas. Pregunto a Roger cuánto pesan el líquido y las viandas: «Alrededor de un kilo». ¡Un kilo!

Es un banquete de mediodía para estómagos inflables.

Cumplo y le doy a la 'pilota' (un poco de 'cansalada' la haría más aérea), a la butifarra blanca y negra (voto por la blanca), al 'peu de porc', al morro, a la ternera, a la gallina, a los garbanzos, a la col, a la patata y a la zanahoria, con puntos adecuados de cocción.

En el 'escudellómetro' alcanzan una nota alta, y a un precio bajo. Entender esto como un rescate y poner precio a la nostalgia sería un error.

Quieren que el menú 'escudellaire' siga hasta la primavera e ir renovando el compromiso temporada a temporada.

«Cocina tradicional profundamente catalana o cocina catalana profundamente tradicional», retuerce Roger la definición para decir que aceptan aportaciones de otras culturas, del cocinero marroquí que pasó o de la cocinera mexicana que ahora está.

Termino con el pastel de algarroba, y muerdo un pedazo de la infancia.
Tengo cerca a dos mujeres jubiladas; otras dos, más allá. Una comenta: «Es comida de caballos». Porque ellas vivieron la posguerra.

Y, por más que suframos, esta lucha es otra cosa.





Petit Comitè: Carles Gaig releva a Nandu Jubany

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Carles Gaig ha cumplido los 73 años y piensa seguir librando batallas: se hace cargo del Petit Comitè, en el céntrico pasaje barcelonés de la Concepció, hasta ahora en manos de Nandu Jubany y cuyo primer cocinero fue Fermí Puig. Es como en los relevos: el testigo de la gran cocina catalana pasa de mano en mano.

Gaig y Jubany son íntimos amigos y en el pasado ya compartieron proyectos, como el que tuvieron en un hotel de Andorra, y hace solo tres semanas volvieron a confluir los caminos profesionales. Lo cuenta Gaig: “Buscaba un local en el centro de Barcelona y Nandu está desarrollando unos proyectos muy potentes en las Baleares y necesitaba desplazar equipos”.

Ayer era el Petit Comitè de Jubany; hoy, este mediodía por primera vez, es Petit Comitè/Gaig Barcelona, que dirige Fina Navarro, la 'mestressa', como la nombra el chef. Los clientes que tenían reservas han sido informados. El espíritu es el mismo: cocina catalana tradicional con el refinamiento gaigniano. En precio, en torno a los 50-60 euros. Como conexión, la coca de fuagrás caramelizado de Jubany, que queda en la carta a modo de homenaje.

La segunda parte del nombre es importante: Gaig Barcelona. Desde hace más ¡de 150 años!, el apellido está enredado con lo más íntimo de la ciudad: primero, la celebérrima fonda de Horta, transformada luego en restaurante con estrella, trasladada a continuación al Hotel Cram y con un 'spin-off' de nuevo bajo el acogedor nombre de fonda en la calle de Còrsega. Mucho movimiento, mucho lío. También tuvieron plaza durante un tiempo en el aeropuerto.

La penúltima aventura de Gaig y Fina Navarro es en la Cerdanya, al frente de la Torre del Remei. Nunca se fueron del todo de Barcelona, donde dejaron como retén el establecimiento Gaig a casa, y siguen con un pie en Singapur, con Gaig Singapur, asociados con la hija, Núria.

Si le hablas a Gaig de jubilación le salen rayos de la mirada: “¡Me da pánico la palabra jubilación! Es como decir: ‘Este autobús, a la cochera’. ¡No! Paso las ITV y tengo la salud perfecta”. “Costó salir de Horta, pero después ya no hemos parado”, sigue. No es un autobús, es un coche clásico con el motor renovado.

Enumera los platos, también a modo de biografía. Cuando los cuenta, se cuenta a sí mismo: 'xató', sesos, morro de bacalao, fricandó, canelones, macarrones de cardenal (¡de Papa de Roma!), arroz de pichón y 'ceps' o 'peus de porc' rellenos de confit de pato, rescatados de Horta, de aquellos días en los que un cocinero llamado Carles Gaig comenzaba una larga carrera, en la que aún sigue.



Fonda Pepa // Barcelona

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Fonda Pepa
Tordera, 58. Barcelona
Tel: 932.07.22.53
Precio medio (sin vino): 25-30 €



Elogio de la comida 'duralex'




Me gusta el nombre, Fonda Pepa, y lo que sugiere, aunque Pepa sean dos hombres: PEdro Baño y PAco Benítez. Fonda tienen una etimología dudosa, según el sabio Joan Corominas, y también el significado, pues en la versión moderna ya no hospedan. Entendamos, pues, ese espacio como una casa de comida en la que se respetan (o no) las formas antiguas.

El lenguaje, además de informar, tiene capacidad de sugerir y escuchas la palabra 'fonda' y ya no piensas en almohadas, aunque sí en una cocina cómoda. Esa es la idea a apuntar y defender y promover: comida cómoda, acogedora, confortable.

Pedro cumple 38 años el mismo día de mi visita y fue profesor de la Hofmann y ha estado en Caelis y Lluçanes y Paco fue jefe de cocina en L’Eggs y pasó por Noma. Personal de casas fastuosas que han elegido, para esta etapa de la vida, el 'duralex'.

Lo dice Pedro: “Queremos acabar nuestras vidas profesionales volviendo a cocinar”. Lo segundo me parece muy bien. Lo primero, raro: como digo, Pedro ni siquiera ha llegado a los 40.

En cualquier caso, cocineros a los que las cazuelas los ponen a bailar. Presto atención a las pizarras, donde se explican.

Fíjese el lector que, entremezclado con lo habitual, hay líneas magnéticas: 'capipota' con bullabesa, arroz con gambas 'à la presse' (el atractivo de las cabezas aplastadas para sacar el jugo), 'ofegat' con oreja y morro… Quien alce la bandera de los 'menuts', me tendrá bajo ella.

Me lanzan un par de fritos para comenzar que alcanzó al vuelo, aunque no es lo que más interesa: croqueta (elipse) de pollo rustido y jamón y otra (redonda) con arroz, manchego, orégano y frijoles. Paco es mexicano y esa ascendencia va apareciendo.

'Copeteo' Borinot, que aguanta, sin más, y voy a lo que interesa: el 'capipota' con vieira y bullabesa (curioso que se imponga la variante francesa y no el 'suquet': Hisop, por ejemplo, ofrece una bullabesa con cangrejo azul).

Lleva picada, lleva 'allioli' con azafrán y lleva esas vísceras que se enganchan más que la canción del verano. Sí, 'capipota amb suquet': brillante.

Hablé antes de Duralex, que está en la mesa en forma de vaso y en el plato en forma de intención. Porque guisan una cocina irrompible y con memoria.

Es 'duralex' el 'ofegat' de La Segarra, en homenaje al Hostal Jaumet, con oreja y morro, sofrito, hierbas aromáticas, 'vi ranci', una picada con chocolate (tan catalana y olvidada: en este punto Paco conecta con su mexicanidad) y garbanzos, hervidos en la Fonda Pepa.

Hierven las legumbres, sí: labor poco frecuentes en los restaurantes, por decirlo de una forma educada. Encima, tiras de cebolla crujiente en busca de contrastes y alegrías.

Es 'duralex' la albóndiga –y un toque de papada– con calamares picados, patatas fritas y piparras, que refrescan.

