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Channel: La Cocina de los Valientes
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El pollo cubista de Al Kostat // Jordi Vilà

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El cuello y la cabeza del pollo de Al Kostat (ronda de Sant Antoni, 41) son totémicos y alarmantes. Cuando la pieza aparece en la mesa, el comensal desinformado se lleva un susto. La corrección gastronómica ha borrado los platos en los que las aves y los mamíferos tienen testa, no así los pescados, que llegan enteros y con los ojos en blanco. Las cabezas dan miedo y más si enseñan la lengua. Nos horroriza que las víctimas nos miren.

Superado el 'shock', diremos que el plato es extraordinario, ya desde la presentación. Jordi Vilà lo bautizó en junio del 2019 como pollo Picasso, aunque después le rebajó cotización: se quedó en cubista (para dos: 18 euros por persona).

«Lo de Picasso era pretencioso. Picasso es máxima excelencia y hay que tener respeto por la firma. Lo de cubista es más genérico». Planta el faro cuello/cabeza entre los muslos del plumífero. La estampa tiene carácter y en Instagram causa estragos: los edulcorados corazones 'instragrameros' chillan con la crudeza.

«Quería preparar un cuello relleno como un canelón, metiendo un tubo de hierro dentro para tensionarlo. La idea era crear un rulo, una 'neula'. Al mismo tiempo, buscaba un pollo rustido. Y juntamos las dos cosas. Encajamos el cuello en el desencaje». Picasso pintó algunos pollastres: sería más cubista si el pico estuviera del revés.

Las gallináceas proceden de Solsona, de la granja La Cajola, picoteadoras de más de dos kilos de la raza 'red star'. Jordi compra «los muslos unidos». Veinticuatro horas antes los masajea con una mezcla de sal, limón, romero y tomillo. Al día siguiente los hornea 45 minutos sobre una rejilla a 190 grados. La grasa que van dejando el bicho se mezcla con el agua y el brandy de la base. Desglasa el jugo dulzón y hace una salsa «al momento».

El camarero lleva la figura de impacto al comedor y lo devuelve a la cocina para el desmembramiento.
Primero, medio cuello relleno: exterior crepitante y, dentro, la finísima carne de esa parte de la anatomía con «elementos que refrescan»: albahaca, cilantro, cebolla al 'cop de puny'. Después, la bandeja con manzana, los muslos desmenuzados y mezclados con la salsa y la piel churruscante. Qué placer cúbico, cilíndrico, rectangular y piramidal.
Por si fuera poco, patatas fritas de dos variedades, agria y monalisa, con distintos cortes y polvo de tomillo y yema con aceite. Quiquiriquí.

En Al Kostat, el restaurante dentro del restaurante Alkimia, Jordi explora lo tradicional con mirada de pillo. 'Nigiris' sí, pero de atún sobre pan con tomate. «Siempre pienso en clave de cocina catalana proyectada hacia el futuro», dice.

La croqueta César, los macarrones de rustido, la tortilla de patata y cebolla, el pimiento escalivado/'recuit'/romesco de aceituna y anchoa, ¡el flan!

A finales de mes, abrirá una «tienda de cocina» llamada Va de Cuina en la calle Major de Sarrià, donde las cazuelas tendrán ritmo: rabo de vacuno, fricandó, botes de 'samfaina' y encurtidos y productos que usa en los restaurantes, como la pasta Benedetto Cavalieri.

Jordi tiene 47 años y en el futuro se ve más cerca del espíritu de Al Kostat que de Alkimia, con una estrella, que puede desaparecer en seis años: «Mi pequeña revolución ya la he hecho. La cocina necesita de radicalidad, vanguardia, inconformismo».

Dice que si a los 50 no lo has conseguido, déjalo porque ya no lo harás. Siempre le quedará montar el pollo.









Tele y cocina: entre la sosería y el hachazo

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                                                                           I



Los programas gastro tienen dos horarios e intenciones: los del mediodía son educativos; los de la noche, corrosivos.

A la hora de comer enseñan el cuchillo y la finura y precisión del corte; a la de cenar, vuelan las hachas y se desmembra con tosquedad y en busca de la hemorragia. En ninguna cadena o afluente existe un verdadero programa gastronómico, complejo y ambicioso, que entienda el género de un modo total, más allá de la acumulación de recetas o de las peleas de gallera.

En La 1, Miguel Ángel Muñoz, actor y ganador de la primera edición de 'MasterChef Celebrity' (volveré después a esa picadora de carne), ha estrenado 'Como sapiens', espacio sosete y nervioso, que liquida temas en un plis plas como si se les enfriará la comida en la mesa.

De nuevo las recetas, aliñadas aquí con la búsqueda del producto, son la columna y el costillar del espacio, que flota sobre la realidad. Sé que no es un programa de denuncia, pero presentar lo que comemos como si se tratara de un folleto publicitario estimula poco.

Con la excepción de David de Jorge y sus vivas a Rusia y campechanía de whisky y habano, los cocineros que ocupan esa franja enseñan sin meterse en líos, aunque el veteranísimo y fundamental Karlos Arguiñano dé el cante alguna vez. Minutos blancos para una audiencia en calma.

El último fichaje de TVE es Mikel López Iturriaga, ser empático, con capacidad para la autoparodia y creador de uno de los formatos periodísticos más originales y mordaces: la web de El Comidista.

En 'Banana Split' (La 2) une presente y pasado laborales, gastronomía y música, y la agilidad y el buen humor de Mikel consiguen un formato que se digiere bien. Aunque tendría que amarrar a los cocineros.

Pidió 'fast food' a David García, del Corral de la Morería, y le cocinó unas ¡'kokotxas' de merluza y tinta de calamar! Es lo que el personal prepara con prisas.

Cuando las luces de la ciudad se apagan, aparecen los monstruos: 'Pesadilla en la cocina' (La Sexta), 'Joc de cartes' (TV3) o 'MasterChef' (TVE), y no me refiero a Alberto Chicote, Marc Ribas o Jordi Cruz, sino a la fauna que los acompaña. ¡Qué buenos malos 'castings'!

Está en emisión la quinta temporada de 'MasterChef Celebrity', con menos crueldad y más humor que cuando concursan personas anónimas. Entre famosos… El estilista Josie es el personaje que concentra la mayor atención: es un buen estratega, aunque sobreactuado. El “aaaag” y “lo máximo Valverde” son más molestos que un raguetón a todo volumen en la playa.

En cuanto a 'Joc de cartes', me sorprende que haya restauradores que se apunten a participar. Si no escribiera sobre gastronomía, y no llevara en esto veinte años, y tuviera que basar mi conocimiento en lo percibido como espectador concluiría que la cocina catalana está entre las más chapuceras del planeta. ¡Y qué obsesión tiene esta gente con el tiramisú!

¿Los 'realities' son programas gastronómicos? No hay nada que aprender de las escabechinas.

Son clases de matanza, despiece y exposición. Y muy entretenidos.




                                                                         II



Ha terminado 'Masterchef Celebrity 5' con una ganadora inesperada: la actriz y empresaria Raquel Meroño, autonombrada Mamá Microondas. Ha sido el triunfo de la discreción en una temporada en la que el plató se ha transformado en pasarela de extravagancias. Venció el microondas y su gran eficacia frente a las aparatosas presencias.

Tenía esperanzas en Josie, el hombre-que-no-paraba-de-hablar y que, de repente, calló, se concentró y enseñó el perfil de diseñador eficaz. Los gritos y las máximas son los adornos con los que se muestra, otra parte del vestuario hiperbólico.

Si Josie fuera un plato sería un faisán a la Santa Alianza, un ave rellena con becada y trufa, combinación que apenas existe, fechada en 1815.

A Raquel Meroño la representa un 'nigiri': cualquiera cree que puede prepararlo, pero solo unas manos firmes y delicadas son capaces de resolver el difícil equilibrio en sabor y liviandad. A Flo lo veo más como filete Wellington.

Josie ha entendido los riesgos de salir en la tele y ha elegido el exceso, como La Terremoto de Alcorcón, que de madrugada exhibió una sobrasada a modo de bolso. Ya tarda Vuitton en diseñar un bolso naranja y con la forma de una sobrasada de dos kilos.

La Terre y Josie han modulado los personajes sin perder el control, a diferencia de Ainhoa Arteta y Celia Villalobos, que no han comprendido que ir a televisión y exponerse durante tanto tiempo aplasta como una laminadora. Flo, a mi entender, también se ha equivocado: el personaje de Flosie era más incómodo y desacertado que un erizo en la cara.

Los astutos entienden este tipo de espacios como un gran anuncio y lo aprovechan para engrasar carreras y negocios. Los inocentes, y con estrategia deficiente, acaban carbonizados como el pan que ha estado demasiado tiempo en la tostadora.

La final de 'Masterchef Celebrity 5' sentó a la mesa al presidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla, que se refirió con populismo, fantasmería e inexactitud al ratio de estrellas Michelin en su territorio, y a Ana Patricia Botín, que se levantó a mitad de la comida y le dijo a Samantha Vallejo-Nájera que se iba, que tenía prisa.

Como pasa en la vida. Como pasa en la vida cuando no hay cámaras.  






El 'panettone' de Cloudstreet // La obsesión de un músico

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Cloudstreet

Rosselló, 112. Barcelona
Tef: 932.505.828


Desde noviembre, Tonatiuh Cortés es un hombre tiranizado por el 'panettone'. Su horario es el horario del 'panettone'. Su latir es el latir del 'panettone'.

Cada una de las 100 piezas (a 40 € el kilo) que a diario salen del horno Cloudstreet, en el Eixample, pasa por sus manos. He visto la receta y la NASA lanza sondas al espacio con menos pasos e instrucciones.

“Estoy obsesionado”, dice Tonatiuh, Ton, nacido en Ciudad de México en 1980 y estudioso de la flauta de pico, y ahora del fagot barroco, y que viajó a Barcelona para profundizar en la música medieval.

