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Channel: La Cocina de los Valientes
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Obama hace 'guac'

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Allioli de aguacate, imagen del recetario Hecho en casa (ediciones B, 2013).







TIC. El tertuliano comienza la frase, más o menos: “Varias cosas. Primera...”. Nunca hay una segunda, o una tercera. Es un tic: como hablar sin saber, como enredarse en la telaraña retórica, como impedir que el otro (que dice: “Varias cosas. Primera...”) pueda expresarse, segando su discurso con hachazos verbales.


OPTIMISMO. Una editorial ofrece entrevistas con uno de sus autores, de profesión, tiendólogo. Alguien que, según la nota de prensa, “¡lo sabe todo de tiendas, rebajas y ventas!”. Entre admiraciones. Me encanta el optimismo de las palabras inventadas.


HUESO. Los paleoantropólogos –a menudo, filósofos de los huesos– aseguran que cocinar nos hizo humanos. También enterrar a los seres queridos. El rito funerario es una forma aparatosa de despedida. Decir adiós es mucho más sencillo.


PISCINA. Un domingo por la mañana en una piscina municipal. Es aquí donde se advierte el florecimiento, con sus espinas, del negocio del tatuaje. En la playa, el número de entintados es el mismo, pero el apelotonamiento en el agua clorada produce un efecto multiplicador. Por cada dibujo artístico hay diez chapuzas. Algunos parecen hechos con la punta del compás. Elegir un mal tatuador es peor que elegir un mal dentista: el destrozo queda a la vista y la aguja ha perforado sin anestesia. Solucionarlo es entregarse de nuevo al dolor. Esa multitud de hombres y mujeres con los cuerpos agujerados entretienen a los hijos, algunos, bebés. La dulzura discrepa de la violencia que emana de sus pieles.


NICOTINA. El recordatorio del funeral de Juli Soler, socio de Ferran Adrià en El Bulli y personaje fundamental de la gastronomía de entresiglos, es el mejor que he leído, y el único que guardaré: “Juli dejó de fumar el 5 de julio de 2015”. Un humor nicotínico. Escandalizarse con esta frase es conformarse con lo fácil. Si en lugar de la lengua de los Rolling Stones como ilustración se elige a un santo y se transcribe una frase de Paulo Coelho, ningún espíritu se sobresalta. Lo poco convencional es aún castigado con mohínes de horror.


GUACAMOLE. Ocioso, Barack Obama ha participado en un polémica con humo pero sin fuego. El guacamole ¿puede llevar guisantes? Fue una crítica gastro de The New York Times la que ofreció una receta del icono mexicano mezclado con la leguminosa. Razonó que aportaba dulzura y fijaba el verde. Twitter, la marabunta, la corrió a vainazos. Obama participó, negando al aguacate la compañía del guisante: Onions, garlic, hot peppers. Classic (cebollas, ajo, chiles). Guac, lo llamó, en lugar de guacamole: la abreviatura es peor que lo del guisante. Lo del ajo es discutible. ¿Y el cilantro? ¡Si Obama nació en Honolulu!


GUAC. Grandes cocineros de México aliñan sus guacamoles con irreverencias: chicharrón, mango, granada, grano de maíz, sésamo, queso, aceituna. ¿Algo que decir, Obama? “¡Guac, guac!”. No he probado el guisante con aguacate y me disgustaría estropear los dos ingredientes, fabulosos por separado. Nada habría pasado si hubiera sido un mexicano el promotor de esta boda vegetal entre verdes















Restaurante Magda Subirana // Vic

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Magda Subirana
Sant Sadurní, 4. Vic.
T: 93.889.02.12.
Menú mediodía: 15,35 €.
Menús degustación (sin vino): 28,90 y 25,90 €.




La cazuela como boya




Las vocaciones tardías suelen ser las más sinceras, y las más intensas. Alguien que invirtió años de su vida laboral en otra cosa y que se reconstruyó en la edad adulta merece la pena.

Magda Subirana fue dueña de una empresa con dos socios, comercial potente, vendedora a lo grande, hasta que la vida dio un giro dramático y tuvo que pensar qué quería ser.
Se agarró a la cocina para seguir a flote emocional: el guiso como bote salvavidas y como ancla para sujetarse a los tiempos felices.

“Mi válvula de escape era la cocina. Si estaba estresada, echaba a todos de casa y preparaba canelones”. Siempre fue buena anfitriona y de aquellos tiempos de recibir queda en la carta del restaurante el capipotade ternera, maravilla gelatinosa “sin tripa” y “con un poco de sobrasada”, que está sin estar, insinuándose en el fondo.

Se come muy bien en la terraza de este restaurante de Vic, en ese centro de la población que es callejuela y plaza, gran plaza, lugar de encuentro y reencuentros. Al pasar, veo L’Snack y vuelvo a tener 20 años.
En la mesa, una botella de Quest 2013, otro tinto de Raül Bobet del que beber una caja.

Antes de habitar esta casa del siglo XVII, Magda aprendió en la Hofmann, fue efímera estrella de un programa gastro de la tele y se hizo cargo del restaurante del Casino de Vic, donde se juega a la botifarra y no a la ruleta. 

Comienzo con unos cortes de la recuperada Casa Sendra, una llonganissaextraordinaria hecha con voluptuosidad y conocimiento y que está en mi podio de embutidos.

Magda me gana con las gírgoles de castanyer de la empresa Bolet Ben Fet, que trabaja con personas con discapacidad intelectual, salseadas con huevo.
Los calamares a la romana homenajean a la abuela Maria, aunque no sé si la mujer los presentaba con una tártara.

El pulpo a la gallega sale duro y plantea la reflexión de cuál es su sentido en Vic. No así las albondiguitas con calamar, pertinentes y convenientes pese al calor.

Magda tiene mano para las cazuelas y eso lo sabe Nandu Jubany, uno de los mentores junto con Pere Bahí y Anna Casadevall de La Xicra, con quienes aprendió el arte de los arroces y de la cebolla pochada durante días. Aunque aquí el encargado de la gramínea es Xavier Bertran, jefe de sala y marido, que también fue empresario.
El canelón es fino y al gallo de Sant Pere con patatas, una buena pieza, le sobra cocción. Postres con nostalgia: brazo de gitano y flan de mascarpone.

Me interesa la peripecia vital de Magda y de cómo la cazuela fue una boya.

Luchadora, encantadora, te gana con un discurso cálido.

Algunos quieren salvar la cocina y es la cocina la que nos salva.

   







Atención: a los platos vegetarianos y sin gluten.
Recomendable para: los que quieran guisos con sentimiento.  
Que huyan: los desafectos de la ‘llonganissa’ de Vic.








Restaurante La Caputxeta // Barcelona

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La Caputxeta
Tànger, 148. Barcelona.
T: 93.277.94.95.
Precio medio (sin vino): 12 €.



Bocatas lobunos





A Marc Cuenca le gustan los cuentos con lobo. Será porque es el único que come.

La taberna Els Tres Porquets acaba de cumplir seis años (el tiempo corre más que Killian Jornet) y ha abierto la bocadillería La Caputxeta,  cuyos vinos con ideología, es decir, naturales, los pone su compadre Joan València.

He elogiado otras veces esa rama salvaje de la agricultura que promueve líquidos sin Photoshop y, para descanso del hígado,  con menor graduación. Que en Poblenou alguien se la juegue con un negocio de bocatas finos y botellas poco convencionales es merecedor de atención.

Conocí este local en su primera vida como Be Sushi y ha renacido con otra especialidad. Buen trabajo gráfico por parte de Lo Siento Studio, cuyas etiquetas y embalajes son claros y fantasiosos.

Hace años que el bocadillo gurmet, y su deriva hamburguesil, tiene buenas representaciones en Barcelona con dos aperturas importantes este año: Entrepanes Días, de Kim Díaz, y La Caputxeta.
Ambos despachos comparten los panes del Forn Sant Josep.
El pan, como el arroz del sushi, es el vehículo, pero, principalmente, el corazón de ese cuerpo. Si falla, un engendro.

El vermut de la casa, con su punto justo de amargor, lo comercializarán y acompaña las patatas de Coromines (de Badalona, un tardío descubrimiento), las anchoas y las aceitunas de El Xillu (#fan) y la secallona del Pallars.

Joan València ha organizado la hoja vinófila por colores: blanco, rosado, tinto, rojo y anaranjado. La primera botella es un blanco, un Sarnin-Berrux Aligoté, chardonnay de Borgoña más fresco que ir con chanclas.
La segunda, el rosado Almendrito, bobal de Utiel-Requena agradable como un masaje.