Es 'duralex' el pincho de carrillera de cordero (pasado por el Josper y ese humo nuevo que viene de antiguo), el juego de especias 'ras el hanout', comino, limón, puré de apionabo y jugo de carne.

Es 'duralex' el flan con romero y tomillo, postre único de la casa, aunque los fines de semana y en el menú de mediodía endulzan algo más. Una radicalidad sorprendente que debería estar señalada en la pizarra con convicción.

Durante décadas, este espacio lo ocupó Cal Robert. A lado está Cal Boter y la pizarra con sugerencias del día que, por desgracia, desaparecieron hace décadas de la restauración: picantón deshuesado, caracoles salteados con guindilla, rabo de vacuno, ¡sopa de cebolla!

La Fonda Pepa está en la misma orilla, pero da algo más: lo de siempre con otra mirada.

Cocineros jóvenes que caminan con botas nuevas por donde otros anduvieron antes.





























Restaurante Avenir // Barcelona

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Avenir
L’Avenir, 72. Barcelona
Tel: 691.907.138
Precio medio (sin vino): 30 €
Menús degustación: 28 y 46 €



Una casa de comidas mayúscula




Roger Viñas se estrena como propietario después de 15 años de lealtad a Jordi Herrera y al restaurante Manairó, donde una estrella les dio luz, luz de gas después. Es decir: es a la vez nuevo y viejo, experimentado y bisoño. Con Chesco Salrach, que lleva la sala, han abierto Avenir, un nombre con futuro. A los 42 años es, por primera vez, dueño de su destino.

«Me gustan las reducciones, las concentraciones», cuenta Roger. Es una cocina de fondo: una cocina con fondo. Úsense aquí las preposiciones a conveniencia porque me refiero a lo mismo: existe un trabajo de base.

Señalo como ejemplo el ravioli relleno de calamar… relleno (sí, la repetición es a propósito). A partir del mar y montaña habitual y compacto, Roger piensa en una nueva piel, sustituyendo la del cefalópodo por pasta 'wanton' (un poquito gruesa).

Dentro, el invertebrado, el cerdo, la ternera, jerez seco (“ese es el toque”), perejil, pan mojado con leche… Y el paquetito depositado sobre un jugo intenso y vertebrador hecho con calamar cocinado hasta la caramelización, levantado con cebolla, hidratado, condensado y colado, y de nuevo al fuego para espesar.

Si fuera otro, si fuera otro lugar, si fuera un superchef podría servir la diana oscura, esa condensación del bicho, y decir ufano: he aquí mi calamar relleno. Y esperar aplausos por la conceptualización. Pero estamos en un sitio distinto y en un tiempo difícil: esto es una casa de comidas.

Algo está pasando, algo está cambiando, un movimiento parecido al de los bistronómics barceloneses (neologismo de origen francés que comencé a usar en el 2005) y que rebrota sin tanta electricidad.

Fondas, tabernas, bodegas, bistrots, casas de comida donde se disfruta por unos 30-35 € y que están comandadas por cocineros formados en buenos establecimientos que han sustituido la fantasía por el realismo. Cucharas en alto.

Solo en este 2020: Taberna Noroeste, Bodega Pasaje 1986, Palo Verde, Arigato, Fonda Pepa, Maleducat, Amaica, Avenir, Bodega Bonay y Can Culleres; y antes, Taverna Oníric, Taverna Teòric, Pervers, Cruix, L’Artesana, Nairod, Berbena, Last Monkey, La Tartarería, La Gormanda, Marlès, Bistrot Bilou o Bodega Amposta.

Nótese que en este año con 'c' de coronavirus (y catástrofe y caos) hay más chicha que en los anteriores. Manteles fuera. Es un grito: ¡manteles fuera! Y servilletas buenas y no de papel.

Efectivamente, la mesa de mármol rojizo de Avenir está desnuda y se va llenando de riqueza. 

Para comenzar, ajos confitados (solo eso, y qué buenos), camarones con ajos y guindillas salteados con el 'wok', boquerones marinados en un 'garum' casero (con tres años de reposo) y un buñuelo explosivo de pollo y trufa y que hay que comer de un bocado.

Chesco acierta con los vinos que selecciona, blancos ambos: Mesies y El Padrós (Tarragona), que sorprende con una pincelada salina.

Para seguir, unos platillos de una armonía arrebatadora: caballa curada y sopleteada, tartar de pera/jengibre/hinojo y ajoblanco de coco con gotas de 'all cremat' y de curri. Es una sencilla casa de comidas: ¿estamos de acuerdo?

Supero la manía que le tengo a la vieira: cubierta con una salsa carbonara y con trozos de butifarra blanca, es uno de esos raros encuentros de cama que promueve la cocina. Roger 'marimontañea': «Porque hago cocina catalana».


'Suquet' de corvina con alcachofa y puré de patatas: bueno-bueno, pero sin el ímpetu de los anteriores. Cierro con un 'capipota' con sepia (más sepia) y me enamora, como me enamoró el mezclado con bullabesa de Fonda Pepa. ¿Los 'menuts' vuelven a entusiasmar?


De postre, flan, símbolo también de estos nuevos/viejos tiempos. En este flan, sí, por fin, se notan los huevos. Y solo me refiero al sabor.






Fran Lebowitz, un disparo de madrugada

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[Publiqué este texto –dos entregas– en la revista XL Dominical en febrero del 2021. Tusquets acaba de sacar a la venta Un día cualquiera en Nueva York, la fusión de Vida metropolitana y Ciencias sociales]






                                                                       I

 


Escuché alabanzas sobre un documental que alojaba Netflix y que trataba, básicamente, sobre una mujer mayor que hablaba sin pausa sobre Nueva York, en una mini serie dirigida por Martin Scorsese, y cuya verborrea estaba hecha de ácido sulfúrico: Fran Lebowitz. ¿Fran Lebowitz? Antes de sentarme ante la pantalla y escuchar el corrosivo discurso, salté a la biblioteca en busca de un título olvidado: Vida metropolitana. Ese apellido nunca se había ido de mi cabeza, no por Fran, sino por la fotógrafa Annie, cuyos retratos teatralizados deseaba publicar cualquier responsable de revistas dominicales, entre los que me encontraba de un modo menor, sin ninguna posibilidad de pagar por aquellas instantáneas de platino. Entre ambas, una iy una w de separación de nombre de familia: una es Lebowitz; la otra, Leibovitz.

Encontré lo que buscaba con bastante rapidez, lo que no siempre sucede porque las estanterías van creciendo hacia adelante porque no pueden hacerlo hacia los lados. Unos libros tapan a los otros, a la defensiva o protegiéndose, y allí estaba, junto a Maurice Leblanc y Arsenio Lupin contra Herlock Sholmes. Quiera el azar que Netflix haya resucitado a Lupin al mismo tiempo que a Fran Lebowitz; a él, como hombre negro y, a ella, como brillante y ametralladora estrella septuagenaria. Y nótese el burdo homenaje a Sherlock Holmes con las letras cambiadas en un libro que nunca leí y que me tienta poco. Las bibliotecas, en su pesadez, acumulan lastres.

En cambio, sí que me metí, en su momento, en la Vida metropolitana de esta mujer redescubierta, publicado en inglés en 1978 (Metropolitan life) y editada en 1984 por Tusquets para la colección Cuadernos ínfimos (número 118), que también acogía la obra de Groucho Marx y la Woody Allen. ¿Casualidad? De ninguna manera: buen ojo de los editores. Tres humoristas, y el humor manifestándose de distintas maneras. El de Lebowitz es un disparo de madrugada.