Baila lo popular porque también tocó ritmos cubanos en la orquesta de un tío. El pan es la orquesta cubana. El 'panettone', la música antigua.

Aquí estudió el 'ars subtilior', un estilo de finales del siglo XIV de alta complejidad y sofisticación. Y todo-eso-que-parece-que-no-tenga-que-ver ha sido clave para escalar la cúpula. Disciplina, estudio, concentración. Obcecación. Y ríe: este hombre parece feliz entre harinas y fermentaciones.

Ha atrasado la hora del encuentro: algo relacionado con el frío, con la masa. “Cambia cada día”, y requiere de cuidados durante ¡72 horas!, dice sonriendo –intuyo– bajo la mascarilla.

La vida laboral es de galeras: de 10 de la mañana a 3 de la madrugada. Yo bostezaría como el león de la Metro. Ton controla el sueño sabedor de su ausencia.

Cloudstreet ocupa una panadería abierta en 1926 y que hasta hace poco tuvo en funcionamiento el horno de leña como un puente entre épocas. Compró la tahona en el 2013, ahora, asociado con su hermana Zitaima, y se apartó de la música profesional y las clases de 'ars subtilior', “un poco cansado de la presión”.

Al año de abrir, ya estaba 'panettoneando'. Desde entonces afina la receta como afinaría un instrumento o, más preciso: como si lo fabricara. Es el 'luthier'.

En el 2019 se alzó con el premio al mejor 'panettone' de España –“era la primera vez que ganaba un panadero”– y reformula un procedimiento que entonces fue imbatible. “Mantenía la masa madre en agua y ahora en seco”: solo los expertos comprenderán la sutileza.

Está satisfecho. No está satisfecho. No estará satisfecho.

Cuento tres veces la palabra 'obsesión' durante la charla. Pregunto, entonces, ¿por qué estamos fascinados con ese dulce de Milán que hace tan poco se asentó entre nosotros? “¡Porque está muy bueno! Es una artesanía con grandes niveles de precisión. Puedes quedarte con “está muy bueno” o seguir la conversación: el PH, la temperatura de fermentación de la masa madre…”.

Vale, vale: está muy bueno. Sin memoria, aficionados con menos de una década de experiencia (diría que el adelantado en España fue Paco Torreblanca), es difícil juzgar en comparación al genuino italiano.

El de Tonatiuh es limpio y con gran carga aromática: ralladura de piel de naranja y de limón, que pone “al principio, en contra de las reglas canónicas”.

Alveolo no demasiado grande y miga elástica como una gimnasta rumana. Muy bueno. ¿Lo he dicho?

Un 'domo' de unos 19 centímetros de alto: mantequilla de Normandía, naranjas de la casa Agrimontana, yemas ecológicas de gallinas alimentadas con maíz…

El 'ars subtilior'–y sus grandes dificultades– traducido al 'panettone'.






La Boqueria: cuando Pinotxo dijo que estaba cansado

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Ver a Joan Bayén sin la pajarita ni el chaleco es como verlo desnudo. Joan Bayén es Juanito, Joan Bayén es Pinotxo. La Boqueria cumple 180 años y él hizo 86 el día de Sant Joan. El mercado y el camarero son organismos en simbiosis: imaginar al uno sin el otro es algo que desconcertaría a los científicos.

Si La Boqueria es un símbolo universal, Juanito actúa como su mánager. Encontrarlo tras la barra de Pinotxo es saber que el mundo continúa, ahora que el mundo ha estado a punto de acabar.

Y, sin embargo, lo dijo: “No sé si lo dejaré”. Yo lo escuché. Estaba sentado a un metro y medio de él, ambos con mascarilla.

Pinotxo desnudo, es decir, sin la pajarita ni el chaleco, con anorak negro ajustado, pantalones amplios y blancos, calcetines de color hueso y zuecos. Participábamos en una charla –que presentaba Lluís Bofill– sobre la cocina de barra en el Aula del mercado recién estrenada.

Era el viernes 20 de noviembre, dos días antes de que los bares y restaurantes resucitaran (esa película de miedo titulada: 'El cierre, segunda parte') y pregunté a Juanito si tenía ganas de regresar. Nunca antes estuvo tanto tiempo parado, y lejos de la gente.

El acto aún no había comenzado formalmente y él lo dijo: “No sé si lo dejaré”. Y enfatizó: “No sé si quiero seguir”. Rápido y vivaz, desdramatizó el comentario: “¡Es que yo no me canso nunca!”. Se refería a los maratones que corrió –18 de Barcelona y 1 de Nueva York– y a los paseos con los que amanecía.

Luego, durante la grabación, se desentendió y se refirió a otras cosas.

De por qué vestía pajarita y chaleco: “Ramon Cabau me regaló la primera y me dijo que la tenía que llevar siempre”. Cabau: el legendario dueño del Agut d’Avinyó, que se suicidó en La Boqueria con cianuro.

Del perro 'Pinocho', que dio nombre al local, llevaba billetes en la boca y los protegía: “Nadie se los podía sacar”.

De las tres parejas que había unido desde detrás la barra como un cardenal del café con leche y el 'xuixo'.

De Jean Paul Gaultier y Jaqueline Bisset.

De las ofertas que había tenido para vender el local y que había rechazado.

De cómo conseguía que el cliente comiera lo que él quería, y eso era gobernar el mundo.

Juanito tenía 86 años, edad para un retiro más que ganado. ¿Iba a pasar? ¿Iba a pasar inmediatamente? ¿Cómo sería La Boqueria sin él? ¿Cómo sería Pinotxo sin él?

Días más tarde, pregunté a Jordi Asín Bayén, su sobrino y cocinero, el hombre del 'capipota' y los garbanzos con morcilla. Se sorprendió: “No se quiere jubilar. Hasta que pueda se agarrará a la cafetera. De aquí lo sacan con los pies por delante”.

Admitió que la pandemia era un café amargo en el estado de ánimo y que la marcha de su tío –cuando eso sucediese– sería una pérdida: “Nos faltará la imagen”.

Cuando Jordi llegó en 1998, Juanito ya tenía que haber colgado el chaleco. Pero ahí sigue, con el magnetismo que atrae fieles. “El bar funciona”, se felicitaba Jordi. Y seguirá funcionando 'con' o 'sin' porque los chipirones permanecen, frescos y directos.

Juanito es la imagen de Pinotxo.
Juanito es la imagen –una de las imágenes– de La Boqueria.
Y, digámoslo ya, leyenda. Un experto en resistencia. Alguien que no se cansa nunca.





Qué esperar del 2021

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¿Qué esperar del 2021? Que llegue el 2022. Este es un artículo de año nuevo que ya es viejo. No solo el 2020 es el peor año de nuestras vidas (oh, acomodados: el peor año de un refugiado, perseguido o desahuciado es cualquier año), sino en el que demostramos que como sociedad somos una estafa.

En cuanto las autoridades alzan un poco las restricciones, cometemos fraude: desplazamientos masivos fuera de las grandes ciudades para colonizar segundas residencias con nuestras toses, reuniones con los amiguetes en terrazas para socializar el virus (con la inestimable colaboración de algunos hosteleros que después llorarán lágrimas de azufre), pastoreo por los centros comerciales para compartir aire respirado.

Si el virus fuera inteligente pensaría que ha encontrado a anfitriones entusiastas. Pero el virus no es inteligente. Nosotros somos unos besugos, por recurrir al lenguaje pintoresco del dibujante Francisco Ibáñez. Mortadelos todos. Incluso actuando con responsabilidad podemos contagiarnos: el bicho es así de cabrón. Pero ¿hay que ponérselo fácil, tenemos que ser cómplices o voluntarios agentes del crimen?

Vivimos en un trazado de montaña rusa. Con picos y bajadas. Es posible reducir los contagios y cuando se ha conseguido, ¿ehhhh?, vuelta a subir.

Lo vi este verano en un cámping: apenas el 20% iba protegido. La segunda ola tomó fuerza en lugares donde nos envenenamos con felicidad y ligereza.

Sí, somos nosotros, sí somos nosotros invitando al coronavirus a la fiesta, coronamos al virus, amorosos súbditos.

Cuando esto se publique habrá pasado la Nochebuena, la Navidad y el fin de año y ya solo estaremos nosotros y la enfermedad. Teníamos que celebrar la vida y no la Navidad y recordar, en estricto recogimiento, a los que se han ido. Tenemos tantas ganas de celebrar que es mejor no celebrar.

Nos permiten beber una copa y nos amorramos a la botella hasta vaciarla. Así somos. Y pasa el tiempo y hay más muertos o enfermos con graves secuelas y hacemos como si no existieran. Pero no, no lo digamos, no seamos apocalípticos. Disimulemos y silbemos y felicitémonos por lo bien que lo estamos haciendo. Un gran aplauso colectivo. Abracémonos. Por nosotros. Bravo.

Tenemos peleas, tenemos peleas que no queremos: con ese cocinero que al salir del primer confinamiento chuleó en Twitter diciendo que donde estaba escrito que tenía que usar mascarilla (y ahora la foto de su perfil es con máscara: vale, tío); como ese sumiller con una quirúrgica que se le va cayendo y que va sacando la naricita como un hurón y cuando le dices que porqué no se hace un nudo responde que si le aprieta, molesta (vale, tío); como ese hombre en el vestuario del gimnasio sin tapabocas, sentado sobre una pegatina donde recuerdan que es obligatorio llevarlo y, con educación, lo señalas y responde con una pachorra infinita que no, que allí dentro no es necesario (vale, tío).

Qué hartura, qué absurdo, qué mierda.

¿Qué no hemos entendido? Que no hay que tener relaciones sociales fuera de los convivientes (¿y los llamados grupos burbuja?, pues nada, peligro de pinchazo).

Que quien pueda, teletrabaje (y el Gobierno, sí, ese gobierno que da más bandazos que los autos de choque, lo regule).

Que en los restaurantes y bares, mientras no se coma o beba, la mascarilla vuelva a la cara.