Ensalada del huerto Aurora del Camp, de El Masnou, con aliño de mostaza. ¡Noticia!: vegetales que saben a vegetales.
Unas bravas poco feroces (luego Roger, el cocinero, aliñará otras con más potencia).
Y ocho bocadillos, que comparto: aún puedo salir de un restaurante sin necesidad de grúa. El de calamares con mayonesa de plancton (Madriles) tiene que volver al astillero porque no lleva… plancton
 Superado ese escollo, los otros son del gusto de Caperucita, de la abuelita y del cazador.

¿Los mejores, que devoré con hambre lobuna? El lacón con huevo frito (Gallego). El atún, anchoas y pimientos entre pan de cristal (ojo al chiste: Canta Bro). La butifarra con brie y pesto (Farra; la buti es tendencia). Carrillera de cerdo guisada con cebolla (El Jeta).

“En España hay mucha cultura del pan. Cualquier cosa puede ser llevada a un bocadillo”, reflexiona Marc.
El guiso renacerá dentro de una barra. Los modernos lo intentan con las albóndigas. Acepta lo que no lleve hueso ni espina. ¡Si otros tienen dürüms, nosotros, coca de fricandó!   

¿Cuántos cuentos quedan con lobo, Marc?
“Uno: las siete cabritas. Son cuentos que acaban bien”.
Excepto para el lobo.










Atención: a los mensajes diseminados por la sala, y lavabo.
Recomendable para: el que defiende que buen bocata necesita buen vino.  
Que huyan: los que se conforman con pan de gasolinera.










Crema de 'mongetes' // Una receta contada

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Una combinación de tres elementos que pocas veces
juegan juntos: navaja, legumbre y calabacín



Cocina fría –¿o fresca?– para atemperar los ardores. En esta receta contada no hay fuego, llama, combustión, aunque se necesita electricidad para que el minipimer intervenga.

Apropiación de un plato del chef Xesco Bueno, cuya base de operaciones es el reino pairal de Ca L’Esteve, en Castellbisbal (Barcelona). Presentó Bueno una navaja fresca con calabacín a la plancha recién cogido del huerto: se quisieron las tersuras, tan alejadas la una de la otra.

Prestos a adaptar, lo adecuado era concebir el combo de otro modo.

Calabacín crudo y a tiras cortado con el pelador (comerlo así es un hallazgo; realza cualquier ensalada y es amigo de los piñones).
Abrir una lata de navajas sin cortarse: tajar cada pieza por la mitad y reservar el agua***.
Con el túrmix, triturar albahaca con aceite de oliva y de girasol al 50%.
Limpiar las cuchillas y volver a usarlas con las mongetes de Santa Pau de bote, aceite de oliva y el agua de las navajas (sin añadir sal), que elevará la potencia y dará marcha marinera a la leguminosa.
Conseguir una textura de crema, nada acuosa pero tampoco con engrudos.

El montaje es un pim pam: en la base la crema, encima los pappardelle de verdura (con Maldon) y las navajas.
Salsear con el aceite de albahaca.

Para comer a cucharadas sintiendo el toque herbáceo del verde y la morbidez de esa navaja que hemos salvado de la oscuridad de la lata.



***Guardar en la alacena unas buenas y variadas conservas es inteligente. Saber combinar
unas con otras, altamente recomendable.




El periquito Piolín

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CÍCLOPE. Un viaje largo de cuatro horas en tren. La velocidad acuchilla los paisajes. En verano, el mundo es amarillo. Desde mi sitio veo a un hombre que hace un crucigrama. Ocupa esos asientos que reúnen a cuatro personas en torno a una mesa. Para buscar la palabra alza la cabeza como si quisiera cazarla en el aire. Se queda un rato petrificado en la posición. Es bizco. Con el ojo zurdo me mira cada vez sin mirarme. Un faro que sobresalta. El cíclope que vigila.


WHATSAPP. En el vagón, una mujer mayor conversa: “Pues no he recibido ningún guasa”.


NAVAJA. Hay muchas personas de edad, y peregrinos. Mochilas, cayados, valvas de vieiras. Veo desayunar a un anciano vigoroso: ha ido al bar a por una cerveza, libera el bocadillo de la armadura del papel de plata y abre la navaja. En mi infancia la navaja era un arma. Nos habían atracado con ese filo. No soy capaz de ver en la navaja la nobleza del cuchillo. El cuchillo no se esconde.


LACTOSA. Al vagón bar (¿por qué lo llamarán vagón restaurante?) llega una mujer africana con rastas. Habla en voz baja, retraída. El único camarero, un hombre que se acerca a los 60, muestra la simpatía del esparto. Ella pregunta: “¿Tiene leche sin lactosa?”. Él ladra: “¡Lo único que tengo es leche descremada!”. Entre susurros, la mujer pregunta por una alternativa que no le dañe la salud. El camarero chilla: “¿Negro? ¿Un té negro?”. Al lado de la mujer, que lo mira con susto, siento vergüenza por la agresividad del primate.


PERIQUITO. De nuevo en mi butaca, escucho la conversación de la vecina de atrás. Habla, seguramente, con una asistenta: le da órdenes. El objeto de la charla es el periquito Piolín. No el canario Piolín, pues esa era la raza del dibujo animado. Hasta tres veces telefonea para ampliar órdenes. Estas son las instrucciones:


JAULA. Que saque a Piolín de la jaula y lo deje volar cinco minutos. Solo cinco minutos.


PERSIANA. Que abra la persiana unos centímetros para que pase la luz. Pide un número exacto de centímetros.


ALPISTE. Que vaya a buscar una bolsa de comida con la inscripción Piolín Piolín PiolínY que no tire a la basura el alpiste sobrante porque ella, al regreso, se lo dará a las palomas.


BIENESTAR. Querer de esa manera a un animal, promover su bienestar de forma minuciosa, y exagerada. Amar a un ser que no sabrá corresponder y cuya única manifestación afectuosa será continuar vivo y parlotear y picotear. Querer por el placer de querer. Y por sentirse menos solo. Menos sola.


MANIRROTO. En el exterior, 32º. En el interior del vagón, el Polo Norte. La Administración es manirrota. Morir de frío mientras atiza el calor. Miles y miles de trenes con despilfarro energético se están moviendo a la vez.


MEGAFONÍA. En cada estación, la megafonía recomienda bajar las señales acústicas del móvil. Nada dice de las personas que gritan en lugar de hablar.






Pollo & langosta // Fina Puigdevall en el Empordà

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Una cocinera en el Empordà (1)

Les Cols & Mas de Torrent







Enfrontarse a un plato simbólico en su cuna y afinarlo es de atrevidos. De muy atrevidos.

Fina Puigdevall, la maestra de Les Cols (Olot, La Garrotxa), y Pere Planagumà, el jefe de cocina, debutan en el Mas de Torrent (Torrent, Baix Empordà) con el clásico pollo con langosta. ¿Qué habría pensado Josep Pla, que citó a la pareja en el prólogo de El que hem menjat? [Al pollo y a la langosta, no a Fina y Pere].

Es una evolución inteligente con una cocción sensata que evita el acartonamiento del ave y del crustáceo.

Pla era un reaccionario, también en lo gastronómico, y abominaba de los mar i muntanya por ser mixturas “difíciles y peligrosas”, no así del pollo con langosta, combinación salvada, con reparos, en las primeras páginas de El que hem menjat: “Si se acierta, la combinación de elementos tan opuestos, casi aberrantes, bien ligados por el sofrito, una de las señas de identidad de nuestra cocina, puede resultar muy agradable”.

Hablar por Pla es una insensatez. Especular sobre si le habría gustado o no esta versión, tarea inútil. No son necesarios los avales intelectuales para escribir que es un platazo.

“Pienso en el pollo de payés de La Garrotxa y en la langosta del Cap de Creus. Los dos paisajes que ahora nutren mi cocina. Partimos de una materia prima excepcional que tratamos con puntos de cocciones controlados, fondos desengrasados”, cuenta la cocinera. Pere Planagumà descubre que guardan la sangre de la cabeza de la langosta: “Para el final de la elaboración como si de un civet o plato de caza se tratara”.

El 2015 es un año para el libro de oro de Fina Puigdevall (Olot, 1963), madre de Clara, Martina y Carlota.