La portada estaba partida: arriba Manhattan iluminada; debajo, en blanco y negro, una mujer de rasgos faciales prominentes con un cierto aire a Barbra Streisand, versión malhumorada, tumbada en un sofá de piel y vestida con pantalón y chaqueta oscuros, camisa blanca y pequeños gemelos, la pajarita desabrochada y en la mano derecha y, a la altura de la oreja, un teléfono. La fotografía, en realidad, tenía una segunda parte, no publicada en esa diminuta portada: si se seguía el larguísimo sofá, al otro lado estaba, sentado muy tieso, envarado, el director de cine John Waters con otro teléfono de baquelita y vestido también de gala. Y de ahí el error en la contraportada de Vida metropolitana, que atribuye la autoría de la imagen a John Waters, si bien es de Cris Alexander. Waters la entrevistaba en septiembre de 1981 para Andy Warhol’s Interview, donde ella escribía.

Esa foto en el sofá, donde parece que está a punto de ir a una fiesta o recién llegada, es verdaderamente Lebowitz o, al menos, la imagen que sugiere. Sin saber nada sobre ella y 35 antes del espectáculo de Netflix, la había imaginado, al leer Vida metropolitana, como una sofisticada escritora que iba cóctel en cóctel soltando maledicencias a lo Truman Capote o Dorothy Parker, con la que a veces se la ha comparado. Aunque el Nueva York de los 70, con el Bronx en llamas, poco tuviera que ver con el de Parker de los años 20 o el de Capote de los 60.

En la introducción del libro, que es una recopilación de artículos, escribe: “9.30 de la noche. Salgo a cenar con un grupo de gente entre la que se encuentran dos modelos, un fotógrafo de modas, el representante de un fotógrafo de modas, y un director artístico. Me dedico casi exclusivamente al director artístico –atraída hacia él en gran medida porque es quien conoce más palabras”. Ese cóctel de ironía, angostura, crueldad y naranja amarga.

 

 

 

                                                                         II

 

 

No se ha dicho aún el título de ese documento airado que emite Netflix y en el que Fran Lebowitz es redescubierta, o descubierta al mundo no neoyorquino, que, por más que asombren los habitantes de la metrópolis, no es el mundo entero. Supongamos que Nueva York es una ciudad es el horrible y poco seductor título, adaptación de Pretend it’s a city. La dinámica es sencilla: Lebowitz habla, habla y habla. Y Martin Scorsese, ríe, ríe y ríe. Se supone que dirige, pero yo lo veo reír tanto que en cada episodio estoy a punto de llamar a una ambulancia. Scorsese se carcajea bordeando la apoplejía, y después de cada andanada de la cuentacuentos anfetamínica espero, como un resorte, la risa del director. Se ha inventado la serie para pasarlo bien. Y funciona porque él es el primer espectador, y, a la vez, cada uno de los espectadores. Verlo troncharse hace feliz.

Da que pensar que un entretenimiento local –aunque Nueva York sea universal– y una desconocida –fuera de su hábitat– sean motivos de interés planetario. Y reconforta que atraiga solo con el discurso –sin la pornografía verbal de los realities y las miserias personales– a miles y miles de televidentes que, primera vez, saben de ella, aunque sea una leyenda de la noche de Manhattan y una escritora que dejó de escribir, destripadora de la vida cotidiana en revistas y que solo publicó dos libros satíricos para adultos y uno infantil. El dúo Scorsese-Lebowitz se estrenó con el documental Public speaking en el 2010.

¿Qué hace Lebowitz?, ¿monólogos? Diría que no. Es una conversadora, una tertuliana (en la concepción antigua), una improvisadora con historias bien aprendidas. No creo que haya guion, sino una capacidad innata para la gracia y la mala baba. El montaje alterna funciones en teatros –para mí, lo mejor y más auténtico, con respuestas fulgurantes a las preguntas de los asistentes–, apariciones en la tele con Alec Baldwin y Spike Lee, diatribas desde una gigantesca maqueta de la ciudad situada en el Museo de arte de Queens y charlas en el club The Players, donde responde a las preguntas de Scorsese en compañía de otro hombre, anónimo y de espaldas, lo que es inquietante.

Lebowitz construye relatos de palabra sobre el Nueva York que se fue y disfrutó y temió, sobre el nauseabundo olor del metro y la inutilidad de restaurar estaciones, sobre la odisea inmobiliaria para cambiar de vivienda, sobre la tirria a los deportes, sobre la aconsejable desinfección turística de Times Square, sobre la reivindicación del tabaco o sobre la tiranía del móvil. Escritora que no escribe, regresa al origen del oficio como narradora oral a la manera de una juglar rabiosa y con ganas de romper la mandolina en la cabeza del rey. Y tiene un mérito enorme seguir ingresando un montón de billetes como charlatana cualificada y poder permitirse en el 2017 un apartamento valorado en tres millones de dólares.

Pasea por las calles de Manhattan con un andar agarrotado, necesitada de un bastón o de un paraguas para abrirse paso entre la multitud. El pelo ensortijado, la cara arrugada con dureza, las gafas con montura de carey, las americanas grandes pero hechas a medida en Londres, las camisas abotonadas hasta el extremo, los gemelos de oro diseñados por Alexander Calder, los pantalones tejanos con los bajos arremangados y las botas vaqueras. Aunque podríamos pensar en la vieja de los gatos, se trata de una mujer consciente de su poder y construida a conciencia. Ejerce de maravilla el papel de misántropo, pero ha tenido una vida social envidiable y conoció a todos y la conocieron todos. Incluso ha sido actriz de reparto en Ley y orden y El lobo de Wall Street. ¿Su papel? Juez. ¿Acaso no es lo que hace desde que se levanta?

Supe de ellas hace décadas con la edición en castellano del libro Vida metropolitana y la he reencontrado como oráculo de la bancarrota moral en Pretend it’s a city, grabada antes de la pandemia. ¿Habrá segunda temporada? El fin del mundo necesita una cronista.






Restaurante Normal: lo nuevo de los Roca en Girona

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“Normal” es la palabra que repite Josep Roca para explicar el concepto, y también el nombre, del restaurante que abrirán en un par de meses en Girona. El espacio ya existe y está equipado con una cocina: fue el Llevataps y 'esquinea' en el número 1 de la Plaça de l’Oli.

“El normalismo también es una corriente filosófica: queremos que sea algo natural, directo, espontáneo”, cuenta Josep, en alianza con sus hermanos, Joan y Jordi.

Ya intentaron un bar de vinos especializado en el jerez, pero la cosa se torció: ya se sabe, 2020.

A última hora de la tarde del jueves día 3 de mayo, Pitu, como se le conoce familiarmente, colgó en su Instagram un mensaje enigmático y, a la vez, consistente: “El més normal, obrirem un nou restaurant. Properament, en uns mesos. UN RESTAURANT NORMAL A UNA CANTONADA NORMAL D’UNA CIUTAT NORMAL”. Normal, pues, para la eternidad.

Pero en 'código Roca', ¿qué es lo normal? “Habrá guisos, platillos, cazuelas…”. Ya, pero ¿las albóndigas serán normales o especiales? “Pueden ser de muchas cosas, a lo mejor son de pato, ya se verá”.