Que hibernemos a la espera de que en la primavera y el verano, vacuna mediante, el horizonte sea menos brumoso.

Que dejen de hacernos sentirnos mal porque no queremos quedar a comer cenar con personas a las no vemos desde hace meses; que no, que bajo ninguna circunstancia, nos llamen exagerados.

¿Qué esperar del 2021? Que, con un salto de pértiga, vayamos directamente al 2023.







Esta es LA tortilla // Mantequerías Pirenaicas

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La tortilla de patatas es un ring. Los 'concebollistas' y 'sincebollistas' presentan a sus campeones para resolver una disputa en la que siempre hay huevos estrellados y lloros (la cebolla tiene eso). Reto a los diseñadores de videojuegos a programar una lucha a muerte con el título inequívoco de Tortilla Fighter.

Yo lo tengo claro: la tortilla a la que se la priva de la cebolla es como Kenny G sin saxofón (puede que no sea el mejor ejemplo: apoyo que se le retire el saxofón).

Miguel Puchol, dueño de Mantequerías Pirenaicas (Muntaner, 460), está de acuerdo: su amor al género, que lo hace viajar en busca de droga amarilla, ha conseguido poner en el plato una de las mejores tortillas de Barcelona, en colaboración con el cocinero Alberto Soriano. ¿La mejor? Escribir eso sería decapitarla. Porque los tortillólogos sacarán sus listas afiladas como guillotinas. Pacifiquemos: de las mejores.

Mantequería es una palabra que derrama nostalgia, junto con colmado y ultramarinos. Establecimiento fundado en 1957, lo compró el joven Miguel con el dinero de los padres en el 2014 y comenzó con la catequesis tortillera en el 2015.

“Buscábamos que fuera perfecta y la hemos ido corrigiendo: prueba y error. La cebolla no está frita, sino caramelizada durante 10 o 12 horas. Y la patata que nos gusta es la vieja”, cuenta Miguel.

25 centímetros de diámetro y unos 5 o 6 de alto, 12 huevos ecológicos y 2 yemas, 1,5 kilos de patata monalisa y 100 gramos de cebolla de Figueres.

Hola, Señora Tortilla. Y la mano de Alberto. Y el paladar de Miguel. Algunos heredan recetas y convicciones y leyes y otros diseñan su destino: no nos pongamos trascendentes. O sí: hablamos de tortillas.

De cada rueda salen ocho raciones. Llega la cuña (4,70 euros) y veo perfectamente los estratos, el tubérculo cortado en láminas, el huevo jugoso, apaciguado, sin desparramarse. Es una frágil arquitectura, aunque contenida, sin deshacerse.

No es el estilo de Betanzos, que me gusta, con el corazón casi líquido y que en Barcelona fluye en La Penela. Ya todo es líquido: la tortilla, las tartas de queso, los pasteles de chocolate. Que vengan un filósofo y un psicólogo y nos auditen.

Con el primer 'tenedorazo' estoy convencido: es LA tortilla. El día anterior probé una que podría haber servido de pilar de la torre Glòries. Abundan los cascotes para las barricadas y escasean las preñadas de suculencia. Esta es una fiesta, como si tuviera en la boca a Earth, Wind & Fire.

Pruebo diferentes raciones, con la misma base, a la que han añadido un guiso de meloso de ternera, chorizo de Grau Vila (¡picante!), brie y el mismo queso con sobrasada de Cal Rovira. Estupendas, aunque la básica responde a todas las plegarias.

Los discos dorados comienzan a salir a las 7,45 de la mañana y a las 10.30 dejan de hacerlos porque la cocina es mini y la requieren para organizar la comida. A modo de pasarela entre el desayuno y el mediodía, el chef me ofrece una croqueta de pollo, también en su punto de melosidad.

Pasada la hora tortellil varios piden la especialidad. Ya no hay, vuelva mañana.

Sin buscarla, les ha salido una gran estrategia: la del deseo.




Restaurante Cruix: el arroz crujiente // Barcelona

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Cruix
Entença, 57
Barcelona
Precio del arroz: de 14 a 16 €



Los cocineros temen a los arroces, sobre todo, a los secos: requieren de una cierta pericia para evaporar, que suplen con un golpe de horno que ni Thor con el martillo.

Los caldosos, en cambio, tienen en la sustancia acuosa un sistema de seguridad. Si el grano está reventado pero el fondo es bueno, la cazuela resulta aceptable en el sentir general.

Los secos son transparentes. Cuando el torpe destroza la semilla, el sabor se dispersa. Son esos arroces insípidos aturdidos con innecesarios y excesivos ingredientes.

Así que cuando Miquel Pardo, nacido en Onda, Castelló, abrió Cruix en la calle de Entença, número 57, tomó una decisión más arriesgada que saltar al foso de las fieras en el zoo. Terminaría cada menú degustación con una paella. «Es un trocito de casa que quise llevar a Barcelona», dice.

Un arroz seco hecho al momento, como cualquier otro plato del pase, huyendo de esas raciones rescatadas de las profundidades de sartenes gigantes donde se apelmazan estratos de gramínea.

Recordar primero que los menús degustación de Cruix son un prodigio de imaginación y abundancia a precio amistoso en esta Barcelona de atraco y pistolón: 28 y 34 euros. Esta vez elijo de la carta porque quiero probar tres de los cinco arrocitos. Hay #arrozparauno, contratiempo que también evitan los restauradores asustadizos.

Copa de Fruita Mare, tinto del Empordà para despejar mentes; un 'nigiri' de ensaladilla rusa cubierto con una lámina de huevas de atún, boquerón con romesco sobre pan sardo y tartar acevichado de corvina de una elegancia a lo Fred Astaire, que se eleva y baila. Pero yo he venido a 'arrocear'.

Pregunto, y pregunto. Y el chef responde: variedad bomba de la empresa El Cazador (80 gramos por persona) que marca con el sofrito, caldo, horno y, de nuevo, al fuego para el 'socarrat'. No es el sistema tradicional, protesto. Pero es el que les permite organizarse para sacar adelante el embrollo.

El primero que tomo, en paellita de 24 centímetros (14 €): de pimientos y gambas, cubiertas con una emulsión de ajillo; a partir de la tapa tradicional, la versión arrocera.

El segundo (14 €): lágrima y cerdo ibérico, berenjena ahumada (que da esa sensación campestre tan agradable), judía, romero y láminas de panceta.

El tercero (16 €): mollejas de vacuno, piparras frescas y lonchas de entrecot de black angus curado con sal (un acierto).

En común, el buen trabajo con la grasa y el grano, crujiente, muy 'cruix', en esa tendencia extendida de la capa finísima. Se alza como ganador el vacuno y el revés picante en la boca de la piparra. Pero el popularísimo e intocable es el de gambas.




Terraza Martínez: paella y bogavante panorámico

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Terraza Martínez
Carretera de Miramar, 38
Barcelona
Arroces: entre 24,40 y 37,40 €




Sentado en el trono, el comensal es el dueño de Barcelona. Al menos, mientras dure la comida: un breve pero satisfactorio reinado. El trono es la silla alta de la Terraza Martínez, en Montjuïc, desde donde otear el horizonte, la urbe sin apenas relieve, el mar espumoso, el puerto que no descansa. Hay vientecillo y eso permite un respiro en el verano denso, empantanado.

Aparece una de las paellas que he pedido y es una sorpresa narrativa. Se trata de un arroz con estética simple: un trozo de pollo, otro de conejo, 'garrofó', judía, coliflor (24,40 €). Pero el observador encontrará un atractivo descuartizamiento. Hay desperdigada casquería de conejo: la lengua, el seso, el pulmón, el riñón…

¿A quién se le ha ocurrido el mosaico? Con permiso de José María Parrado, el dueño, el responsable es Sisco Diago, a quien conocí en una primera etapa del Martínez y del que recuerdo un arroz con 'espardenyes'. ¡Vaya sorpresa se llevará los impresionables! «Es un homenaje a los arroces antiguos», dice Sisco. Claro que sí. ¿Por qué temer a las vísceras, despreciar los interiores? A quien no le guste, que los aparte.

Los seis arroces de la carta los pueden preparar melosos, caldosos o secos. Elijo, claro, la tercera cocción para medir la salud del grano.

En la de pollo y conejo, emplean la variedad bombita de Molino Roca. En la de bogavante, la bahía de Molí de Pals. En ambas, granos sueltos, envueltos en grasa, capa fina, según el estilo de la parte interior de Alicante y que se ha impuesto en la restauración.

Bien atendido por Alain Salamano y sus vinos (bravo por La Vinya d’en Tomàs), pruebo unos tomates de campeonato con ventresca y una raya con escabeche de zanahoria (oh y oh).

Martínez ha fichado a un viejo conocido, Andrés Huarcaya, al que seguí por las muertes y resurrecciones de El Pràctic, que sustituirá a Sisco, camino de Madrid para abrir un negocio de Parrado. La misión de Huarcaya es sistematizar: «Hacer bien las fichas, los fumets, las técnicas». Que todos los arroces salgan con el mismo rigor, los haga un pakistaní, un peruano o un valenciano. ¿Se cocina con el sentimiento o con el método?

Admiro el trabajo con el bogavante, de origen gallego, perfectamente pelado sobre la superficie nacarada (37,40 €). Sin embargo, no soy impresionable con el uso de lo aristocrático y aprecio el crustáceo como valoro una seta.

De hecho, tengo un prejuicio porque el extendidísimo, famoso y discutible arroz caldoso con bogavante ha arruinado el criterio. Crea un estado mental favorable y un estado hipnótico en el comensal.

Aquí, bicho y gramínea han sido cocinados por separado, aunque esta se ha beneficiado con un caldo del animalillo. Y un sofrito épico: 15 kilos de tomate y 15 cabezas de ajo dan 3 kilos de salsa.