Les Cols, el restaurante que comparte con su marido, Manel Puigvert, descorcha los 25 años convertido en lugar de referencia, también de la arquitectura gracias a la visión del estudio RCR. Y ha fichado por el legendario Mas de Torrent, que dirige Xavier Rocas. Las cocinas del Mas siempre las han mandado profesionales con peso y del sexo masculino: Jordi Garrido, Joan Piqué, Toni Sàez y Gilles Bertrand.

En el mundo del hospedaje domina el profesional tosco y distante, y Xavier, con dos décadas en el establecimiento, es lo contrario: cercanía, amabilidad, sonrisa y melena rubia de tenista francés. Alguien que no te hace sentir un extraño. ¿En cuántos hoteles están esperando la salida del huésped en el momento de entrar?

Entre Les Cols y el Mas hay cables subterráneos, preferibles al tendido eléctrico: son casas de payés reinventadas, la una en 1990; la otra, en 1989. Un solo año de diferencia. Familias que aprendieron a ser hospitalarias, la Puigdevall-Puigvert en Olot y la Figueras en Torrent.

El pollo es Les Cols. La langosta es el Mas de Torrent.

Alojarse en esta masía del siglo XVIII envuelta en buganvillas sirve para decir “adiós” al mundo. O “hasta luego”. O “no molestar”. Tumbarse en una hamaca de una suite con piscina y escuchar el campanario de Torrent y ver un pájaro de plomo abatido por el sol son las únicas actividades decentes.

Haraganear garantiza la supervivencia. Se permite leer una novela tostón –Tolstói, claro, o Dostoievski– para asegurar la duermevela. Cabezada, lectura, las gafas despeñándose del puente de la nariz.

Cuando la luz se retira, en ese atardecer de fuego viejo, es momento de regresar al mundo de los vivos. En la terraza del Mas, gente vestida de forma cívica respira la brisa renovada. Por suerte, no hay tramontana, ese viento que es como meter la cabeza en el tambor de la lavadora.

El sumiller Pere Palmada mueve kilos de cubitos para vencer al calor. Tres máquinas fabrican hielo para que las cubiteras no naufraguen. Maneja una bodega con 400 etiquetas, de la que saca placeres y rarezas, como Tros d’en Ros 2010 o el emocionante Roig Parals 2007 Camí de Cormes. “El Camí de Cormes llevaba al exilio”, conduce el sumiller. Saber eso condiciona lo que hay en la boca.

El jefe de cocina del Mas es Jordi Vallespí, la persona encargada de mantener el fuerte en ausencia de Fina y Pere. Esta noche, ellos han dejado la noche garrotxina por la ampurdanesa. La terraza está repleta. Pieles de cobre y sal.

El crujiente de arroz de Pals, las espinas de anchoa (evocan las fundacionales del Motel Empordà), el caldo de pescado de roca y anisados, el recuit helado de Fonteta con anchoas de L’Escala, tomate y albahaca.
Que quede claro: territorio, país, agua y tierra. Albert Alonso, el jefe de sala, se refiere a las verduras de huerto de Llofriu y a las gallinas de Can Damià.

Los comensales suben a la máquina del tiempo con los dos siguientes servicios: una revisión del cóctel de gambas y del huevo Mimosa.
Del primero, señalar que en la infancia nunca tuvimos esas gambas, imperiales en comparación con aquellos meñiques.
Del huevo, que ha viajado desde Les Cols y aquí se encama con la anchoa y la escalivada, decir que es el mejor de su género y que condensa la cocina de Fina.
Es monocolor.
Es primordial.
Es el mundo y sus límites.
Y es el producto que mejor la representa. En Les Cols, las gallinas picotean ante las narices de los clientes.

La chef va a la yema: “El huevo es el elemento. Es el ingrediente. Huevo fresco del día con una intención lo más radical posible: la esencialidad, librándolo de artificios, de colores y de otros ingredientes que le puedan hurtar el protagonismo”.

La limpieza y lo básico. Desechar lo superfluo. Esas son algunas de las reglas que sigue esta mujer: “A los diez años de tener Les Cols me paré a pensar cuál sería el restaurante de mis sueños y cuál la cocina a la que aspiro. Quiero un restaurante que juegue con la tradición de una masía del siglo XV y la vanguardia de la intervención. La misma filosofía que inspira la reforma arquitectónica inspira nuestra cocina. Quiero usar el ingrediente más íntimo, pero explicado con el lenguaje y la técnica más vanguardistas. De lo íntimo a lo universal”. Enumera museos, monasterios, artistas y arquitectos de la desnudez y la atmósfera como Le Corbusier o Zumthor.

El silencio forma parte de los platos. No hay alharacas, no hay histeria. “Soy amante del orden, la estética, la belleza. Todo eso me tranquiliza, me relaja, hace que me sienta bien, cómoda. Me gusta lo austero, pero también lo elegante y sofisticado. Me gustan las cosas que requieren esfuerzo. Soy constante”.

La cebolla, la cebolla del volcán Croscat es una hoja crujiente y translúcida, “cebolla liofilizada”, deshoja Pere.
Sobre este papel escriben el futuro. La transmutación de lo diario en excepcional.
La zanahoria y su crema, producto en bolas. La royal de almendra es otro de esos despelotes. Dos texturas cremosas: fruto seco arriba y amaretto debajo. Sin nada chocante que interrumpa la degustación.

Si manel puigvert lleva “la parte más filosófica, conceptual, poética” de Les Cols, Pere Planagumà es el comandante, según la generala Fina: “Una persona muy organizada, que sabe dirigir. Pere aporta la técnica. Está informado de todo: redes, contactos, congresos. Y es muy delicado a la hora de emplatar”.  

Es Pere el que explica el asalto a otro plato popular y su dosis de evolución: el suquet de pescado de roca. Patatas cuadradas sobre un jugo denso. Texturas alteradas. “Las patatas están hechas al modo tradicional. Una vez cocinadas, las pasamos por la Thermomix y las espesamos con almidón de kuzu diluido en agua. Las enmoldamos y las enfriamos 12 horas en la nevera. En cierto modo reconstruimos la patata inicial, dándole una textura muy agradable”. Son extraordinarias. No preguntemos la opinión a Pla.

Aquella joven que no quería ser abogada y que se evadía del Derecho con clases de cocina en la Casa de Cultura de Girona con Helena Pagans y que fue alumna del francés Bernard Benbassat en la escuela Arnadi de Mey Hofmann (“de él aprendí la técnica, los cortes, las cocciones”) y asistió a los cursos de El Bulli en Cala Montjoi habla de su madre, de la madre, como principio de todo: “Es muy buena cocinera. Toda la vida la dedicó a cocinarnos, lo hacía diariamente para nosotros. Somos cinco hermanos. En casa siempre olía a comida”. Esa misma casa que hoy es Les Cols y que ha pasado de alimentar a los cinco comensales bárbaros a satisfacer a viajeros refinados.

Ya de madrugada, en el Mas de Torrent, el sumiller Palmada prepara un cóctel con ratafía y lima en honor de los cocineros de La Garrotxa, replantados en el Empordà.

Fina quiere seguir acercando mundos: “Son dos masías, grandes, centenarias, cada una con sus productos específicos. Me gustaría que se parecieran aún más. Unificar en cosas como los uniformes; la vajilla, hacer un guiño a la cerámica de La Bisbal…”.

Al día siguiente aún habrá tiempo de un baño azul, de un burbujeo de plata en el spa, de un sándwich de bogavante con salsa tártara en la piscina.

Los camareros visten camisetas consoladoras: “La felicidad debe ser esto”. Despedirse es decir “hola” al ruido y a la velocidad y a los golpes.

Para atenuar el regreso a lo real, entregan una bolsa con avituallamiento: vino, embutidos, pollo guisado. La langosta ha decidido quedarse.















Escabeche moruno de pollo // Una receta contada

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Este matrimonio del aceite con el vinagre
tiene también parte de guiso


La cualidad del escabeche es su defecto: el exceso de aceite. Sin la cobertura grasa –más el fogonazo del vinagre– se desvanece el sentido original, que es el de la conservación.

Sucede algo similar con el cebiche moderno (según algunos historiadores, es pariente del escabeche): al reducir el tiempo de contacto con la lima gana en equilibrio, aunque suspende la función higiénica.

Este escabeche de pollo comparte instantes con un guiso.

Primero, cortar en dos las pechugas (en vertical) y salpimentarlas. El tajo grueso las protegerá de la sequedad.