Al frente de las cocinas, Eli Nolla, y en la sala, Joaquim Cufré. Y el precio, entre 50 y 70 €. El ideario está en construcción, pero en los sinónimos son reveladores: habitual, corriente, común, usual, frecuente, ordinario, acostumbrado, lógico, natural

Con Normal cubren prácticamente el espectro de la restauración: el bar popular es Can Roca, feudo de los padres; El Celler de Can Roca, triestrellado, el-mejor-del-mundo, es el pico de la construcción y Mas Marroch, la cúpula bajo la que reverdecen los clásicos, y los clásicos-modernos. Si hay que echarse una siestecita, Casa Cacao.

Carta de vinos, claro, normal: placer-precio, habla Pitu. Cuando asesoraron el restaurante Numun, ya hace años y solo en la memoria de los veteranos, la carta de buenas botellas estaba ordenada por precios. Eso también sería bastante normal.




Restaurante Amaica // Barcelona

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Amaica
Bertrand i Serra, 11. Barcelona
Tel: 934.18.31.56
Precio medio (sin vino): 20 €
Mediodía: 12,20 y 14 €



Una cocina muy bien pensada




Amaica significa 11 en euskera, pero también enormidad. Y se escribe con 'k', pero el cocinero Carlos Salvador, de 31 años, prefirió la 'c': «Lo quise catalanizar. El 11 es el número de la calle». En un nombre caben muchos significados. Carlos da otro más: «Pluralidad».

Pluralidad: podría ser la definición de su cocina, y la de otros muchos, la de los chefs que fueron recomendados en la última crónica y que han renovado el concepto de casa de comidas en Barcelona en este año inolvidable (y a olvidar).

He usado otras veces el neologismo 'retromoderno'. Comida 'duralex', escribí también. Habría que afinar, encontrar un término que los englobe.

En común: tienen experiencia, es el primer negocio propio, la cuchara como emblema, se miran en las cazuelas, empujan lo tradicional para que gire, establecen relaciones pecaminosas entre los productos, equipos micro y cartas de vinos también reducidas. Y el precio, ah, amigos, comedido. Y qué narices: usan servilletas de papel (y eso no lo entiendo). Sirven platos que merecen una limpieza de morros en condiciones.

En Amaica dan de comer a la carta por unos 20 euros, con un menú de mediodía de 12,20; y medio menú, ¡por 9! Y no son escudillas de trámite, de pim-pam, de desgana y derribo, sino construcciones bien afinadas.

«Cardo con carbonara», dice Carlos. En Avenir, me pusieron una vieira con carbonara. ¿Qué pasa con la carbonara? Que es una salsa popular, grasa, sabrosa y fácil de descontextualizar. Unir elementos que no viajan juntos es cada vez más común, y estimulante. Sin planearlo, he escrito unas crónicas dominó: Amaica conecta con Avenir, Avenir con Fonda Pepa…

Volvamos al cardo, que a Carlos le sugiere el norte, Mugaritz, donde trabajó, y también ha sido un elemento importante en Alkimia y Gresca. «Íbamos a Navarra, y allí los comíamos con almendras, con jamón...».

Reproduce la idea y varía las relaciones. Blanquea el cardo (y añade un poco de azúcar para sacar lo amargo) y lo cubre con esa carbonara hecha con yema, papada, ajo y «fino, limón y albahaca para refrescar». Realmente buena, a la espera de las protestas del embajador italiano.

Amaica está en unos bajos con terraza y Carlos y el camarero David Grau han creado un circuito que pasa por el comedor, el exterior y esa pequeña cocina con dos puertas donde el cocinero salta más que una anguila eléctrica: coge el teléfono, emplata, saca una pieza del horno. Es Shiva, de múltiples brazos.

Copa de Ca N’Estruc tinto y al jaleo. Un mini donut con brandada, o buñuelo de bacalao que no se parece a ningún otro (Carlos comenzó en el Suquet de l’Almirall, y admiraba su fritura bacaladera).

Puerros escabechados, yema curada (con vino 'cream') y caldo de jamón.

Y una segunda sopa, esta de cebolla, confección que, admitámoslo, parecía más extinguido que el dodo y que presenta con hojaldre y tomatillos, que dan acidez. Es invierno: ¡bañémonos en sopas!

La berenjena al vapor cubierta con setas cocinadas con 'miso' y una tira de emmental es más agradable que una almohada 'pillow'.

Paso por el postre –torrija hecha con 'brioche' del Forn de Sant Josep cubierta con una crema de avellanas caramelizada– para dejar tiempo al conejo para que salte. 

Y he aquí, otra vez, ventajas de sacar la memoria de paseo: Carlos parte del conejo escabechado que comía en Olba, Teruel, donde nació el padre. Muy rico, con un escabeche de pieles de naranja, deshilachado y espolvoreado con una mezcla de clavo/pimientas/mostaza y con unas patatas crujientes en la base (un 'rösti').
Pica sin abrasar y sudo en esta mañana de diciembre en la que como al aire libre bajo una lámpara calefactora.

Carlos dice: «En Mugaritz me enseñaron a pensar”. Y está pensando muy bien.


























Bodega Bonay // Barcelona

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Bodega Bonay
Gran Via, 700. Barcelona
Tf: 93.545.80.76
Precio medio (sin vino): 35 €




Eso que es nuevo, eso que es viejo




El cocinero Giacomo Hassan, nacido en Milán y barcelonés por decisión, va moviendo con agilidad y nervio los ingredientes en la 'robata'–la parrilla japonesa– de Bodega Bonay, en los bajos del Hotel Casa Bonay. La estampa es hermosa: sobre la brasa de encina ha colgado un picantón; al lado, una panceta. Encima, una col. No hay intención estética, sino la voluntad de enriquecer con humo, pero la imagen es muy plástica.

Este espacio ha tenido varias vidas en manos de reputados cocineros que han sido más asesores que fajadores, así que Inés Miro-Sans, la copropietaria del hotel, ha optado por una solución interna, por Giacomo y por el sumiller David Amat, con los que trabaja desde hace un año. Y sin embargo Bodega Bonay solo tiene 15 días y es hija del coronavirus puesto que han pensado un formato que se adapte a las fluctuaciones del virus y de las autoridades. Inés dice: «Buscamos el espíritu de una bodega del 2021».

Lo he ido contando las últimas semanas y meses: algo nuevo-que-es-viejo está apareciendo en Barcelona con cocineros nuevos-pero-experimentados y que se fijan en formatos nuevos-que-son-tradicionales.

Han elegido para este lugar el nombre de bodega y sería incoherente si no dispusieran de una meditada oferta de vinos. Ahora manejan unas 100 referencias, que David quiere ampliar hasta 200: «Añadas concretas, pequeños artesanos, botellas bien seleccionadas». Y la voluntad de servir cada una de ellas, de la más cara a la más barata, a copas. Y eso, amigos, si es así, se llama compromiso y excelencia.

En mi caso, David pincha tres corchos (con el aparato Coravin) en función de lo que voy a comer, aportando salinidad, expresividad o frescura: el sauvignon blanc Quartz, el palo cortado Rey Fernando de Castilla y el listán negro Migan. Bravo.

La cocina está completamente abierta, una larga barra tras la cual trajinan Giacomo y Jordi Mirra, que se compenetran de maravilla. Los escucho hablar de forma telegráfica, no entiendo nada, parece como si usaran una jerga.

Excepto el pan, del Forn Sant Josep, lo hacen todo ellos, el hojaldre y el 'brioche'.






