Sisco resume su filosofía: «Me gustan los arroces muy puristas. Fondos adecuados y cada vez menos tropezones». El cereal como lienzo para construir encima. Y da un apunte meteorológico: «Si la presión atmosférica es baja, se necesita menos fumet».

Avancemos hacia la ciencia del arroz. Pregunto de nuevo: ¿se cocina con el sentimiento o con el método?



















Restaurante La paella de Su: un brochazo de rojo carabinero

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La paella de Su

Diagonal, 436. Barcelona
Arroces: entre 16,50 y 20,50 €





La paella de Su, en el número 436 de la Diagonal, es nueva en la plaza: en septiembre hará un año de la apertura, aunque no de la actividad, fracturada por el coronavirus. Susi Bernat –Su– y Santiago Mónaco explican que hasta el fatídico marzo iban multiplicando clientes.

El desánimo no es su credo, aunque sí la resurrección: ambos fueron interioristas en Sitges y Valencia y han hibernado la empresa para dar mecha a este negocio. Comparten sustantivo con el antiguo trabajo: restauración. Las mesas, por ejemplo, las ha hecho Santiago con restos de parquet y azulejo.
Restauración es, al fin y al cabo, reparar, espíritus o sillas.

El porqué de la transfiguración es una historia frecuente: Susi preparaba paellas los domingos para amigos devotos; Santiago quería llevar a lo público ese triunfo privado; un arroz ominoso tomado en Rambla de Catalunya los decidió a mostrar las habilidades.

Susi es ahora cocinera, a la que ayuda Vanesa Felices, y Santiago lleva la sala, y dice: "Los oficios se aprenden. Y nosotros ya venimos del mundo comercial".
Susi es cauta: "No aspiro a ser más de lo que soy: una valenciana enamorada de la paella".

La receta la ha heredado del padre, José María, y de la abuela Gabriela, que tuvo un chiringuito en la playa de la Malvarrosa.

Exhiben como una victoria necesaria en estos días fatídicos el reconocimiento de Wikipaella, una organización en defensa de los arroces clásicos valencianos: en Catalunya solo Susi tiene el sello.

Pruebo la fórmula canónica (18,50 euros) en versión para un solo comensal: pollo, conejo, azafrán, judías verdes y alcachofas (no es temporada), paellita de 30 centímetros y 125 gramos de "arroz redondo" La Fallera y una ramita de romero para aromatizar.

Sabor limpio y sentimental, aunque al grano le faltan algunos minutos de reposo. Si alguien quiere aproximarse al constructo del original de Valencia, tiene aquí un buen ejemplo.

Primero una caña de cerveza Turia y después, una copa del tinto Delmoro 2018 para libar valencianismo y dos platillos con raíz: el 'esgarraet' (pimiento asado y bacalao) y la 'titaina' (tomate, atún, pimiento, piñones), un localismo del barrio de Cabanyal.
El salazón es un arma secreta del sur.

Me interesa la parte de la cocina que vira a la memoria, a la etnografía gastro, a una oferta que en Barcelona es escasísima, con excepciones como Diània, la taberna de los gemelos Mascarell.

Al día siguiente de comer, Su envía un mensaje: ha decidido preparar 'tonyina de sorra' casera, incorporación que elevará el alma del sitio.

Pureza en el segundo 'round' paellero, y gusto categórico: arroz rojo, lo llama, arroz de carabineros (20,50 euros), "sin colorantes".
A diferencia de la paella valenciana, hecha con agua, para este ha elaborado un caldo: "Seis litros de caldo hierven con dos kilos de carabineros, y quedan reducidos a cuatro".

Rebajaría la potencia, aunque el resultado es solar, rico y consecuente.

El rojo carabinero debería ser un color del Pantone.

El rojo carabinero es inflamación y deseo.




Restaurante Suculent: la evolución de la paella

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Suculent

Rambla del Raval, 45. Barcelona
Paella valenciana: 15 €



La paella valenciana que Toni Romero, el chef de Suculent (Rambla del Raval, 45), anuncia en la carta (15 €) es, en realidad, la sublimación de la especie. El aspecto y los elementos son los mismos, aunque diferente la elaboración, lo que condiciona el sabor. No es la paella valenciana de la memoria (de 'mi' memoria), pero es paella valenciana.

¿Por qué es diferente? Porque utiliza caldo de pollo y costilla en lugar de agua y porque confita las carnes (y, qué diablos, las mejora).

En el planteamiento no hay espíritu reformista, sino sentido práctico para sacar a la sala un arroz normativo sin que el cliente quede amojamado por la espera. Y, sin embargo, la evoluciona.

Para Toni, nacido en Nules, Castelló, llevar el emblema al restaurante era un desafío, un dolor de cabeza también filosófico y sentimental: «Si tiene que salir peor que en casa prefiero no hacerla».

Sabe que la paella es un asunto de Estado y que la ideal no existe: la mejor jamás es la presente sino alguna del pasado, de cuya imaginaria perfección tampoco fuimos conscientes en aquel momento.

Costilla, pollo, conejo, 'garrofó', alcachofa y tirabeques. 
150 gramos (para dos) de la variedad bomba de Illa de Riu: grano en perfecto estado de revista en llanísima superficie.
La Tierra no es plana, pero la paella, sí.

El punto de las carnes es óptimo, sobre todo la costilla, cocinada a baja temperatura.

¿Es perfeccionable la Santa Paella Valenciana? Por supuesto: lo insuperable es lo mucho que se consigue con cuatro cosas, y maña.

Olvidémonos, por favor, de esos arroces más cargados de ingredientes que un cubata.

Suculent, a diferencia de los otros establecimientos de la mini serie, no está especializado en el cereal, pero ese ejemplar único merece reseña.

Más gramíneas honorables que podrían haber aparecido en este ruedo barcelonés: el arroz al horno del Racó de l’Agüir, el picante de conejo del 7 Portes, el de 'pilotes' de Diània y el de 'capipota' con langostinos de Can Ros.

Aprovecho el paso por la casa de comidas de Toni, 'Tonet', para dar un repaso a platillos notables, que además de estar buenos, plantan en la cabeza la semilla del regreso.

En este comedor hay ideas que hocican en el costumbrismo para alcanzar altura, como las patatas paja en la ensaladilla rusa –qué atrevimiento y qué riesgo– y la sustitución del atún de lata por ventresca curada con sal. Volvemos al mismo dilema que al abordar la 'paellicidad': ¿es o no es ensaladilla? Por supuesto que sí: ningún ruso se quejará.

Sigo con el zarandeo a los ingredientes populares, casquería incluida: paté de mejillones, croqueta de pato, torreznos de pulpo, tartar de sepia con 'cansalada' y leche de almendras (un 10) o el 'säam' de lengua de buey con salsa picante que me deja mudo de gusto.

Tonet es un cocinero poco conocido fuera del circuito pero con una personalidad poderosa.

Bebo singularidad: L’Obaga, garnacha negra trabajada como blanca, y la callet de Selva Vins.

Ese vino es lo más cerca que estaré de Mallorca este verano de contención y recogimiento.





















Restaurante La Mar Salada: arroces de escándalo en cazuela

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La Mar Salada
Joan de Borbó, 58
Barcelona
Arroces: entre 21 y 29,50 €




"Marc Singla es como un músico de jazz", dice Albert Enrich, copropietario con Marta Cid de La Mar Salada, referencia arrocera en la Barceloneta. Quiere decir que, pese a manejar un guion, improvisa.

Hoy ha añadido taquitos de jamón al arroz de mar y montaña –entonces será… ¡'jam session'!– porque ayer, al hacer el caldo con el hueso del ibérico y las carcasas de ave, sacó los restos de esa carne sustanciosa y envolvente que quedaba pegada a la pata.

¿Por qué no sumarla a los 'ceps' y al calamar y al pollo de payés (23 €)?

El conjunto suena/sabe muy bien, con el 'cep' protagonizando algún solo. Sé que el calamar está ahí, pero su presencia ha sido sometida por la seta y el pollastre. Un par de minutos más de reposo lo habrían redondeado. Al escarbar con la cuchara, también he encontrado el rastro oscuro de una salsa 'demi-glace'. Manejos de alta escuela para un repertorio popular.

Marc es un cocinero de campeonato y he comido arroces de escándalo salidos de su pericia y de los 25 años de experiencia con fondos: el de conejo con caracoles, rompedor en un entorno marino, o el de señorito con galeras que grabamos para un capítulo de 'Cata Mayor', donde se detalla un proceso largo y enrevesado con un 'fumet' en el que hierve el Mediterráneo entero.

Prefiere las cazuelas de hierro al instrumento plano: «Controlamos mejor la cocción y no se deforman. Tenemos unas 80».

La odisea empieza en la cercana lonja, donde Albert llena la despensa. Las operaciones que siguen son tan laboriosas que muchos restaurantes naufragarían en el manejo de semejante zoo.

Como segundo arroz pido uno más suave, porque a veces me parece que juntar sofritos y caldos son la colisión de meteoritos y planetas. Y Marc explica que durante el confinamiento estuvo ensayando con agua, el método más común en las casas. Los caldos son, para los restauradores, lo que las redes a los trapecistas. Lo llamarán «de la barca» e irán variando al ritmo de la lonja.

El que aparece, con 80 gramos de arroz bomba de la casa Bayo, lleva pimientos, sepia y un sofrito con tomate/ajo/perejil/jerez, culminado con salmonete y gambita y una picada (22,50 €), y es rico, de otra familia, en la que el cereal no ha sido nacarado sino añadido al hervor.

En ambos casos, elogio la habilidad para dar al grano la textura ideal.

Recomendado por Marta, he bebido Negre de Folls 2018, nombre descriptivo para tiempos chiflados, y Marc me ha engatusado con una croqueta cremosa, un ceviche con frutas y un picante reanimador (¿ensalada o postre?) y un 'capipota' superlativo (con pasas y piñones al estilo de Pinotxo) que esconde una ostra, carne que se integra en lo gelatinoso del guiso. Si nadie advirtiera de la presencia del molusco, habría estupefacción en la boca.