En una sartén grande, cocinarlas con un poco de aceite. Añadir agua, cúrcuma, pimentón y ras-el-hanout (especias marroquís)*** y dejar reducir: que quede un poco de sustancia. Trasladar el ave y el jugo al recipiente en el que reposará.

En la misma sartén, saltear las rodajas de zanahoria, los gajos de cebolla, los dientes de ajo y el laurel y salpimentar.

Espolvorear con más toque moruno, ese maquillaje especiado.

Regar con agua tantas veces como haga falta hasta que las hortalizas estén hechas.

Para terminar, verter más aceite (sin pasarse) y el vinagre.

El de esta receta es de riesling, pacificador. Mejor ser prudente con el ácido: siempre se está a tiempo de añadir estremecimiento. Unir al pollo.

Un par de días en la nevera concentrarán los sabores.
Antes de servir, filetear la pechuga.
Es un escabeche para temerosos de manchar camisas.





***Es buena idea tener a mano botecitos de especias. O fabricar las mezclas. Ras-el-hanout significa la cabeza de la tienda, la selección del comerciante.




Katmandú // El astrólogo, el chamán y el yogui

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[Reportaje publicado en la revista Dominical el 16 de agosto del 2015 como parte de la serie Un lugar en la memoria]





Fue un viaje raro. Nosotros lo quisimos así. En Nepal visitamos los monumentos prescritos por las guías canónicas, aunque también tuvimos momentos de desafío espiritual.

Nos entregamos a un astrólogo en su despacho y a un chamán en una casa de madera con la familia sentada en un colchón.
Acudimos a una clínica ayurvédica donde, según dijo un médico con una convicción sin fisuras y guantes de goma, curaban la hepatitis, aunque aquellas personas con los ojos amarillos como lémures hacían desconfiar de la eficacia de esa medicina milenaria.

En un valle, encontramos cientos de aves y mamíferos pequeños sacrificados a Kali, matarifes que cortaban cabezas y regueros rojos en los que abrevaban moscas del tamaño de vacas.

En el río Bagmati vimos una cremación y piras consumidas, también a ascetas inmóviles que esperaban el fin del mundo con las piernas cruzadas.
En Godavari, las nubes fueron piadosas y nos permitieron el asombro del Everest.
En todas partes hallamos personas sonrientes con la hospitalidad áurea de los que conviven con los dioses. 

¿Qué habrá sido de aquella gente? ¿Cuántos sobrevivieron a los terremotos?

El turista es alguien que mantiene una relación cálida con los monumentos y fría, o distante, con los nativos.
Lamentamos el desmoronamiento de los edificios históricos, pero solo deberíamos llorar la desaparición de las personas.

Nada más aterrizar, el olor, ese olor. El tufo se describe muchas veces con la violencia seca del puñetazo: el de allí era más bien cachete sostenido. Una mezcla de especias y descomposición.

Solo nos despedimos de la dualidad odorífera en ese mismo aeropuerto tras el despegue. Es difícil acostumbrarse a la vida que fermenta. Y a hombres en cuclillas escupiendo desde cualquier sitio, incluso desde los techos de las casas. Ese ruido de la saliva expulsada con fuerza.

Alojados en el Hotel Yak & Yeti, que sugería bestias peludas y fue finura palaciega, quisimos impregnarnos de Katmandú con rapidez. El paseo nocturno nos llevó hasta la plaza Durbar entre estridencias y gente hormigueante.

Era mediados de septiembre y hervía el festival Indra Jatra, que sacaba a la población de sus viviendas para festejar al dios Indra y tenía como celebración culminante la adoración pública de la kumari, la niña diosa que habitaba un palacio del siglo XVIII hasta la pubertad, cuando perdía la gracia divina. En nuestro camino nos emborrachamos de colores. Esa embriaguez daltónica estuvo presente cada día.

La dejadez general de los espacios públicos era compensada por la vivacidad de los ropajes de las mujeres. Las estatuas de los dioses, y de los demonios, vigilaban la iniciación por las callejas. La simpatía por Ganesha fue inmediata: un dios con trompa resultaba más cercano y tierno que el de la corona de espinas.

En muchos escaparates se amontonaban los dientes. ¿Acaso los despachaban a peso? Eran negocios de dentistas de ocasión que vendían muelas y colmillos para desdentados pobres.

Al astrólogo lo vimos el quinto día. Para entonces habíamos hecho de turistas convencionales y nos habíamos fotografiado ante estupas, en monasterios budistas y en las plazas Durbar de Patan y de Bhaktapur, deslumbrados por los templos y los palacios y los tejanos afiligranados y las figuras, algunas, pavorosas; otras, sexuales.

Todas, en un enredo de piedra. En la memoria confundo las plazas. Los días posteriores al seísmo de abril, leí un texto del cineasta Bernardo Bertolucci en el que explicaba cómo ficción y realidad se solaparon cuando tras el rodaje de Pequeño Buda los nepalís decidieron conservar los escenarios: “Ahora, los escombros de una ciudad tan antigua se han mezclado con los escombros del cine que nosotros llevábamos allí”.

Vestido con camisa amarilla y tocado con gorro, el astrólogo recibió en un despacho que podría haber pertenecido a un contable. No había nada místico en la habitación sino libros con números.

La astrología, según nos contaron, era una actividad cotidiana. Nadie salía de viaje sin la preceptiva visita al hombre que sabía leer las estrellas y elaborar complejos cálculos. 

Nos acompañaba una tercera persona, una mujer. Su carta astral fue tan desastrosa que el hombre del gorro le sugirió que cambiara la fecha del nacimiento. Él le aseguró que en Nepal, en un caso de hecatombe íntima como el suyo, las autoridades permitían alterar la realidad. Falsificar la fecha de nacimiento era cambiar la suerte.

La mujer era de Zaragoza y contó su relación con la desventura. Le habían perdido el equipaje y vestía el mismo sari verde desde la llegada. El astrólogo adivinó que había estado a punto de ahogarse cuando era pequeña. Aquello la conmocionó, porque era verdad.

En su primera visita al Mediterráneo casi perdió la vida. Contó con gran vivacidad el dolor de la sal en la garganta. Al compartir esa evocación mientras escribía esto, mi mujer aseguró que esa desgracia le había pasado a la zaragozana en un río.

Cuando llegó nuestro turno estábamos muy preocupados, pero nos dibujó un halagüeño porvenir en el que yo iba a ser poseedor de una fábrica. No ha pasado aún. Sigo esperando ese momento en el que convertirme en gran empresario. He puesto la vista en Inditex. En uno de los papeles escribió: “Golden period”. Periodo dorado. Hace tanto de aquello que debe de hacer caducado.

Nuestra ruta por el más allá nos llevó cerca: hasta la casa de un chamán.
Era una vivienda lúgubre a la que se accedía por una escalera oscura.

Vestido completamente de rojo, el hechicero llamó a los espíritus con una pandereta gigante y otros instrumentos de percusión. Sentados en un colchón frente a nosotros, la mujer y los hijos contemplaban las evoluciones del brujo como parte de la rutina familiar. No sucedió nada anómalo. Los niños eran muy educados. Esperaron en silencio a que el padre acabara. A mí me tocó ser liberado de los malos espíritus. Me lo tomé como un peeling interior.

La sesión de yoga fue peor. Después de unas nociones básicas y unas posturas que nos limitamos a imitar sin talento ni fe, el maestro se metió un cordel por la nariz que sacó por la boca.

No sé si a él le resulto placentero: a nosotros nos pareció que había otras formas menos aparatosas de limpiarse.
El yogui se vino arriba y comenzó a sorber agua por la nariz que sacaba por la boca. Llenó una palangana.

¿Nos cambió en algo ese itinerario por el lado místico?
No creo, pero comprendimos que un país que habita tan cerca de los dioses es imposible verlo solo con los ojos pegados a la tierra.







Esta es mi playa

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[Portada del Dominical del 16 de agosto del 2015]






Las playas son los últimos lugares que nos pertenecen.

Desposeídos de todo, expulsados del paraíso, mirones tras los setos, la arena es el único reino que nos queda.

Podríamos pensar que hay otros sitios públicos –plazas, jardines– en los que ser libres, aunque no de la misma manera que ante el mar.

La semidesnudez, la ausencia de autoridad, los espacios grandes, el horizonte. ¿Y los bosques? Son propiedad de unos pocos. El mar aún es nuestro.

Aunque no del todo. Las autoridades francesas acataron las instrucciones del rey Salman bin Abdulaziz, monarca absoluto de Arabia Saudí,  para cerrar la playa pública de La Mirantle, cercana a Cannes.
El alquitrán de los petrodólares también contamina el Mediterráneo.