El pan, pasado por la 'robata' (cuidado con quemarlo), va untado con tomate y cubierto con panceta pintada con soja, especias y sirope de arce y hecha a la parrilla.

El hojaldre va con una alcachofa –que se inspira en la receta romana, 'alla giudia'– aliñada con yogur con perejil y regaliz. El sabor acibarado de la planta herbácea podría ser un solo de trompeta o un murmullo y es lo segundo para beneficio del plato y su equilibrio.

El 'brioche' va con yema y 'rossinyols', 'camagrocs' y trompetas de la muerte y jugo de carne y al romper la burbuja amarilla, la salsa que resulta es más elegante que cualquier baratija de Chanel.

Cuento el menú a saltos: no he comenzado con el pan con tomate, ni con la 'tatin' de alcachofa ni con el 'brioche' con setas, sino con una alfombra que me ha puesto el mar a los pies: erizos al natural sobre erizos cremosos. Si besas a un erizo que sea por su interior.

Después, ha llegado la anguila abrillantada con una salsa dulzona y despertada en la barbacoa.

He terminado con los 'farcellets' de col rellenos con pintada, su hígado y fuagrás de pato y he rebañado el jugo hasta sacar varias capas de blanco al plato. Alerta: algún trozo de la col era demasiado amargo.

Fin de fiesta con una golosina con mullido interior: tarta de almendra y mandarina.

«Simplificación máxima». «Cocina al momento». Respeto por el fuego. Es lo que dice Giacomo Hassan y yo veo a otro cocinero con proyección de futuro porque tiene conciencia del pasado.

La belleza del picantón en su último vuelo, lentamente ahumado, elevado sobre las brasas. Eso que es nuevo. Eso que es viejo.




Restaurante Can Culleres // Barcelona

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Can Culleres
Bilbao, 79. Barcelona
Tf: 693.069.694
Precio medio (sin vino): 25-30 €


El crol de la albóndiga en el 'suquet'



El nombre y el logotipo son evocadores: Can Culleres, dos chimeneas en sustitución de la 'll' y la representación del techo de una fábrica sobre las últimas letras.

Can Culleres es el restaurante de Jordi Asensio y de Patrícia Nieves y es el nombre popular de una industria fundada en 1921 y que ocupó a muchos vecinos de Poblenou: Metales y Platería Ribera. El abuelo de Patrícia fue uno de los trabajadores y su cubertería está colgada a modo de güija de alpaca para comunicarse con el pasado.

Can Culleres se refiere también –quiero entenderlo así– al instrumento de forma redondeada y estaría bien señalar en la carta cuáles son los platos en los que se recomienda su uso terapéutico.

Meto la cuchara hasta el fondo en el 'suquet' en el que unas almejas y unas albóndigas de rape y gamba hacen crol. El punto de las pelotillas es perfecto, así como la cocción de los moluscos. Y hay intensidad y finura en el jugo, hecho con gamba 'perica', bogavante y cangrejo y sublimado con una picada. Es vestir un batín de seda. Este plato fue una necesidad del 'take away' y ahora forma parte imprescindible de la carta.

En la línea de las casas de comida reseñadas anteriormente (Taberna Noroeste, Bodega Pasaje 1986, Palo Verde, Arigato, Fonda Pepa, Amaica, Avenir, Bodega Bonay), Can Culleres almacena conocimiento gastro y más realismo que en las novelas de Raymond Carver (¿quién se acuerda de él?). Aunque prefiero otro Raymond: Chandler.

Vecino y cómplice del restaurante L’Artesana –que ha abierto una 'rostisseria' y que también homenajea al Poblenou–, Jordi Asensio sirve al barrio, quiere al barrio, es del barrio.

«Es un proyecto que piensa en la gente de aquí, que tiene en cuenta el pasado de las fábricas», cuenta Jordi, que antes de regresar a casa circuló por Mugaritz, Martín Berasategui, Pierre Gagnaire, Loidi y Quillo Bar, en estos últimos, ya como jefe de cocina.

El buen pan de Solà y una carta de vinos con pocas botellas e interés por lo natural. Primero, una copa de Snou (me deja frío) y después, otra de Brutal (el adjetivo es exagerado: un tinto sencillo que tomo con gusto).


Las bravas en capas me recuerdan las de Marc Gascons (restaurante Informal), aunque las presentan en cubos (y no bastones), custodiadas por una salsa roja (ñora, tomate, pimentón, cayena, ajo, cebolla) y por un 'allioli' con los ajos escalivados. De nuevo el humo, ya como aliado necesario de estos 'viejóvenes' chefs.

Salen ahumadas las alcachofas, cubiertas con trufa del Berguedà y con trozos de fuagrás.

Bien los corazones de alcachofas, bien el fuagrás y bien la trufa, pero se comportan como si no se conocieran: cada uno baila por su lado.

En el postre vuelvo a encontrar una nota disonante: el destacable pastel de queso relleno con una emulsión de frutos rojos (y aquí caigo en el raro, y aceptado, concepto 'fruto rojo'), con helado de fresa (vale) y un fresón natural (no es época). Lo que choca es el elemento natural, ácido y sin gusto, fuera de tiempo.

El canelón XXL, pasta 'wanton' rellena con carne de pollo, pato y cerdo, bechamel trufada y lonchas de jamón ibérico, puede figurar en el cuadro de honor de esa Canelolandia que es Barcelona.

Cierro mi labor fabril en Can Culleres con la temporada y sus placeres, metiendo un parque de atracciones en la boca: 'calçots' en tempura negra (tinta de calamar), huevo abuñuelado, papada, romesco y caldo de jamón ibérico. Lo revuelvo y veo a un derviche giróvago. Hipnótico.

Poblenou nació con la revolución industrial y está en tránsito a la tecnológica. Can Culleres recoge ese espíritu de las cosas que cambian sin perder el espíritu.




Adiós, Xavier Sagristà: silencio en el restaurante

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 Xavier Sagristà y Toni Gerez, en el Castell Parelada Restaurant.





Xavier Sagristà Mateo, fallecido el último día de junio con solo 64 años, fue uno de esos cocineros que construyen desde el fondo sin ruido, pero que han dejado surco entre los que lo conocieron. Solo hay que leer los mensajes de condolencia de los colegas de oficio para comprender que se va un grande que prefirió la reserva a la alharaca.

Y, sin embargo, tras el bigote y la barba venteaba una ironía muy ‘empordanesa’, esa clase de saludable distancia del que ya estuvo allí y no tiene tiempo para cuentos ni para fantasmones.

Bulliniano de primera hora, llegó a Cala Montjoi en 1985, dos años después que Ferran Adrià.

Con Toni Gerez, su colega del alma, fue jefe de El Bulli (Xavier en la cocina con Adrià; Toni en la sala con el impagable, y también desaparecido, Juli Soler) hasta 1994, cuando ambos se hicieron cargo de Mas Pau, en Avinyonet de Puigventós. Primero como extensión administrativa de El Bulli, después ya completamente emancipados.

Se ganaron a la clientela no desde el asombro huero, sino desde la eficacia y la sensibilidad.

De finales de esa época, el libro ‘Entre mar i muntanya. Apunts de cuina a l’Empordà’ (Empúries, 2002), donde Xavier desarrolló su concepto de cocina y exprimía a fondo la idea del título, con platos en la frontera de la tierra y las olas: la ensalada de ‘mongetes’ de Santa Pau con ‘capipota’, el capuchino de setas con erizos, el ‘empedrat’ de morro de ternera, sesos de cordero, garbanzos y buey de mar o la oreja de cerdo con cigala y canela.