Es uno de esos platazos del cocinero que he ido comiendo a lo largo de los años en La Mar Salada, como el 'civet' de raya, y que merecen devotos. Para la parte dulce, territorio de Albert, un 'financier' con cremoso de chocolate y crema inglesa con hierbaluisa: inmejorable.

En el 2019, cocinaron 6.140 kilos de arroz. Saben qué tienen entre manos. Y en las barcas.





















Taberna Noroeste // Barcelona

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Taberna Noroeste
Radas, 67. Barcelona
T: 93.115.09.11
Precio medio (sin vino): 35-40 



La bomba de cocido, ¡es la bomba!



No se puede debutar mejor de lo que lo ha hecho la Taberna Noroeste, con algunos platos que se te clavan en la cabeza como los órganos en el cuerpo de Mr Potato. Abrir y dejar un recuerdo duradero es algo que pocos logran; llevar a la mesa bocados con personalidad, una tarea improbable en la Barcelona de los Mil Cebiches. Javier San Vicente y David López consiguen ambos objetivos con peso.

Como ya deducirá el lector, salí con entusiasmo de Noroeste. El nombre tiene explicación. Javi es de La Coruña. David, de Salamanca. La carta, la suma de puntos cardinales. No hay cuotas aquí y los productos y las tradiciones se lían en una fecunda relación, aunque con toques: «Gallego para los pescados, salmantino para las carnes».

Dicen que les atrae lo japonés, piensan en cortes, en un 'dashi'. La reflexión tendría que ser: ¿qué enseñanza hay que sacar del 'dashi'? Es un caldo exprés y ligeramente ahumado. Apliquemos esas virtudes al norte y al oeste, y al sur y al este. Cultivemos la idea del 'dashi', más que el 'dashi'.

Estos hombres han arrancado a mil y eso tiene un hándicap: los mejores platos desarrollan una parecida potencia, calórica y gustativa.

La bomba de cocido (¡es la bomba!), la oreja/raya/garbanzos y la careta de cochinillo/gambas. Cualquiera podría recibir un premio Cerdo; comer los tres, como hice, se convierte en un untuoso camino hacia el camposanto. No me arrepiento.
Pienso en esa careta. Son días de máscaras.

Javi y David se conocieron en el Tapas 24 de Carles Abellan y han amplificado la pequeña ración hasta el platillo. Buen gusto en la decoración, con suelos recuperados, vigas de maderas y sillas tapizadas con terciopelo azul.

Cocina a la vista, mesas y barras. Pequeña carta de vinos que maneja Marc López, con botellas divididas entre lo natural, la producción integrada, la convencional, la ecológica y la biodinámica. ¿Elegimos por ideología o por calidad? Bebo natural (La Mariole) y producción integrada (Anexe) y hay más chispa en el segundo.


Empanada de bonito fina-fina (algo subida de sal), y es un alivio porque reparten por ahí unos mazacotes que servirían para construir rampas. Poca oferta de empanada gallega en la Barcelona de las Mil Pizzas. A Javi le agradan así y recomienda en La Coruña las de la confitería París. Confitería es una palabra estupenda.

Vamos a por el bonito: marinado en agua de mar y vinagre, servido con puerros y mayonesa de 'raifort', y todo funciona, excepto lo amargo del germinado de guisantes. Escuchad: qué mayonesa.

Con el postre consiguen que la memoria fluya hacia la evolución: una tarta de Santiago, de la que escapa el interior almendrado. En Santiago, comí la del Pampín Bar, lugar muy recomendable, más cerca por su forma al 'coulant', que es como la preparaban en Casa Marcelo, con la cruz espolvoreada (¿era homenaje, ironía o muestra de autenticidad?).

Javi explica que la sacó en el Tapas de Diagonal, durante un periodo muy corto de tiempo, y que la ha recuperado para Noroeste.

Hemos dejado para el final los premios Cerdo (la empanada también está hecha con manteca porcina).

La bomba toma el nombre de la especialidad de la Barceloneta, pero sin relación con el relleno: «Es una croqueta pero tiene forma de albóndiga», dicen.

Croqueta que se come con cuchara, pues.

Croqueta en la que concentran un cocido.

Enumeran lo que lleva y me pierdo al tomar las notas: lacón, 'cacheira', morro, pies y oreja de puerco, chorizo ahumado, falda y jarrete de ternera, pollo… La granja entera en dos bocados. Y jugo de cocido ligado con una salsa 'charcutière'. ¡Una barbaridad! Desengranan con unas tiras de pepinillo encurtido. Snif, qué ingenuos.

Estoy pegado a la cocina de Noroeste con la oreja y la raya y el guiso con chorizo, panceta, grasa de jamón y, vaya, me he vuelto a desorientar…; y a la careta preparada a baja temperatura y después pasada por la brasa y mezclada con gambas al ajillo y….

¿Qué queréis? Pese a las restricciones, soy feliz en los restaurantes. Y guarreo.













Bodega Pasaje 1986 // Barcelona

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Bodega Pasaje 1986
Gran Via, 162. Barcelona
T: 93.776.44.91
Precio medio (sin vino): 25 €




Realismo, raya y pollo tomatero



Tengo un debate interno –más cerca de la cabeza que del estómago– para elegir entre dos platos de la Bodega Pasaje 1986: la raya al 'all cremat' y el pollo tomatero churruscado a la brasa con una espléndida cebolla escalivada.

El ave habla de una tendencia masiva: en Barcelona bate las alas la devoción por el pollo, variante a l’ast, seguramente porque la pieza mareada responde a esta época de lujos posibles.

El pez cartilaginoso refiere una tendencia tranquila: antes dificilísimo de capturar en las mesas locales, ha dejado de ser una rareza de iniciados. Entre las recientes rayadas, la de la Taverna Oníric.

Este 2020 para tirar a la basura (no reciclable) suma aperturas sugestivas y variadas, con énfasis en el 'bodegeo' o 'taberneo': Mirch, Soluna, Taberna Noroeste o la Bodega Pasaje 1986, con un nombre más largo que la declaración de la renta y donde manda Xavi Alba, director de Tickets, y cocina Patrick Picarín, al que conocí en Caldeni y del que croniqueé cuando abrió el bistronómic Alea (2010). Recuerdo de entonces el ravioli de rabo de vacuno; recordaré de ahora la raya con la que canta bingo.

Xavi Alba lleva una década con Albert Adrià y esa educación en la élite le permite bregar con una bodega-taberna-casa de comidas con desahogo: «Es un regreso a la realidad». Tickets es la suprarrealidad y Pasaje 1986, el realismo. El presente/futuro de la restauración pasa por la novela social. Quien siga con precios disparatados se hundirá.

Cuando su socio –ajeno a la hostelería– le habló de un restaurante gallego en traspaso, Xavi pensó como modelo en la cercana Granja Elena, aunque veo más similitudes con la Bodega 1900, otro negocio de Adrià-Iglesias, cuyo cocinero, Robert Lechuga, lo ha asesorado.

«Este barrio me gusta muchísimo». Xavi es vecino de L’Hospitalet. La frontera/no frontera con Barcelona está al lado. La descentralización gastro es una buena noticia: que la calidad se reparta y se extienda es una buena noticia.

Entré con una cerveza Turia bien tirada, los chicharrones de Cádiz con cortezas (sobra la ralladura de limón: exige demasiado a unas lascas finas) y una anchoa guapa de Salazones Moreno

Pan de la Fleca Iglesias bien untado con tomate: lo señalo porque la ONU debería intervenir por el maltrato del 'pa amb tomàquet' en los restaurantes.

Boquerones adobados y fritos, y muy bien.

Una ración de Sol con los tomates de Barbastro, cebolleta y piparra de la casa Zubelzu.

Paso al postre antes de regresar a la narración cronológica: melocotón con vermut, fresa y helado de sanguina/Campari y una torrija con masa de 'brioche' de Triticum a la que le faltaba un poco de azúcar en la superficie.

Recomiendo dos platillos cuya autoría pertenece a otros restaurantes y que aquí encuentran un encaje perfecto: la ensaladilla rusa con patatas paja a la manera de Suculent (hay que comerla veloz para que crujan) y las patatas y judías hervidas de Al Kostat. En este tramo bebo la mencía de Petit Pittacum y la garnacha/samsó de Sileo y tan a gusto.

Me he reconciliado con el terrible 'bollit' de mi infancia gracias a este plato tan sencillo y necesario como atarse los cordones de los zapatos, que ya he tuneado debidamente en casa con alternaciones: escaldo la judía verde y horneo el tubérculo con hierbas secas y después lo trabajo con aceite de oliva y tenedor.

Nuestros restaurantes tienen un déficit de verduras y hortalizas, y las ensaladas son menos audaces que un pasodoble, a diferencia de Italia, como le gustaba recordar al escritor y periodista e italianófilo Rafel Nadal.

Quien haya llegado hasta este punto tal vez se lleve un chasco porque no voy a elegir: me quedo con los dos bocados.

Con el guiso marinero porque la raya estaba perfecta y la salsa se comportaba con sutil servitud.

Con el 'coquelet', untado al comienzo del servicio con la salsa 'persian market' de la empresa Verstegen, porque salió en su punto, según los manejos de la cocinera Juliana Esteve: la piel, exaltada; y la carne, domesticada.


Pienso otra vez en las aves de corral y en que son recurso y consuelo en los tiempos difíciles.






Nomad Road // Barcelona

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Nomad Road
Viladomat, 39. Barcelona 
T: 680.737.85
Precio medio (sin bebida): 12 €



Chupa el cangrejo picante



Habría pasado cien veces por delante sin entrar, sin sentirme atraído: los hules azules, los taburetes de plástico, la nevera baqueteada, los farolillos de papel, el gato de la fortuna con el brazo en movimiento perpetuo, congelado en la ambigüedad del que saluda o del que se despide.

Y, sin embargo, qué bien he comido en Nomad Road, el nuevo negocio de Francesc Gimeno Manduley, 'Mandu', pegado a su taberna, Sant Antoni Gloriós.