Miles de familias se instalan a diario en las costas en una colonización efímera. Verlos llegar o irse cargados con la sección de Terraza, Jardín y Cámping de unos grandes almacenes es contemplar a las tropas de Napoleón en la campaña de Egipto.

Al sol de agosto, los ejércitos convencionales se rinden, pero estos soldados de la sombrilla resisten con pertrechos mínimos.

Neveritas prodigiosas de las que sacan proyectiles cuyo explosivo es el agua: sandías y melones.

En esas mismas cajas de plástico cargan provisiones suficientes para sobrevivir al holocausto zombi, aunque solo vayan a estar allí una jornada: tortilla de patatas Torres Petronas (por el tamaño), carne empanada, croquetas y variedad de bocadillos que convierten los foodtrucks en camiones de juguete.

Si abrieran los refrescos de lata todos a la vez, se oiría el estruendo en Madagascar.

Buena gente, trabajadores honrados, personas que solo un mes al año son dueñas de su destino.

En sustitución de las comodidades del hotel de cinco estrellas y de los yates de gran eslora, las mesas plegables para las partidas de cartas y los botes de goma para una navegación de cabotaje.

Aparecen pocas cañas en las imágenes. Los pescadores son solitarios y buscan el silencio. Este es un homenaje a las familias. Los acompaña la algarabía. Imposible capturar una dorada a su lado.






El Modulor

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Pie. Los vi bajar del autobús a las nueve de la mañana. Los dos hombres, la piel bruna, cruzaron la calle a paso de muletas. Los dos eran cojos y jóvenes. A ambos les faltaba un pie. 


Discordante. Eran gemelos en su invalidez. No era eso lo que me había llamado la atención, sino que tuvieran horario, y que fueran dos, y que se parecieran tanto. Casi cada jornada, un poco más tarde, los veía pedir en un semáforo a la salida de la población. Nunca a los dos a la vez en el mismo punto. Debían de repartirse el territorio y alternar el destino. Inquietaba la similitud, la armonía en lo inarmónico, la concordancia en lo discordante.



Lisonjero. El cierre del Café Comercial, el más antiguo de Madrid, ha derramado más lágrimas intelectuales que el de la ferretería barcelonesa Vinçon. En los dos casos, los artículos lisonjeros han sido tan ineficaces como lo son las necrológicas: haber hablado bien del muerto antes.


Flagelo. Algunos consideran que ese tipo de espacios son el alma o el corazón de las ciudades, y su caja registradora, de modo que el flagelo es obligatorio. ¿Por qué en esos ejercicios culpables los articulistas excluyen a los propietarios? Ellos son los perjudicados o los beneficiarios máximos, según los casos. Al menos se lucraron durante las décadas y décadas en las que sus establecimientos ocuparon plazas céntricas y señaladas. Quienes alquilan o venden los inmuebles a las multinacionales que homogeinizan y banalizan el rostro de las ciudades son esas mismas personas o familias que alguna vez las hicieron diferentes.


Hilo. Visito la exposición Assaig sobre la fatiga en el centro de arte Fabra i Coats. La antigua fábrica textil de Sant Andreu sigue hilando, ahora, retales de cultura. Una pieza me atrae: la firma mi hermano Xavier y se titula Construir el mueble moderno. Antimodulor#2. La obra es dos: un panel con objetos colgado de la pared y nueve sillas de madera con varias medidas.


Modulor. El protagonista invisible del trabajo es el Modulor, el ser de proporciones ideales que diseñó Le Corbusier en busca del equilibrio entre humanos, muebles y edificios. El Modulor original medía 1,75 metros, aunque luego creció hasta los 1,83. La mirada de Le Corbusier ensalzaba una anatomía de laboratorio. Las sillas que ha fabricado Xavier tienen diferentes alturas. La única que ha sido escamoteada es la que correspondería al Modulor. Denuncia ese cálculo eurocéntrico y sexista. Un mundo ideal para blancos europeos bien alimentados.


India. Le Corbusier, sigue Xavier en su web, dibujó la ciudad india de Chandigarh con los números del Modulor. Escribe: “La altura media del hombre indio es de 1,61 m y de la mujer, 1,52 m”. He leído textos sobre ese lugar y siempre ha prevalecido la mirada del reportaje de viajes colorista y superficial.


Medir.¿Cuánto medía Le Corbusier? ¿Él mismo habría sido apto para sus diseños?




El Hombre de las Nieves // Fernando Sáenz cocina el frío

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[Reportaje publicado en la revista Dominical el 23 de agosto del 2015]




Para Fernando Sáenz Duarte (Logroño, 1971), la infancia es un helado de plátano. Aquellas montañas amarillas con gusto a fruta pocha.

Es un empalago que preserva en la memoria, y en ese recinto privado se quedará: no lo fabrica en el obrador Grate, en Viana (Navarra), a unos diez minutos de Logroño, donde conserva la heladería DellaSera.
Su mujer y socia, Angelines González (1972), prefería, en la infancia ácida, el de limón: 
“Para saber si un sitio es bueno, hay que pedir el de limón. Creo que sirve como medida”.

De las manos de esta pareja salen los mejores helados de España, cuya principal característica son los sabores nítidos –está lo que dicen que está– sin las muletas y las máscaras de los aditivos.

“Mi fresa de Huelva no tiene ese color bestia que se le atribuye porque solo lleva fresa”. Azúcares, leche en polvo, leche (“neutra; la fresca de granja la usé y sabe demasiado… a leche y mantequilla”), agua y el ingrediente protagonista.

¿Para qué afeites y disimulos? Cualquiera que vaya al congelador de un supermercado y saque una tarrina puede sufrir un cortocircuito cerebral con la lista de indeseados añadidos. 
“Entiendo el helado como alimento. Y eso te compromete”, expresa con firmeza. Fernando suele tener riñas por expresarse con firmeza.

La visita a Grate, a las afueras de Viana, sucede uno de esos días de julio en los que la mañana se derrite. Por la tarde, de camino a Ezcaray para cenar en El Portal de Echaurren, donde el chef Francis Paniego practica una cocina de interiores, el cielo se abrirá con dolor y dejará caer granizo. Los humanos han vuelto loco al tiempo.

El obrador ocupa el lugar de una vieja carpintería en la que construían futbolines y billares. El espíritu recreativo sigue, pero aplicado a materiales frágiles. Tienen plantadas 222 cepas de graciano, que saquean los estorninos. “No tratamos las viñas con nada. Crecen solas. Agua del pozo y agua de lluvia. Por eso los estorninos se comen las uvas. Solo nos dejaron hacer vino en el 2012”, rememora Fernando. El mismo espíritu despojado que traslada a sus elaboraciones.

Todo aquí sucede con esa relajada tensión que es necesaria para obrar de forma rigurosa. 

Cultivan un huerto de aromáticas: menta, orégano, melisa, tomillo limonero, albahaca, sustancias que forman parte del proyecto.

De un esqueje de la higuera de 35 años plantaron hace una década la segunda. De estos árboles provienen los frutos con los que Fernando lleva a cabo una de sus creaciones más célebres, y una de las pocas con nombre: Sombra de higuera.

Al probarla, el dilema: ¿a qué sabe? Lo obvio: a higo (“es una maceración de los brotes tiernos de la hoja de la higuera”). Y no solo: a higo recién cogido y comido bajo la higuera una tarde de septiembre. Es un plus difícil de comprender por quien nunca lo haya hecho.










En la finca hay también una parrilla donde Fernando asa chuletitas con sarmientos. Le relaja cocinar, fue cocinero en el negocio familiar, La Taberna del Tío Jorge, ya cerrada. Un ser de fuego pugna por salir del Hombre de las Nieves.

En el interior de la casa, la gigantesca “caja fuerte”, donde “las joyas heladas” se conservan a -21º. Estar metido un rato en el congelador es recordar al mamut siberiano, pero sin pelo. El viticultor y enólogo Abel Mendoza les acaba de traer “uva tempranillo vendimiada en verde”. Trabajará con esa acidez los próximos días.

En las neveras guarda las frutas, reducidas a pulpa congelada y en bolsas fechadas. El limón que compran en Murcia o ese melón que contiene el sol del estío. “No me importa que la fruta sea bonita. Solo me interesa el sabor. Nosotros las destrozamos. Creamos una nueva textura, una nueva estructura”. Infusiones, reducciones, maceraciones: con eso concentra los ingredientes.