La última etapa, siempre con Toni y esa maestría con los vinos y los quesos, fue en Castell Peralada Restaurant, donde consiguieron una estrella, que también habían tenido en Mas Pau.

En aquella crónica exalté, entre otras cosas, una zarzuela en territorio de ópera, que partía de la memoria familiar y de una sopa fría de pescado que preparaba en Mas Pau.

Qué gran plato, qué gran música.

El tenor ha cantado. El telón ha caído. Silencio en el restaurante.




Xesc Reina: ¿a quién le apetece una sobrasada de 30 kilos?

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 El charcutero Xesc Reina, con una de sus sobrasadas en la boca.






En noviembre del 2019, conocí a Josepa. «Que en paz descanse», dice el charcutero Xesc Reina.

Josepa pesaba diez kilos. Josepa tenía el color del óxido antiguo. Josepa era un zepelín con la aerodinámica tocada. Josepa era una sobrasada.

No fue la de mayor tamaño de la colección de Xesc: el récord, de momento, está en 30 kilos, madurada durante dos años. El paso del tiempo tiene consecuencias: la pieza se quedó en 25. ¿Es una hazaña o una insensatez?

Xesc Reina, con 58 años, nacido en Sant Hilari Sacalm, es un hombre peculiar que hace cosas excepcionales.

Allá por 1983, en la carnicería Can Sacalm de Mataró, se marcó un hito con consecuencias y creó un símbolo de la gastronomía popular: de sus manos salió la butifarra de 'rovellons', mezcla hoy habitual tras los cristales refrigerados de cualquier carnicería y cuya paternidad no le ha dado ganancias.


De las manos de Xesc Reina salió la butifarra de 'rovellons', mezcla hoy habitual tras los cristales refrigerados de cualquier carnicería

«Fue unir dos tótems: las setas y las butifarras. Cada semana preparábamos diez clases diferentes de butifarras», recuerda sin tiempo para la nostalgia.

En 1999, recogió ese conocimiento en 'El llibre de les botifarres crues', escrito con el veterinario Josep Dolcet. En los días de Mataró ya ensayaba con la sobrasada, metida entonces en una tripa de buey como si el chacinero fuera un Patufet con barba.

Invitado en 1995 a Mallorca por un ex alumno –Xesc fue el profesor más joven de la Escola del Gremi de Cansaladers de Barcelona– para que lo ayudara a desarrollar un proyecto, se instaló de forma definitiva en Sa Pobla y fue entrando en la sobrasada con la naturalidad con la que se acepta el paisaje.

Bajo la marca con su nombre elabora las gigantes y venerables y con Can Company, las aderezadas con curri, chocolate o queso azul de Molí de Ger y los embutidos reconquistados: 'nora', 'varia' y 'figatella'.


Puede que los asustadizos, los enfadosos o los puretas alcen ya las teas para prender fuego al hereje. A Xesc lo han intentado achicharrar muchas veces. Y beatificar: la 'Guida Salumi d’Italia', del diario 'L’Espresso', lo ha premiado.


Estudiemos la que llaman reserva de la familia, sobre 40 euros el kilo: carne de cerdo negro mallorquín alimentado con ingredientes propios (Can Company tiene la mayor cabaña de la isla), 50% de grasa y 50% de magro, pimentón 'tap de cortí' (variedad recuperada) y seis meses de secado.

«Quiero que se parezca a la sobrasada de las 'padrines'. La picamos gruesa, con trozos. Lo que antes era virtud, hoy se considera defecto». Cachiporra anaranjada, de carne prieta y de una delicada rusticidad.

¿Esquiar? Mi eslalon consiste en bajar, tal vez con la ayuda de un poco de miel, por una tostada.

De la boca de Xesc salen aforismos: «El pimentón rojo es el mejor antioxidante del mundo si es del año», «en Mallorca un cerdo es una sobrasada que camina», «el clima obliga», «una sobrasada blanca es lo que en Vic llaman 'llonganissa'», «afino sobrasadas», «si no controlas las grasas, se vuelve rancia», «me interesan las cosas muy vivas, en movimiento» y «he inventado un invierno a medida» (un secadero por debajo de los 10º para elaborar también en verano).







He buscado una foto de Josepa para recordarla: llena de cordeles, colgada de un soporte de hierro con base de madera, estaba entre una obra de Barcelona, un Tàpies y el arte japonés de la atadura erótica.

Contrahecha, abollada, con una de las puntas plegada sobre sí misma.

Costaba unos 600 euros. Un coleccionista loco podría adquirir uno de esos 'ventres' e ir recreándose con la evolución.

Para mí sería imposible. A la semana, ya la estaría untando en pan.






Restaurante Casa Tejada // Barcelona

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Casa Tejada
Tenor Viñas, 3. Barcelona
Tf: 93.782.12.36
Precio medio (sin vino): 35 €



Un bogavante en un bocadillo



Jérome Etchalus, jefe de sala de Casa Tejada, me presenta al bogavante. Lo ha sacado del tanque de la entrada, donde hay una decena de ejemplares. Snif, adiós, Señor Bogavante: cuando nos volvamos a ver será en otras condiciones.


Es un 'homarus gammarus', la especie europea, que en las cartas aparece, a menudo, con el patriótico adjetivo de nacional o país, aunque su país sea el inmenso Atlántico. Tiene ese bonito color azul que vira a negro y que un sastre tendría que copiar para una chaqueta.


Casa Tejada, propiedad de Romain Fornell, el chef del Caelis, está especializada en ostras, mariscos y tapeo. El acuario de la entrada y su baile de pinzas son el reclamo. La estrella es el decápodo marino, que la gente pide al ajillo.

Me he sentado para comerlo de otra forma, metido en un pan, a la manera de Connecticut (el animalillo salteado con mantequilla, según lo hacían en Perry’s, Milford, a mediados de los años 30 del siglo XX) o de Maine (el animalillo tibio o frío y con mayonesa).

Los dos estados se disputan –ese tipo de luchas comerciales y turísticas tan rentables– la autoría del 'lobster roll'.

Lo que 'bocadillean' en la Costa Este de EEUU es el 'homarus americanus'. En Rockland, Maine, celebran en verano un festival que deja tantos cadáveres que merecería una sanción de la ONU de los crustáceos.

Hay también un problema grave de traducción: erróneamente se le llama langosta (es de la familia 'palinuridae', mientras que los otros son de los 'nephropidae' de toda la vida), pero es un bogavante. Para resumir: un bicho armado.

Muchos platos atraviesan un extraño camino, que alguna vez en un remoto pasado llamé, y no como elogio, 'gurmetización'. Nacen con modestia y a un precio adecuado y llegan a los altos comedores a un precio absurdo y con pesados extras: pasa con la hamburguesa.

El 'lobster roll' creció en los merenderos de Nueva Inglaterra, apenas ha evolucionado y los venden en torno a los 20 dólares (16,5 €).

La gran baza de Romain es que trabaja con material vivo. Lo escalda (siete minuto por kilo), saca la carne del cuerpo y las tenazas, la trocea y reserva el coral de la cabeza para mezclarlo con la mayonesa.

“Intentamos que no pase por la nevera”, asegura el cocinero. 'Brioche' del horno de Sant Josep dorado en la sartén con mantequilla Beillevaire y, dentro, 140 gramos de carne, cogollo, cebolla crujiente, ralladura de limón, 'wasabi' y la mayonesa enriquecida.