Nomad Road es hijo del Covid: este restaurante no existiría sin la pandemia. Porque en el espacio que ocupa, Mandu aspiraba a abrir un comedor con una sola mesa, eso que los anglosajones nombran de forma pomposa 'chef table', para competir por la estrella.

Lo que tendría que haber sido un comedor de la opulencia es la sencilla recreación de una calle de Bangkok –idea que refuerza la gigantesca imagen en una pared– donde tomar esa comida diligente y al aire libre que en Barcelona se celebra bajo techo.

Parece como si hubieran pasado mil años desde la primavera y que hoy seamos otros. Porque somos otros. Mandu es otro, sus finanzas son otras, su beneficio es otro.

El día que lo visité llevaba 43 días seguidos currando. Cocina cada uno –cada uno– de los platos de Nomad Road y de Sant Antoni Gloriós, que comparten fuegos: a veces es duro, a veces es durísimo.

«Nos lo hicimos todo nosotros. Pintamos, colgamos, compramos en Wallapop», aclara Mandu, sabedor de que es una decoración aproximativa más que inmersiva.
Pero a mí me da igual porque el buñuelo de pulpo con salsa de fuagrás y de hibisco/lima/tamarindo me borra la mente de juicios ornamentales.

El pulpo es una gurmetización del 'takoyaki' japonés: usaba ya el término gurmetización en una crónica del 2009 para analizar la (entonces) emergente 'burger' gurmet local.

Las crisis facilitan ese proceso: lo asequible/cotidiano con plus. De ahí, la gurmetización que sobreviene al pollastre, de la que también quiere participar Mandu.
¿Lanzará un negocio pollero?

Cuando cerró Bohèmic, y antes de abrir Sant Antoni Gloriós, el chef pensó en emigrar a Tailandia, impulso que mitigó con viajes puntuales. Amigos de Singapur y Bangkok le han mandado recetas: «Las he asimilado y adaptado». Adoptado, pues. Nomad Road es la visión personal y apátrida de hits callejeros.

El 'bánh mi', ese bocadillo de Vietnam que nació dentro de una 'baguette', ecos de Indochina y la colonización, es reseteado y el pan, sustituido por un 'brioche' de la empresa Solà.

Los aliños se desparraman: al magro de cerdo cocinado a baja temperatura añade 'su' salsa blanca (el 'allioli' de las bravas ahumadas, que son leyenda) y 'sriracha'/Viandox/encurtidos/cebolla tierna/cilantro.

Cervezas asiáticas para reforzar la simulación: bebo Asahi de barril y Singha de botella. Ambas, como siempre, de trago flojo.

Tengo ganas de comer el pastrami con queso cheddar y col fermentada (con ¡chimichurri!), que anuncian como 'Katz’s style' (sería un 'reuben'), y es un atrevimiento porque el neoyorkino es un hito y este es rico, sí, pero en otra onda. Ganan con el envoltorio: la coca tostada de Cal Mossèn supera al pan de centeno.

Lo siguiente que llega es una marranada, pero ¡qué cochinada tan recomendable! Cangrejo azul del Delta, una especie invasora con la que hay que acabar a mordiscos (mejor a 'pinzazos': pinzas contra pinzas).

Crustáceo con chiles que chupeteo hasta pringarme de la cabeza a los pies. Con cada latigazo maúllo de gusto: el sado del cangrejo.

Quiero pensar que lo despiezo para apuntillar a un enemigo que atenta contra el ecosistema deltaico, aunque lo he liquidado por placentero egoísmo.

¿Y el pollo? Pido que lo empaqueten. Comida para llevar. Dos cocciones: al vacío con galanga/citronela/lima/salsa de ostra (y, en el bicho, limón/tomillo/romero) y al horno.

Deseo prolongar en casa la satisfacción de lo disfrutado en Nomad Road, bajo los farolillos de papel y a pesar del taburete de plástico.

Me despido del gato que, educado, saluda.



La Forquilla // Barcelona

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La Forquilla
Aragó, 152. Barcelona
 T: 93.300.79.80
Precio medio (sin vino): 40-50 €
Menús: 35 (mediodía) y 52 €




Donde cocina (muy bien), sirve y limpia la misma persona





El de Vidal Gravalosa es uno de los casos más singulares de los que me he encontrado en estos años de correteo gastro. Su restaurante, La Forquilla, es convencional, abierto con horarios corrientes, amplio, mesas con manteles, bodega bien pertrechada y carta con 19 platos (sin contar postres), un menú de mediodía y otro, degustación. Y está solo. Nadie lo ayuda a fregar la vajilla. ¡Ni los baños!

Existen barras gestionadas por un solo profesional y establecimientos con micro equipos de dos personas, y alguien en la pica. Pero ¿un solo actor para la totalidad de los papeles de la obra, incluidos los cargos técnicos, la dirección, la taquilla y el mocho? ¡Inaudito! Y consigue sacar el servicio con aplauso.

El virus no tiene que ver con el desamparo: lo decidió hace tiempo tras latosas experiencias con empleados. Sin embargo, en estos momentos de salfumán, es un alivio ahorrar nóminas. Vidal está desazonado porque ha invertido lo que tiene y lo que no en La Forquilla –que, oh, fatalidad, abrió en marzo–, establecimiento confortable cuando lo que se lleva y se llevará son los locales de guerrilla: Nomad Road o Mirch, de los que ya se ha hablado.

Vidal recibe.
Vidal acomoda.
Vidal toma nota.
Vida aconseja el vino y lo sirve.
Vidal trae los platos.
Vidal se lleva los platos.
Y cocina, cocina, cocina.

Porque este hombre orquesta, este malabarista, este acróbata, este volatinero conoce bien en el oficio tanto por cuenta ajena (Lasarte) como propia ('croniqueé' sobre la primera Forquilla, entonces en Poblenou, y la Nueva Cocina de Barrio).

«Lo hago todo excepto el pan», piezas, de tomate con cebolla y tomillo y blanca, que le sirve un horno del barrio. Pregunto por la táctica para estar-en-todo-y-no-flaquear: «Preparo el servicio como si el restaurante fuera a estar lleno». La cabeza es el instrumento más preciso y delicado y, a la vez, robusto. Si hay neblina, el cerebro se emborrona.
Setas y cerdo

La bodega acristalada y lucida está en la entrada: qué abundancia respecto de la exigüidad de La Forquilla del 2011. El Montebaco 2016, parcela Cara Norte, me convence de inmediato. Hay botellas de las que aún no te has despedido y ya sientes nostalgia.

Croqueta rectangular de langostinos y ajos tiernos como bienvenida.

Como si hubiera clones de Vidal, regresa con los 'ceps' y 'rossinyols' de Taradell salteados, papada marinada (sal/clavo/laurel), trufa de otoño, aceite de hierbas y un jugo de carne que él mismo (¿quién si no?) reparte.
La combinación es excelente y me pregunto si las hierbas son necesarias o se acobardan cuando aparece la salsa, de manera que este hombre multitarea podría ahorrarse un paso. Ahora más que nunca hay que racionalizar esfuerzos.

Fracturo el ritmo de los platos para referirme al menos logrado: una fabada potentísima que tiene un por qué de su presencia en la carta, y de lo que me alegro puesto que en Barcelona es tan poco habitual como una especialidad groenlandesa.
De origen cántabro, el padre de Vidal se ha instalado en Oviedo, donde ha abierto un restaurante llamado ¡La Forquilla! tras cerrar Casa Julio en Nou Barris.
La familia lo provee de 'fabes' y compango y Vidal los guisa. En definitiva: no lo veo en este plato, pero no tendría que renunciar a él.

El canelón especiado: genera el efecto contrario pues ha modificado una receta patrimonial hasta hacérsela suya. Excelente: muslo de pollo, jengibre, citronela, cayena, vino blanco, 'mirin', soja… y espuma de parmesano y crema de puerros, ¡y aún tiene tiempo de rallar queso ante el cliente! Tremendo.

Punto también para el arroz seco: la variedad (carnaroli) es inadecuada, aunque ¿cómo voy a discutirle cuál es el recurso del que debe tirar para que la obra continúe? Cuatro hermosas gambas peladas, y el mar.

De postre: espuma de coco, helado de piña, pure de castañas, crema de lima. ¡Bum!

Tras las descripciones entenderá el lector la complejidad de lo contado y que solo las enumeraciones ya extenúan. Vidal: ¡vitaminas, un canelón y a currar!





Pizzería Sartoria Panatieri // Barcelona

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Sartoria Panatieri

Encarnació, 51. Barcelona
T: 93.137.63.85
Embutidos: de 5,90 a 8,50 € (50 gramos)
Pizzas: de 11 a 14,75 €



Colgados de los embutidos



Rafa Panatieri, brasileño con abuelas italianas, resume el impulso: «Me alimentaría siempre de quesos y embutidos».

En la pizzería Sartoria Panatieri, antes Garden Pizza, preparan su propio mascarpone y durante tres meses también elaboraron mozzarella. «Para un kilo de mozzarella necesitamos diez litros de leche. Y usamos 150 kilos a la semana». La logística no era la adecuada, dice su socio, Jorge Sastre, con abuela francesa.

Esta crónica sucede el primer día del cierre hostelero, de modo que el servicio es a domicilio o para llevar. «Hemos evolucionado», dicen, desde la visita a finales del 2018. La tentadora novedad son esos embutidos que Rafa se inyectaría en los bíceps.

Dos años llevaba pensando en cómo meter un recuerdo en una tripa: el salami o salchichón de la abuela Tarantino (¡y todavía no ha bautizado ninguna pizza con ese apellido!). La terminología a veces es confusa: en definitiva, lo que Rafa quiere es una 'finocchiona'.

Aún en pruebas, y sin el añadido definitivo del hinojo, presenta una textura tierna y pecaminosa. La abuela Tarantino no le transmitió la receta. La ha copiado de la memoria gustativa, de algún pliegue del cerebro. Ha atrapado la evocación y la ha embuchado.