Después de decidir las fórmulas magistrales –ayudado por un Excel en busca del equilibrio gracias a las matemáticas–, las mezclas pasan por la mantecadora: “Dicen que el mejor helado es el que sale de la mantecadora. No estoy de acuerdo”. Vaya. “Me parece escaso de sabor. Con dos o tres días, el sabor aumenta”.

Un concepto nuevo: el del helado reposado como los guisos. ¿Puede ese cambio nimio hacer repensar la heladería? ¿Serán los helados tranquilos los que abrillantarán el camino del futuro?












En una mesa de acero, algunas muestras inverosímiles. Cremas heladas, sorbetes, texturas, aliños.

De leche de tigre, de cerveza negra y chocolate blanco, de fresa y wasabi, de mostaza, de piquillo, de peras verdes con tomillo limonero (sabe a vino, a las notas de cata del viura), de té matcha con hierbabuena, mantecado (manteca de cerdo ibérico, canela y azafrán), de crema ácida de sidra, de chipirones.

Son honradas, son sabrosas, son imaginativas: después de haber probado una treintena, al especialista gastronómico le resulta difícil corregir o sugerir mejoras (sí: más malicia en el aderezo de bravas). Elabora para la heladería DellaSera y para restaurantes. Muchos cocineros –unos cuantos, renombrados– le encargan complementos, o principales. Otros le piden que dé clases a sus equipos, que oriente y solucione.

Fernando camina sobre una línea nueva: los condimentos fríos para platos convencionales con los que retoma, de manera provisional, el oficio de chef. Ha enfriado un menú para el Hotel Westin Palace de Madrid: gamba blanca con aliño helado de agua de mar, manzanilla y limón;  verduras con ibéricos y crema helada de espárragos y solomillo de cebón con mantequilla helada de brandy.

Y en la cabeza construye una mesa –la va rumiando– que instalará en el obrador, o en algún espacio anexo, para seguir cocinando el frío. “Sí, quiero algo: sentar amigos a comer…”.

De repente, la cabeza –el pensamiento– vuela.

La forma de trabajo de Fernando es esa: ensimismarse.

Angelines lo ve, a menudo, ausente, a lo mejor por la noche. No tienen hijos, trabajan juntos y solos, se organizan a su aire. Y, de madrugada, ya en casa, Fernando se queda abstraído.

Su cabeza funciona como la mantecadora: va mezclando. Ese perfil silente y oscuro. Sueña, resuelve. Congela una idea. El primer cucurucho o soporte de un helado es la cabeza de Fernando.

Si le preguntan: ¿cuántos sabores distintos hay en el catálogo?, él responde que no hay catálogo, ni clasificación, ni papeles. Todo está en la cabeza batidora. Debe mejorar eso: apuntar, ordenar, archivar. Es el patrimonio. No puede permitir que se derrita.

A la semana producen entre 300 y 400 cubetas (cada una, de cuatro litros).
Podrían doblar el número. Fernando lo descarta. “Aquí no existe estrategia de negocio”. Porque le impediría ir a pasear un viernes cualquiera por la viña de su amigo Abel Mendoza y comprender mejor las uvas y La Rioja y el vuelo frutal de los estorninos. Quiere evitar una prisión de hielo.

Grate no es solo un obrador. Desde este lugar bajo cero, el heladero combate.
Esto: “La liga del helado en los restaurantes es la misma que la del vino, el jamón y el carro de los quesos. Necesita gente que los sepa tratar”.
O esto: “¿Por qué en todas partes los helados son los mismos: mascarpone, pistacho fosforito y pitufo? Si vas a Galicia o Andalucía, ¿no tendríamos que encontrar productos de la tierra?”.

Se esfuerza para que La Rioja quepa en una tarrina: mazapán riojanito, crema de limón con aceite de Alfaro, helado de lías de vino blanco, chocobarrica. Qué punk: rompe viejas barricas, macera las duelas (tablas) y mezcla esa infusión con chocolate. Ingenio, y ensimismamiento.

Había sufrido acné gastro: con 14 años trajinaba por La Taberna del Tío Jorge entre clase y clase. Prefería la sal a la geometría. “Quería saber cosas. Había una librería en Logroño, que aún existe, llamada Paracuellos. Con un cartel: ‘Revistas de todo el mundo’. Allí pedía las publicaciones”.

Comenzó a “fantasear con helados” cuando compartía el fuego con la madre, que tenía cogido el punto a pescados y verduras. “Pensaba ya en helados de barrica”. Esa precocidad explica la tozudería y el andar sobre clavos. 

Por entonces su torrija, en la taberna, era prestigiosa: la recuerda Angelines con nostalgia. Se casaron en el 2006.
Ella era abogada y, sin pesar ni arrepentimiento, cambió el frío inhumano de los juzgados por la calidez de Grate, abierto en el 2002 a la vez que DellaSera.

Fernando se lanzó por la pista negra con una formación limitada, mucho estudio autodidacta, sentido crítico, visión y fe. Había recibido algunas clases del maestro Angelo Corvitto en el taller de Torroella de Montgrí.

El primer encuentro con él fue en una feria, donde el italiano lo invitó a probar “el mejor helado del mundo”. El gallito riojano alzó la cresta: “Cuando aprenda, seguro que lo hago mejor”. He ahí un desafío.

Grate ofrece sensualidad y bienestar, aunque en el fondo de las tarrinas hay percances y sinsabores, algunos, familiares, desagradables como revolcarse en ortigas. La mayoría de los que hacen dichosos a los demás cuentan historias tristes.

En este tramo de la conversación, Angelines se emociona y le dedica palabras con temperatura: “Siempre he visto el valor que tenía. Era un diamantito. Sabía de todo, era una enciclopedia. Todo ha sido un trabajo de superación, de levantar piedras, de encontrar soluciones”. Y acaba con una frase insuperable: “Mil veces cruzaría el río”. Después, Francis Paniego dirá otra a esa altura.

Antes de salir para el restaurante de Francis, hay que pasar por DellaSera, en una calle peatonal de Logroño. Es la gran heladería más pequeña del mundo. Un mostrador, y ya está. Otra tongada de maravillas bajo cero probadas a cucharadas.

Los niños pegan la nariz en el cristal.

De camino a Ezcaray, Francis envía un mensaje con humor: “No traigáis granizado”. En las cunetas hay hielos del tamaño de un huevo de codorniz. Entre cocinero y heladero existen complicidad y admiración, se ayudan, comparten conocimiento y una cierta forma de resistencia y arrojo.

Francis dice del Hombre de las Nieves: “Es un agitador [organiza el encuentro profesional Conversaciones heladas], un personaje que ha venido a remover la estructura clásica de la heladería. Está poniendo patas arriba el sector. Sus formulaciones son matemática pura y se acoplan y funden con la estructura del ingrediente para así sacarle el máximo partido. Conceptualmente su trabajo es brutal. Sentarse a la Sombra de una higuera, ser capaz de atrapar esa sensación para que podamos comérnosla luego a chupetadas es increíble. O hacer helados inspirados en el mundo del vino. Su trabajo es tan tecnoemocional como el de cualquiera de los cocineros modernos de nuestro país. ¿Lo mejor de Fernando? Que lo tengo muy cerca. A nada que le tiras de la lengua, ya te da una idea. Es un torbellino, una mente privilegiada, uno de esos genios que se te aparecen muy pocas veces en la vida. Yo ya me he cruzado con dos”. No es epitafio, sino pancarta.

El mundo de la casquería, oculto durante años, ha sido redescubierto o sacado a la luz por Francis.

El tendón de cerdo que simula ser una navaja es una obra maestra para comer de un bocado.
La coliflor con lechecillas de cordero y encurtidos cuenta un viaje al corazón de La Rioja. Los callos de piel de cerdo son justo lo contrario del enunciado: no exploran el interior del animal sino el exterior.

Chefe, el hermano de Francis, descorcha botellas excepcionales, como el muy raro blanco rancio de Laureano Serres.

Hubiera estado bien acabar el día con un helado de plátano. 

Angelines recuerda –no hay papeles, no hay documentos, no hay catálogo– que sí hicieron una crema de plátano con canela para DellaSera. Pero no era el amarillo estridente de la niñez, sino el color tranquilo y sin artificios de la edad adulta.
