Sale con unas patatas fritas de primera (variedad agria, con doble fritura) y una ensalada de col, apio y zanahoria y cuesta 19 €.

Olvidaos de la elegancia: no es un bocado para finolis. Los dedos untados de mantequilla y los labios, realzados por la mayonesa.

Nosotros asociamos el bogavante a lo suntuoso y este modo de comerlo se salta la etiqueta.

Barcelona está a punto de afrontar una 'lobsterización': acaba de abrir el Santa Fe Lobster Roll Bar, donde despachan la especialidad a 16,90 € y, en la modalidad comida para llevar, el Lob & Roll, con el panecillo Maine o el Connecticut a 18. Como veterano, el de Carrot Café, a 22.

¿Por qué ahora? Puede que existan razones sociológicas o puede que lleguemos 90 años tarde al bocata con pinzas.



















Restaurante Maleducat // Barcelona

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Maleducat
Manso, 54. Barcelona
Teléfono: 93.604.67.53
Precio medio (sin vino): 30-35 €



A muerte con la pasta rellena de liebre




Al entrar en el restaurante Maleducat, hay que preguntar a los hermanos García o al cocinero Víctor Ródenas: "¿Qué hay fuera de carta?". Es el santo y seña, la frase que abre la puerta de los placeres y las complejidades.

Víctor Ródenas es amigo de siempre de Ignasi García, hermano de Marc, ambos en la sala: "Maleducat es el proyecto de tres colegas. Nuestra carta es muy corta y testimonial. Queremos la libertad de trabajar fuera de carta".

Cierto: si alguien fisgonea en la web, verá una serie de enunciados corrientes (ensaladilla, bravas, 'steak tartar'…) que no describen la riqueza de los platillos volantes.

No digo que esas distracciones deban desaparecer porque el negocio es de ellos y yo, un visitante, un extraño, pero sí deberían ser más certeros con la comunicación 'on line'. Explicar que Maleducat va de otra cosa. Paso de la croqueta y me apunto al safari.

Conocí este lugar cuando fue un patio andaluz y se llamaba Señorito y ya nada queda de aquel sur. En la pared, la pizarra 'avui fora de carta' y la de 'chateo', la de vinos. Me concentro en los tragos y, como he dicho, en los platillos volantes, objetos que sí están identificados.

Alejandro Icart, el sumiller de Àbac, los asesora. Ante mí, una copa de cristal de la casa Gabriel Glas, contraste fino con la servilleta de ¡papel! 'Vade retro', papelillo insuficiente.

Pruebo el macabeo/garnacha blanca Telescópico 2018 y las garnachas negras Relapso 2017 y Unsi 2017 y a pesar de ser la misma uva son muy diferentes. Mi voto, para Unsi.

Tres platos y un postre, y el entusiasmo permanece alto.

El entusiasmo es una bandera pacífica e inflamada. Cuando estoy comiendo quiero escuchar dentro de mí "oh, oh, oh" (porque decirlo en voz alta sería molesto para los otros comensales).

Cocochas de bacalao rebozadas, tendones de ternera, trompetas de la muerte y una piparra cortada en trozos que hace el trabajo del árbitro o del urbano y dirige el tránsito por el resbaladizo material.

El aporte de la cococha, concentrado de gelatina, convierte la combinación en "golosa y hedonista", en palabras de Víctor.

Es inhabitual el uso del tendón de ternera, un pegamento que en esta crónica, como no podría ser de otra manera, se aplaude. He repasado viejos textos y lo encuentro en uno que escribí sobre Topik: ostra con curri y tendón de ternera.

Aumentemos la fricción: 'rigatoni' relleno de liebre, más trompetas de la muerte y trufa laminada.

Primero, hablar de la trompeta: hay que manejarla con tino, como lo hace Víctor, porque se impone más que un abusón.

Segundo: la pasta y el guiso de liebre, la gracia de meter a la saltarina en un tubo y bañarla con el jugo de la cocción y que genere en la boca y el cerebro el deseo de más.

Tercero: este no es un restaurante de caza, aunque manejan la escopeta con ligereza. "Somos de temporada", remata Marc.

Barcelona no es un gran coto de la especialidad, de esa cocina que acaba a tiros.

Finalizo con el tercer fuera de carta y otra vez encuentro un buen fondo: 'farcellet' de col (bonita cúpula) con perdiz roja, una escalopa de fuagrás en el centro del relleno (para mí, demasiada grasa), 'parmentier' y una salsa más brillante que un botón de uniforme.

Tras la intensa comida, la sauna con el pastel de queso hecho al vapor. Queso crema, cabra, nata infusionada con romero y chocolate blanco: de acuerdo, no es ligero.

Un cocinero, un ingeniero industrial y un financiero. Una frase cómplice, un código interno que dicen de broma y que da nombre al restaurante: "Ets un maleducat". Un restaurante que disimula la grandeza con bravas y ensaladilla.

Fuera de carta: "Es la cocina que tengo dentro. Una de las cosas que más me martiriza es hacer siempre lo mismo".

Víctor Ródenas, fueraborda, fuera de pista.



El engaño de la caña

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Corte 1

A algunos especialistas cerveceros les desagrada la palabra espuma: dicen que se refiere al componente de los lavavajillas y los detergentes y a la reacción resultante del contacto de esa sustancia con el agua y la fricción, y que se multiplica más que los gremlins a medianoche después de una ducha. Prefieren el término crema.

Enseguida saltarán, con el muelle de las cajas de sorpresa, los cafeteros para protestar por el hurto semántico. Y los pasteleros. Y los laboratorios fabricantes de cosmética facial. Y…

¿Qué más da si la llaman espuma o crema? Lo importante es la contención a la hora de servirla.




Corte 2

¿Qué es una caña de cerveza? Dicho de otro modo: ¿cuánto líquido cabe en una? Un misterio que ni los físicos ni los magos resuelven.


Pide una caña en tres sitios diferentes y la servirán con tres recipientes distintos y, por tanto, medidas. ¡Y precios! Porque la picaresca consiste en desear un pequeño trago con ese nombre estricto y aparecer, con un golpe seco en la barra, algo de mayor tamaño y precio.

La caña no es ni una copa ni una jarra ni una flauta ni una pinta ni un tanque. La caña quiere vaso y carrera rápida: 200 ml. Lo demás son trampas de tabernero felón para ganar algo más.



Corte 3

Antesala de placeres mayores, entretenimiento de adultos, brindis de urgencias.

Permite refrescarse mientras el cuerpo se prepara para la solemnidad de la botella de vino. O facilita acceder a otro chispazo aún con la ilusión del primer sorbo.

Porque en una caña el mejor trago es el primero. Aún mejor: el deseo de ese trago.

La caña es como un episodio de una serie de humor de 25 minutos: quieres más. Porque sigue fresca.



Restaurante Via Veneto // Barcelona

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Via Veneto
Ganduxer, 10. Barcelona
Tf: 93.200.72.44
Precio medio (sin vino): 100 €



Oda al bogavante daliniano, y al trabajo de sala



Salvador Dalí, ¡Dalí!, fue un cliente estratégico de Via Veneto y ocupaba la mesa siete o la nueve. Estoy en el otro extremo del comedor, en la 20, y pienso en el hombre con bigotes de alambre cuando Pere Monje coloca bajo mi barba un plato que ha preparado el cocinero David Andrés: bogavante del Cantábrico en dos presentaciones.