La idea chacinera tuvo su momento culminante al encontrar el cerdo. El animal es de la raza gascón (o negro de Bigorre), muy escaso y criado de forma ecológica en la granja Dpagès, en Olius (Solsonès). No utilizan otra carne, «ni químicos ni conservantes ni acidulantes». Usan las manos. Y la cabeza. Abordo, perplejo, el cómo. Porque, después, al probarlos, mi sorpresa es mayúscula: están-muy-buenos.

El fuet, el jamón cocido (lo llaman braseado), la 'coppa' o la sobrasada responden con holgura a lo que un amante de lo porcino quiere: esa sensación grasa que llena la boca sin asfixiar. Y no hay aquí maestros charcuteros, ni recetas familiares, ni cien años de tradición. ¿Cómo, cómo? Jorge se sorprende de que me sorprenda: «Es que somos cocineros y algo sabemos». Estuvieron en el Roca Moo, donde ensayaron con la chacinería.

Rafa admite un aprendizaje prueba-error: «Al principio perdí unos 50 kilos de carne». Al principio es finales del 2019: «Iba probando a escondidas». El confinamiento hizo madurar la idea. En el confinamiento todos nos volvimos embutidos.

Hoy, la cámara frigorífica es como un árbol de Navidad del que cuelgan fiambres. Los prefiero a cualquier regalo o bola roja.

A 13 grados y 80% de humedad, «imita el estado de una cueva». Ese regreso a lo primigenio.

Explico, a modo de ejemplo, cómo proceden con la 'coppa'.
Cabecero de lomo que limpian de nervios y venas, lo masajean con pimienta y sal y reposa entre 15 y 20 días. Lo meten en una tripa y madura dos o tres días.
Después pasa entre tres y seis meses en la cámara.
La pieza de kilo y medio pierde hasta la mitad del peso. A lonchas, es más estimulante que un bote de vitaminas.

Entre cinco y ocho meses para el lomo. La papada, con sal, romero, enebro y pimientas, requiere de tres. El fuet, de uno.

Dos pequeñas obras maestras: la sobrasada, con pierna, paletilla, un 65% de grasa y pimentón ahumado (una amiga les prometió la receta del padre, que nunca llegó, así que inventaron la suya) y el jamón cocido, curado 20 días con clavo, pimienta y sal y romero y ahumado una media hora en el horno de pizza.

La exageración es propia de los fanfarrones y los cronistas gastro, pero tengo que decir que ese jamón me ha dejado lelo.

El fin de la degustación relaciona abuelas: acaba de fallecer la de Jorge. «Me ha dejado como herencia la receta de las 'rillettes', que hacemos con los recortes del cerdo». Sobre una 'focaccia' con romero es un placer deslizante.

Me he llevado también una pizza de panceta, patata asada, yema y botarga (le metería más botarga para realzarla).

Y una noticia: se avecina una pizzería en el Eixample.

¿Y por qué no una charcutería? Esta gente hace que el cerdo brille, y baile.




















Dotze Graus / Molí de Ger // Barcelona / La Cerdanya

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Dotze Graus
Bailén, 238. Barcelona
T: 93.019.92.19



Al cortar un queso, el paisaje


La tienda se llama Dotze Graus con un sentido práctico y físico: es la temperatura a la que se encuentra para la correcta conservación del contenido. Aunque a veces la suben a 14º para que los clientes no se queden tiesos.

Quesos, 80 quesos artesanales. La primera pregunta para Pere Pujol, copropietario y quesero, es casi filosófica: ¿qué es la artesanía? «La que prioriza lo manual».

Se extiende en la respuesta: se refiere a territorio, se refiere a rebaños propios, se refiere a razas autóctonas, se refiere a elaborar sin artificios; ni artificiosidad.

Kike Ojanguren, su socio, señala la resistencia: «Los que siguen la metodología tradicional».

La decoración de Dotze Graus es tan sencilla que no existe. Solo hay queso. Montañas de piezas en perfecto y atractivo apilado. «No queríamos que hubiera barreras», cuenta Pere, que abrió hace cuatro años con voluntad pedagógica y comercial.

Ninguna mampara, pero sí mucha limpieza. Veo a Kike, enmascarado, pasar geles y trapos y 'flitflit' y otra vez 'flitflit'.

El reino lácteo de Pere está en la Cerdanya, en la quesería Molí de Ger, y Kike se ocupa de la tienda barcelonesa, de la pulcritud y del manejo del resultado final, del asombroso paso del líquido al sólido al que llamamos queso.

En esta gente hay una pasión genuina y arrebatadora.

El (segundo) cierre de la hostelería ha pillado (otra vez) al quesero con el almacén lleno: «El 80% va a la restauración».

La mala noticia es que la intermitencia, el abrir-cerrar de los restaurantes, será habitual hasta que haya vacuna.
La buena es que el queso ha regresado al comedor público, del que salió cuando nos volvimos delgados, finos y pasteurizados.

Aquí se elogia la leche cruda en cuanto que garantiza «la flora bacteriana autóctona», dice Pere, esto es, un lugar. El lugar es decisivo. Porque lo que hay que conseguir es que cada cuña contenga un paisaje.

El paisaje no está en una de esas bolas que al agitarlas derraman nieve; el paisaje está en una porción. Las cordilleras y los prados y el aire que apenas ha sido respirado se concentran en una porción.














Masticarla debería ser un alucinógeno: hay un arcoíris al otro lado. Digamos, para liquidar la alegoría pastoril, que el artículo industrial equivaldría a un aeropuerto o a un centro comercial, a espacios sin identidad ni tiempo ni alma. Y sí, vamos a los centros comerciales y a los aeropuertos, pero siempre que podemos volvemos, a bocados, a bocanadas, al aire libre.

En los productos de Pere –fue profesor de lengua y literatura y sabe que un libro es el mundo– está la Cerdanya: en el Puigpedrós, de corteza lavada, disgregados olor y sabor, potencia y amabilidad, aparecen las vacas de raza frisona de las que se ocupa su hermano –y que antes cuidaron padres y abuelos– y la alimentación y la leche y esa atmósfera pirenaica que ensancha los pulmones y hiere los ojos. En algo tan firme hay mucho de etéreo.

Pido a Pere y a Kike una tabla, teniendo en cuenta que para ellos son tan importantes las personas como lo que sale de sus manos.

Observan las rocas en el mostrador, los valles, los picos, las vetas, los estratos, dudan, dejan, cogen, piensan. 
Y seleccionan autenticidad, rigor, locura, riesgo, conocimiento.

1/ Tou, de Casa Mateu, oveja, a 39 euros el kilo.

2/ Golany, de La Balda, vaca, a 28,50 €.

3/ Serrat, de Serra del Tormo, oveja, a 26 €.

4/ Ceretani, de Molí de Ger, vaca, 28,50 €.

5/ Glauc, de Xauxa, vaca, a 30,60 €.

6/ Gran Pep, de Sant Gil d’Albió, cabra, 30 €.

Aplaudo del 1 al 6 con la boca llena y exultante de materia transformada. No bebo leche, pero consumo grandes cantidades de queso.

Me interesa el tránsito de lo nacido en un animal hasta convertirse en algo intensamente humano. El paso de la leche al queso es el paso de la infancia a la edad adulta. El queso está vivo, evoluciona. Nosotros estamos vivos, y evolucionamos.

Me llevo una mozzarella de Molí de Ger: es consistente, distinta, valiente. La mozzarella suele ser miedosa. Hago un pesto y cubro el montículo con el verde. También hay un panorama en esa construcción.

Regalad quesos en lugar de postales.











Restaurante Sants es crema // Barcelona

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Sants es crema
Comtes de Bell-lloc, 118 
Teléfono: 93.222.96.44
Precio medio: de 8 a 12 €



¡Marchando un bocata de cruasán!



La presencia del cubo es impresionante. Un cubo es una figura mágica: si estuviera suspendida en el aire, algún supersticioso se arrodillaría a adorarlo. Está hecho con cruasán. Cada una de las facetas es de cruasán, el interior es de cruasán. El cruasán es un transformista: primero tuvo cuernos, después los perdió por la conveniencia de estirarse y ahora planta las cuatro caras.

El cocinero Jordi Bernús, de Sants es crema, coge el pan de molde hojaldrado y corta dos rebanadas. Queso Tometa, de la Formatges de l’Abadessa; una cucharada de 'ceps' confitados y, con la ayuda de una manga, crema de fuagrás.

La víscera del ánade ha sido braseada y mezclada con una reducción de nata, caldo de pollo, 'vi ranci' y 'moscatell'. Pasa el sándwich por una sartén: tres o cuatro minutos por cara.

Si el exterior ya tenía un bonito color caramelo, ahora parece recién llegado de unas vacaciones en Hawái. El exterior crujiente preserva el interior fluido. Al cortarlo, se desparrama la lava.

Jordi abrió Sants es crema con apetencia y propósito: después de trabajar para reyes y chefs triestrellados quería su reino de fuego.

El (pequeño) comedor se construyó en torno a la parrilla y a los platos complejos.

El covid ha arrojado cenizas y lo que fue iluminado como restaurante de autor ha sido reconvertido en bocadillería con personalidad.

El bocadillo es un invento decisivo y a la altura de la rueda y las toallitas húmedas: permite la comida portátil, la ausencia de cubiertos, dar un bocado al plato completo cada vez y comerse la vajilla. Ingenio que hay que construir con atención porque el pan puede ser soporte o barrera, y equilibrar cada ingrediente para que sólidos y salsas vayan al mismo ritmo.

«Intento recrear mi cocina en un bocadillo», dice el cocinero. No pensar, ¡jamás!, que se trata de un género menor.

La pandemia da lecciones de supervivencia: «Hay que salir adelante. ¿Cojín? Cero. Con el agua al cuello, pero positivos».