Tapas bajo cero


Fernando Sáenz tiene buen gusto gastronómico y capacidad de improvisación.
Para la sesión fotográfica decidió los acompañamientos de los helados (aquí son el ingrediente principal) en un pispás.
Se puso manos a la obra en la pequeña cocina del obrador Grate.
De arriba abajo, mejillones, orégano y textura helada de cerveza (el aperitivo, de un bocado). Pan tostado, helado de mantequilla y mostaza, piparra y cebolla encurtida. Paraguayo asado, crema ácida de sidra y fresitas. Puro free jazz gastro.





Francis Paniego Sin Palabras

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[Después de las palabras de Francis Paniego sobre Fernando Sáenz, Francis Paniego Sin Palabras]



























Navaja & begonia // Iolanda Bustos en el Empordà (y 2)

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Una cocinera en el Empordà (y 2)

La Calèndula




Desde el rectángulo acristalado del restaurante La Calèndula, el cliente ve que Iolanda Bustos Cabezuelo (1976) se mete entre las matas para recoger unas flores de calabacín.

Muchos cocineros alardean de huertos y proximidad y compromiso y su más íntimo teléfono es el del supermercado.

El sol es una cuchilla de afeitar sobre el cogote de la chef mientras arranca los tubos. No tardarán en estar en la mesa rellenos con un risotto y con gotas de remolacha como una sangre vegetal.

En Regencós, entre Begur y Pals, las parejas Iolanda Bustos y Jacint Codina y los franco-suizos Maria Laura Baudenet y Alejandro Sanchez han comenzado una aventura en dos establecimientos, uno frente al otro: el Hotel del Teatre y La Calèndula.

En este verano del 2015, la vida de Iolanda y de Jacint es más movida que cabalgar un toro mecánico.

Hasta la primavera, el destino de la pareja estuvo ligado a Girona, donde dirigían desde el 2009 su propio restaurante, La Calèndula. A diario, viajaban desde Pals, población en la que crían a Lluc, de 10 años, y Arlet, con apenas 1.

El prestigio de Iolanda crecía envuelto en colores: se había especializado en gastronomía botánica y en lo vegetal salvaje, y sus menús eran un jardín.
La carrera se desarrollaba como la enredadera. Aunque esos 40 kilómetros requerían a diario de una ingeniería doméstica compleja.

En marzo, Martí Sabrià, gerente de la Associació Hotelera Costa Brava Centre, la llamó con una noticia que incluía traslados: “Me explicó que una gente de Suiza quería comprar el Hotel del Teatre y buscaban a alguien que llevara la parte gastronómica, pues ellos no se atrevían con todo. El padre de Alejandro vino de incógnito a comer a La Calèndula, en Girona, y me dijo que mi cocina luciría más en el Empordà. ¡No sabía que alguien había escuchado mi sueño de cocinar cerca de casa! Después de ese día comenzamos a hablar con los nuevos propietarios, Alejandro y Maria Laura. Negociamos y nos entendimos tan bien que nos asociamos”.

Si le preguntas si ha regresado al Empordà, dirá que nunca se ha ido: “Nací en Palafrugell. Con 4 años fui a Palau-sator, donde crecí en el restaurante de mis padres. Soy hija de un payés y ganadero y de una cocinera”.

Se comprende que ha perfeccionado las enseñanzas de casa: que habrá completado cuando críe gallinas.

Estudió relaciones públicas, faenó para la fundación medioambiental Nereo y después, en el 2001, fue la cocinera del establecimiento familiar, El Racó de l’Era, al lado de la madre, andaluza que aprendió “el estilo culinario del Empordà, ¡fregando platos!”.











Lo suyo es la tierra, aunque sabe del mar, y eso lo demuestra con el suquet de escórpora, que adorna con una pincelada de plancton: innecesario en este caso, un añadido que habla del momento gastro y que hay que aplicar con convicción.

En el arroz con gamba –agua de mar y brasa de encina– homenajea este territorio de ola y granito.

Lo que en el reportaje se cuenta de forma breve y pasajera ha tenido un efecto formidable en sus quehaceres, y en sus nervios. En seis meses han cerrado una vida y han abierto otra, con el acompañamiento musical de los contratistas y sus instrumentos y con la temporada viniéndoseles encima como un muro.

Que La Calèndula y el Hotel del Teatre estén operativos ha sido un esfuerzo de la voluntad, con dosis de suerte y tal vez algunos conjuros.

Las parejas trabajan, incluso barajadas, en ambos espacios. De los desayunos se encargan los hombres. A primera hora, Jacint y Alejandro torean con los cruasanes.

El establecimiento hotelero habita una casa del siglo XVIII decorada con ese buen gusto de lo rural viajado, donde hasta el gel de baño es artesano y medicinal. Es La Calèndula la que actúa en el viejo teatro de Regencós, donde hubo bailes y cine y susurros y la oscuridad confortable de las plateas.

Judit Bustos, copropietaria del estudio de interiorismo Trestrastos, ha colocado la bodega en el escenario junto a una estatua del dios Baco: el vino como drama y como comedia.




*** Buscar en el reportaje sobre Fina Puigdevall y el Empordà la botella hermana a esta, que sirve también como nexo de unión de los reportajes.



La botella elegida para comer es hermana de la del primer capítulo de esta microserie: Camí de Cormes, de la bodega Roig Parals, en esta ocasión, del 2008.

Se trata de la viña de cariñena más antigua del Empordà, del siglo XIX. Iolanda ha preguntado a sus dueños, Santi y Mariona: “El Camí de Cormes iba de Mollet de Perelada al Coll de Banyuls y lo seguían los vendimiadores que pasaban a Francia. El camino también lo recorría la gente que se iba al exilio. Y los contrabandistas”.

El comedor, con el rectángulo de cristal, es precioso. Luces con pantallas de esparto, lámparas de Miguel Milá y esgrafiados con motivos florales. Ayudan a Iolanda a fijar la belleza.















Sus platos son hermosos, buenos, frescos y estimulantes. El tartar de sandía con brotes de mostaza y alcaparras. El cucurucho de recuit, tomate y aromáticas. Los mejillones a la brasa con muselina de azafrán.

La navaja con tapioca, flor de begonia y piel de cítricos da un paso más, en apariencia ligero. Otros dos servicios se sitúan en lo supuestamente liviano, aunque con fondo y peso: la brandada bajo un velo de mil flores y el carpacho de sepia con pimentón ahumado, habitas, hierbas y flores (de albahaca, hinojo, ajedrea, menta, petunia, begonia, rosa, margarita, crisantemo, gladiolo, pimpinela, orégano, mejorana).

Queda claro qué ofrece Iolanda. Lo vulgar sería resumir su labor en términos publicitarios: la Cocinera de las Flores. Demasiado simplón.

Asistimos al brote de una chef singular. Profundiza, va a la raíz, investiga qué hoja, pistilo, pétalo o tallo es adecuado a qué: “Uno de los trabajos que haré este invierno será la creación de una tabla gustativa de flores silvestres y cultivadas ordenadas por sabores, temporalidad y aplicaciones gastronómicas. El ritmo de la ciudad había hecho que lo aparcase”.

Tiene el conocimiento y sabe que el siguiente paso es descifrar a fondo cada producto: “Gracias al mucílago, las malvas logran que un ingrediente fresco tenga un efecto meloso. La flor de caléndula aporta un punto especiado y como de resina. Los geranios y las begonias dan notas ácidas y pueden sustituir a los cítricos”.

Con los botánicos de Flora Catalana y del Centre Tecnològic Forestal de Catalunya han contabilizado “400 hierbas, flores, frutos y raíces que se pueden encontrar a diferentes alturas” del país. Alturas: caminos y sendas como las abiertas por el peruano Virgilio Martínez, cocinero con botas.

“No todas salen al mismo tiempo. Y eso es precisamente lo más bonito: que depende de cuándo se pruebe mi cocina tendrá un sabor u otro. Mi carta se mueve al ritmo de la naturaleza”. La primavera es big band, o big bang.

Todo comenzó con unas flores de tomillo. Ese fue su big bang: “Desde pequeña salía con mi madre a recoger plantas. Curiosa, fui tirando del hilo, investigando y estudiando la flora comestible de mi entorno. Pero si realmente decidí especializarme en la botánica silvestre fue gracias a que unos clientes se interesaron más por unas flores de tomillo que por el ingrediente principal. Pensé que había que dar valor a eso humilde de nuestro entorno. Ahora, después de tantos años, lo he convertido en una misión. Quiero compartir mi conocimiento y que no se pierda. Mucha gente ha olvidado el gusto del paisaje”.