En el lado derecho del plato rectangular, la cabeza del crustáceo abierta por la mitad y, en el interior de la superficie cóncava, las carnes de las tenazas cubiertas con una salsa (nata, 'fumet', mantequilla mezclada con el coral…) tachonada con un sarampión de trufa.

En un plato hondo, a la izquierda, el cuerpo al vapor, delicadamente cortado y bañado con una infusión de alga espirulina. La espirulina da un color violeta. Tras la apabullante presentación, imagino desmayos entre la clientela de una cierta edad.

Es un 'biplato' brillante que concentra la sustancia de la casa: la cabeza es clásica; el cuerpo, moderno.

La imagen del decápodo en el baño azulón me lleva al teléfono-bogavante que diseñó Dalí. El bicho era de yeso: de estar vivo, no habría dejado a salvo la oreja del que lo usara.

El aparato surrealista fue un encargo del poeta y mecenas Edward James. Hizo 11 y, en el 2018, uno de los ejemplares de esta rara telefonía fue adquirido por casi un millón de euros por la Galería Nacional de Arte Moderno de Escocia.










El teléfono-bogavante que diseñó Salvador Dalí.



Ataco el bicho como parte del Gran Menú de Invierno, que cuesta 110 euros: separado, como plato de carta, el bogavante daliniano está en 42.

He comenzado con el Homenaje a la Champaña (tres aperitivos: 'pâté en croûte'/salmón con remolacha/tartar de cigala con sorbete de apio) y una botella de champán rosado Ruinart. El Ruinart es luz de verano y atardeceres de melocotón y va a juego con los manteles asalmonados.

Hablo de los manteles con intención: Via Veneto parece el mismo lugar desde 1967, pero se mueve con la discreción y la eficacia de los espías. Trabajan con artesanos y de la boca de Pere Monje salen palabras con sonoridad: platero, tapicero, herrero. Retoques aquí y allá para preservar el escenario.

Para una guía de restaurantes escribí que Via Veneto era Drácula, que rejuvenece con la sangre de los nuevos cocineros. David Andrés tiene 33 años y una experiencia formidable después de más de una década en Àbac. Deportivas verdes con franjas amarillas en el reino del tacón y el zapato de piel.

Pregunto a David, el cocinero número cinco en la historia del establecimiento, cuál es la misión: «Afinar lo clásico y darle dos vueltas».

Vamos allá.

Alcachofa de El Prat rellena con yema y 'stracciatella' trufada. Al abrirla, se libera la felicidad.

Diana de calamar de potera: en la parte exterior, tartar con ibéricos y piparra y, dentro, guiso con tinta y 'peu de porc'. Siempre es una alegría el 'peu de porc' en palacio.

Parpatana de atún guisada a modo de un fricandó con esas patatas suflés que elevan el ánimo y una de las mejores codornices que he comido, rellenas con 'pilota' y cubiertas con escabeche de zanahoria (demasiado ácido).

Y un flan de 10, pequeño torreón para la resistencia.

He bebido Ruinart durante toda la comida, pero el sumiller José Martínez hace un par de grandes entradas con el fino Caberrubia y el pinot noir Les Theurons 2014, de Régis Rossignol-Changarnier.

Via Veneto es un restaurante de camareros y quiero decir con esto que el servicio es excepcional. El 'maître' Javier Oliveira vuelve a demostrar su destreza. Antes ha trinchado la codorniz y ahora levanta las llamas de las crepes Suzette, imprescindibles como el pato a la prensa, que el señor Josep Monje trajo de la Tour d’Argent, en París, hace medio siglo.

Cinco prensas de plata que deberían estar siempre en movimiento.

Vuelvo al bogavante y le digo a David si tendría sentido meterlo en la prensa y, así, tantos otros productos en busca de un jugo esencial.

Esa nueva sangre que se mezcla con la vieja.













L'Immoral: un bocata campeón en Sabadell

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El bocata campeón que casi nadie ha comido




“Al final, lo del bocata será leyenda”. Es un SMS del cocinero Jordi Gabaldà, ganador del Concurso Bocadillos de Autor del 2021, promovido por Madrid Fusión. Todo en esta historia es insospechado y peculiar. Jordi no tiene restaurante, su base de trabajo es Sabadell, la pieza campeonísima la ha probado muy poca gente y concursó con “un edema” en el cerebro. ¿Por qué parte comenzamos?

El llamado –con ironía y juego– Fine Pastrami, pastrami de atún, es extraordinario y merece que llegue al máximo de bocas interesadas. De momento solo un centenar de personas le han dado un muerdo: los seguidores de la 'newsletter' de L’Immoral, la bocadillería nómada de Jordi y su pareja, Carla Garcia. Al no disponer de establecimiento propio, el cocinero acordó hace tiempo la distribución de la oferta con “tres garitos” de Sabadell: Balboa, Olut y El Suau.

En un obrador de Molins de Rei, donde ha plantado el ahumador, que diseñó a partir de una estufa, Jordi prepara los ingredientes (“lo hago todo, excepto el pan”) y los lleva al primer piso del Balboa, donde los arma.

El funcionamiento es tan insólito como ocurrente. Balboa y Olut están pegados –El Suau, a tres minutos a pie–, con una tentadora terraza delante. El cliente consulta la carta con siete emparedados, telefonea al 93.725.17.33 y un ciclista traslada el pedido.

Por supuesto, el ciclista sale caminando del Balboa, con la bici al lado y la mochila a la espalda. ¿Por qué? Porque hasta que le descubrieron el edema cerebral, el obrador humeaba en Sabadell, desde donde repartía, y quiere mantener “la imagen de marca”. Otra singularidad.

Si el bocata ganador sale alguna vez a la venta de una forma regular, el precio será de 10 euros. 'Pa de pagès' de la 'fleca' Portell, ventresca de atún rojo ahumada durante cinco horas, (antes ha estado cuatro con sal), salsa 'teriyaki' y mostaza propias, mantequilla de Rooftop Smokehouse, champiñón portobello/calabacín/espárrago/col china y quesos cheddar y emmental. ¿Bueno? Muy bueno. Preguntó a Jordi si son necesaria tantos elementos. Sonríe.

Jordi sonríe y se le ve feliz y eso que el 20 de marzo del 2021 le diagnosticaron una infección cerebral, y ese edema aún no disuelto, que lo tuvo en hospitalización domiciliaria y el consejo de alejar el estrés. El 31 de mayo se presentó al certamen –“había quedado en otras dos ocasiones en el puesto sexto y cuarto”– y lo ganó y fue un alivio después de un tiempo aciago y difuso: “Era algo muy personal”. Era decir: estoy aquí, y muy vivo.

Este hombre cerró su restaurante, Contrast, tras una década, “y cuando mejor funcionaba”, porque prefería la libertad de la camioneta, llamada L’Agosarada, y la de los bocadillos, la cultura del sándwich, que no considera un género menor sino un reto de equilibrio. Pasó por Can Fabes y trabajó con Carles Tejedor en Ristol y también fue cocinero de cámping: “Siempre hay algo que aprender”.

Pruebo la segunda entrega del ciclista: pan redondo, 'porchetta', pisto de verduras, emmental, mostaza y calabacín especiado (6,50 €). Y festejo el buen punto del cochinillo y es de nuevo un gran trabajo.

Queda en el aire el destino del pastrami de atún y de si será una leyenda o una realidad de humo, grasa y victoria.




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