Arder, avivar la llama. Bajo el rótulo de la entrada hay un añadido: 'Entrepans a la graella'. Diría más bien que son 'entrepans amb graella' porque el conjunto no pasa por el artefacto, aunque sí la parcialidad de algunos ingredientes.













Me he llevado tres bocatas: del de cruasán, y su enigmática superficie, ya he hablado. Sigo con el de papada de cerdo y el de tartar de atún. Los dos primeros, con panes de Triticum. El tercero, de El Taller de Pa, tahona del barrio.

«Lo más importante es el pan. Y eso rebaja el ego del cocinero». El ego del cocinero: podría llenar un máster.

'Focaccia' con algas, 100 gramos de ventresca picada con cuchillo y mezclada con mayonesa casera/'kimchi' y seta shiitake pasada por la barbacoa.

Coca con sal, papada hecha durante ocho horas en la parte alta de la parrilla (una 'robata' japonesa adaptada) y después en el horno durante 12-15 minutos en busca de la piel crepitante, salsa de achiote y lechuga trocadero. Y qué decir: que los tres son un pepinazo.

La parrilla puede parecer un arte basto, y no: «Necesita sensibilidad». Estoy de acuerdo.

Porque es imprecisa y a veces, caprichosa. Y quema, y da tormento, y placer.  











El rebost de la Juliette / Triticum // Cabrera de Mar

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El rebost de la Juliette
Polígono Les Corts, calle Les Corts, nave 9. Cabrera de Mar
T: 93.759.85.54




En este pan vive mi padre



El padre del panadero Xevi Ramon (1974), Rafel, falleció hace tres años. «Ha vuelto en forma de pan», dice Xevi, y lo dice de una manera muy emotiva.

En esta parte de la conversación, el panadero se conmueve, y es cuando las palabras vibran.

Las lecturas son múltiples. Reparar la pérdida con un alimento que expresa simbolismo. Trasladar elementos reconocibles de la persona desaparecida al objeto. Facilitar que el recuerdo sea compartido.

Un panecillo puede ser de consumo individual y egoísta; el pan de un kilo, y de unos 35 centímetros de largo por 17 de ancho, está pensado para la mesa común, para que todos coman del cuerpo.

«Quiero que mis hijos lo recuerden». Los hijos de Xevi y Karen Blanch son tres: Juliette, de 11 años, Marcel; de 9 y Greta, que nació ¡el 7 de mayo!

El encierro dio más alumbramientos: el de una tienda 'on line' y otra física, El rebost de la Juliette, en un polígono de Cabrera de Mar, y la puesta marcha de la siguiente, esta, en Premià.

El concepto Juliette llegó en el 2012 en Vilassar porque Karen y Xevi querían el contacto con el cliente: «Nos hacía ilusión la venta de cara al público. Nos perdíamos al público».

No se ha dicho aún, pero Xevi es propietario, con Marc Martí, de Triticum, que desde el 2006 sirve a la hostelería panes de alta cocina y cuyos productos se pueden comprar en la M-Store de la Fábrica Moritz, en Barcelona.

Regresemos a Rafel, hecho pan, hecho memoria: «Cada día llevo a mis hijos al colegio y al pasar por el cementerio de Cabrera lo saludamos».

El Pa de l’avi: 30% de trigo, 30% de trigo molido a la piedra, 30% de espelta integral y 10%, de centeno (6 € el kilo). Pregunto por qué tantos cereales: «Merecía complejidad, sabor y aromas».

Me interesa el retrato, cómo han trasladado las características físicas: «Mi padre era payés. Tenía la piel morena y gruesa. La corteza potente nos hace pensar en él». Miga densa, acidez alta, «sensación de mucha rusticidad, tonalidades anaranjadas».

La imagen es tremenda, con el corte vertical revelando la epidermis castigada. Aquí cabe el deslome, los madrugones, el insomnio, la tierra (y sus colores), el sol, la lluvia y el pedrisco. He conocido a esta clase de hombres: mis tíos, mi abuelo.

Los bocados fáciles son otros, blancos y mantecosos, sin suspense ni desafío. Esa dificultad, y el amargor, transporta autenticidad. «Hasta ahora no me había atrevido a hacerlo por si no estaba a la altura».

Honrar al padre, entonces, honrar al abuelo. Honrar a los que quisimos y se fueron.

La mitad de Xevi es la finca familiar Les Monges y la otra, por parte de madre, «cinco generaciones de panaderos». Se formó, estudió, viajó, se especializó en harinas y en pastelería: «Soy un panadero con mentalidad de pastelero». Han comprado un molino («alimentamos nuestro fermento natural con lo que molturamos»), querría tener trigales, lo intentó, lo intentará.















Le pido más panes de Juliette.

El 'chocolat extrême', para viciosos del cacao, con la superficie bombardeada con guijarros de chocolate: «No lleva azúcar ni mantequilla» (4 €).

El de cruasán, un cubo de hojaldre para desayunos poliédricos : utilizan moldes perforados para que la grasa caiga (15 € el kilo).

El griego, aún sin nombre, ¿Creta tal vez?: queso feta, aneto, alcaparras, «una cerveza y un plato con aceite, romper y mojar»; cortar y admirar el marmoleado (11,90 € el kilo).

By Xevi al Tall: alta hidratación (entre el 80 y el 90%) y seis semillas y sal atlántica sin refinar y esa sensación de puerta abierta y mañana limpia (6,56 € el kilo).

Hemos hablado del bien y ahora denunciemos el mal: ¿por qué es sencillo acceder a una barra de ese material tan raro que a veces es goma y otras, corcho? «Harinas de mala calidad, aditivos y fermentaciones súper rápidas. El pan como gancho para vender otras cosas».

Creo que es al revés. Compras otras cosas y, mira, hay pan. La comodidad.

El pan en el que vive Rafel es incómodo: porque es de verdad.
















Dos Pebrots // Pescados curados o el reinado de la sal

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Dos Pebrots
Doctor Dou, 19. Barcelona
T: 93.853.95.98.
Tabla de pescados: 18,60 €


Una característica de la modernidad es el revisionismo. La cocina expurga el pasado en busca de ayuda para encarar el presente y, si la lazada es lo suficientemente amplia, atrapar el futuro.

La conservación de los alimentos está entre las primeras actividades del ser humano, que avanzó como especie al saber frenar la caducidad. Poseer una despensa garantiza la supervivencia y ese mecanismo de protección sigue alerta y regresa en momentos desesperados.

Que en Barcelona haya dos restaurantes como Dos Pebrots y El Camino que se dediquen seriamente a curar sus propios pescados es una de esas casualidades que comienzan a señalar una tendencia.

No hay ninguna relación entre ellos ni Albert Raurich conoce a Dmitry Dúdin ni coinciden en la manera de elaborar ni en los motivos. Pero sí hay algo en común: la necesidad de preservar, y no solo el producto –y alargar su vida–, sino, a veces, la memoria y la identidad.

El porqué de la acción atávica es sencillo: se busca eliminar el agua del ingrediente para evitar la putrefacción. Se frena el tiempo y eso es, también, una conquista. El proceso convierte lo alterado en algo nuevo.

En El Camino [restaurante ahora cerrado], Dmitry se quema en la parrilla: el humo es conservador, conservacionista. Fue el encierro de la primavera el que lo devolvió, mentalmente, al mar Caspio: «Nací cerca. Allí hay un montón de esturiones y hay una gran cultura de pescado curado y ahumado».

Recordó las jornadas de pesca con el padre y otras compartidas con amigos con dacha, donde secaban al aire libre o ahumaban en frío.

Buscó bibliografía y pescó en internet (y recomienda las obras de Fidel Toldrá) y de los consejos de su tío, que trabaja en una fábrica de ahumados.









Receta 1


Deposita en la mesa de trabajo un lomo de pez espada, que corta en cuatro o seis piezas. 

Por cada 500 gramos, 20 de sal y 10 de azúcar y lo deja «entre cinco y siete días en la nevera entre 0 y 4 grados». Pasado el tiempo, lo limpia, lo cubre con pimienta negra y laurel en polvo, lo envuelve en una muselina y lo devuelve a la nevera, donde estará un mes.

El procedimiento es más o menos el mismo para todas las especies, aunque el reposo final cambia: la bacoreta y el salmón (ahumado con cerezo), tres meses; el bonito, la ventresca de atún y la corvina, un mes.

Las huevas de bacoreta, cinco días de sal y una semana o dos de frío. La sardina, dos días de sal e inmersión en aceite de oliva.

Nuestras jornadas son de sal y lágrimas. Texturas tersas, transformaciones profundas. El pescado fresco y el sazonado son diferentes: las carnes han dejado de ser ingenuas.


Receta 2


Ya se ha dicho que Dmitry y Albert se enfrentan a lo mismo con variaciones: el jefe del Dos Palillos y Dos Pebrots –en esta etapa, con Takeshi Somekawa en la cocina y Adrià de Pablo en la sala, y ambos, socios– no usa azúcar y la sal es fina.

En sus motivaciones se mezclan las anchoas de la abuela en Cadaqués y el afán investigador: «Mirábamos hacia el exterior y ahora miramos hacia adentro, hacia a lo que se hacía». Se refiere a los salazones, se refiere a los griegos, se refiere a los romanos.

Curaciones de menos de dos horas para el salmón, la lubina (añade una capa de semillas de hinojo) o la caballa, ahumada con madera de viña.

El cloruro sódico tiene que estar, pero no avasallar.

En la cámara, a 11 grados, con 80% de humedad y circulación de aire, pasan entre tres y siete días.

Profundo conocedor de lo asiático, Albert recurre al 'shio koji' (fermento de arroz y sal) para madurar el rape y el lomo de atún. Les deja el cuerpo más fino que con un masaje 'shiatsu'. Cuando comes las huevas de bacalao es como morrear a Neptuno.


Ideas del pasado que toman fuerza en este presente azaroso.

Han atravesado el tiempo y van a extender el reinado de la sal montadas en el 'delivery'.

 

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