Su paisaje sabe a saúco, a caléndula, a violeta. “Con la flor de saúco hemos conseguido hacer un espumoso”. Solo 800 botellas: nadie debería irse del restaurante sin brindar con el frescor nacido en un árbol. O sin destapar un botellín de cerveza Gala, un ramo amarillo. Esto es lo que saben de la burbuja.

En la zozobra, Jacint suelta con ese humor subterráneo propio de la plana de Vic: “Yo lo único que quería era segar la hierba”.

Él es informático, de Tona: se conocieron “por internet hace ocho años”.
Jacint pesca el calamar: esta temporada, con la mudanza, aún no ha podido embarcarse. El año pasado, con el nacimiento de Arlet, cerraron el restaurante dos meses.
Para equilibrar gastos organizaron algunas cenas con luna y anzuelo: “Arroz de calamar de potera vivo, hecho y comido a la hora que Jacint llegaba del mar. Fueran las once o medianoche. Esperaba con el sofrito de cebolla a punto para poner el arroz carnaroli del Estany de Pals”. Lluc, precoz gurmet y escritor del blog Llepafils, espera ansioso volver a la barca.

En una balsa junto al huerto, las damajuanas con la ratafía reposan, se concentran.
Sucede dentro del recipiente, oculto a la vista, una transformación.
Metieron aguardiente, nueces verdes y hierbas y saldrá un licor.
Dentro de Iolanda ha comenzado el proceso de cambio.




Atún, trufa y engaños

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[Este texto tiene más de un año: fue escrito en julio del 2014. Fue la última colaboración que me pidió la revista Vino+Gastronomía. Nunca vio la luz. Sus dueños la cerraron y desaparecieron, dejando a deber varios artículos.
Publiqué la sección Diario de un omnívoro desde principios del 2007. El primer artículo fue El redescubrimiento del huevo. 
Después de requerimientos y burofax siguen sin pagar]



Jueves

Hay cocineros que son más importantes que su cocina. Andrea Tumbarello es uno de ellos. Devorar los platos de este hombre desmesurado en su ausencia no es lo igual que hacerlo en su presencia. Es el mejor vendedor de sí mismo y de esa cucina italiana que ha adaptado a sus hechuras. Por eso será un reto el sostenimiento del Don Giovanni en el hotel NH Constanza de Barcelona con una presencia alterna, repartida con los otros escenarios donde oferta la marca, el principal, Madrid.

He leído que se metió a chef –él, que fue economista– porque en ese Don Giovanni primigenio, que hace nueve años compró y reflotó, le ofrecieron una “cabronada” en lugar de una “carbonara” y suelta la misma frase ingeniosa para hablar de su carbonara, hecha con pasta fresca en lugar de seca.
 Debatimos sobre si debe llevar o no ajo –apelo a la receta del canónico La cuchara de plata– y con o sin, pasta fresca o seca, los espaguetis están de lujo, así como la pizza con botarga, que necesita más ralladura de huevas curadas de atún.

Enseña con orgullo un ejemplar de trufa de verano y habla de las falsedades de truferos y trileros y de las mezquindades en torno al producto. Va laminada sobre una crema de ceps y yema, en la que hay que mojar focaccia, y es en ese plato, a la vez humilde y oneroso, donde se concentra la fuerza y el calado del chef operístico. Imagino a Andrea, cuerpo de tenor, interpretando a Don Giovanni, crápula y pendenciero, y me lo creo.





Viernes

De la botarga siciliana al atún fresco de Balfegó. Conduzco hasta L’Ametlla de Mar, a las puertas del delta del Ebre, para subir a un catamarán y navegar a cinco kilómetros de la costa, donde flotan las piscinas que albergan miles de ejemplares de Thunnus thynnus.

Durante la campaña, los dos barcos de cerco de Balfegó capturan los kilos asignados y los trasladan hasta estas redes varadas, donde son alimentados con pescado azul hasta que recuperan el peso que perdieron en la travesía para el desove, atrapados en ese ir y venir desde el Atlántico hasta Baleares.

Según demanda, los submarinistas los cazan uno a uno con arpón. La noche anterior hubo una de esas tormentas que inundan las conversaciones y pese a que el cielo es un cristal azul, hay mar de fondo y los buzos aguardan en el barco de sacrificio a que el oleaje remita y puedan seguir con la rutina liquidadora.


Horas después, sentado en el restaurante La Llotja, donde cocina Marc Miró con buenas artes, disfruto con un tataki de atún rojo, carne perfecta que se deshace en la boca. Y pienso en los engaños con esta maravilla y todos esos atunes pardos y tristes que despachan pescaderos sin conocimiento y cocinan chefs ignorantes y que los pobres clientes consumimos sin comprender porque hay un corcho en el plato.




   

Restaurante Els Tinars // Llagostera

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Els Tinars
Carretera de St. Feliu a Girona, km 7,2. Llagostera.
T: 972.830.626.
Precio medio (sin vino): 60 €.
Menú degustación: 68 €.
Menús mediodía: 38,70 y 47 €.





El GPS del abuelo







En 1978, el abuelo de Marc Gascons, Eduard, eligió una técnica de márketing prehistórico para decidir dónde situar Els Tinars. Dueño del Bahía de Sant Feliu de Guíxols en los tiempos de Liz Taylor y Ava Gardner y los baños de champán, intuyó el declive y planeó la apertura de un nuevo establecimiento.

Visitó varios enclaves y en cada uno se sentó a numerar coches. Tras el ejercicio decidió que el kilómetro 7,2 de la carretera de Sant Feliu a Girona, en Llagostera, era el óptimo. “Fue donde más coches pasaron  –recuerda Marc--. Y acertó”.

El llenazo de un domingo de verano a mediodía lo corrobora. Son horas de playa en las que otros restaurantes relevantes cuentan moscas. Sientan a más de cien personas. Y eso que es un restaurante con una estrella, y con precios en consecuencia. Marc puso coto: en tiempos del padre daban 300 cubiertos en días señalados.

Me gusta ver comedores bulliciosos. Me entristecen las salas fúnebres, los tanatorios con los comensales en silencio y  los camareros que sirven como si dieran el pésame.

Esto es distinto: luz, paredes blancas, terraza, espacio. Profesionales competentes dirigidos por Elena Gascons, el otro pilar.

Clientes habituales, familias, gente en busca de seguridad: croquetas, buñuelos, canelones, arroces. Yo vengo a otra cosa: a por la cocina de Marc. Cuando comenzó a destacar con sus platillos, los padres señalaron la autoría en un pequeño apartado de la descomunal carta, hoy acortada. Firma la totalidad de los platos y piensa de nuevo en agrupar los rompedores. O en partir el salón o en alojar en algún lado el restaurante creativo. Está en esas meditaciones. Necesita crecer como cocinero, ir a más. “No quiero estancarme”.

Marc y Elena mandan una nave nodriza: amasan y hornean panes (tendré que hacer una lista de restaurantes panarras), cuidan una estupenda bodega (pido un tinto ligero y Xavi González, el sumiller, me ofrece Còsmic 2014) y pasean un carro de postres (“cosas sencillas, pero hechas aquí”).

Tras el aperitivo con salchichón y salmorejo llegan los tomates, distintas variedades y preparaciones: el rustido es el mejor.
Aplaudo con las orejas la brandada (texturizada con agar; parece un corte de bacalao) y los ñoquis con mantequilla y caviar Per Sé (probé la versión con trufa en Informal, espacio barcelonés que dirige Marc).

Espardenyes en dos servicios: con cansalada y con pilpil de plancton (buen uso del producto de moda, sin frivolidad). Lubina a la brasa y fileteada (falta un aliño) y excelente pichón con brioche con su paté.

El trinchado del ave lo hacen en la sala: durante años fue un producto inevitable y ahora parece que haya emigrado. De postre, la piña con menta y yogur y el sorbete de melocotón de viña tan rico que no necesita la albahaca.

Els Tinars es el súmmum de los restaurantes de carretera, la máxima expresión. Tanto es así que en la carta de vinos ofrecen “alcoholímetros homologados”. Qué buen GPS tuvo el abuelo Eduard.







Atención: a la comodidad del párking.
Recomendable para: los que quieran conocer a un rey de la carretera.  
Que huyan: los pegados al alquitrán urbano.










Rafael Chirbes, gastrónomo

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Entre los textos laudatorios que siguieron a la muerte del escritor Rafael Chirbes, apenas un par o tres se refirieron a sus saberes gastronómicos.

El anacoretismo del personaje y la aridez de las novelas que lo hicieron discretamente célebre –sobre todo,Crematorio–  lo alejaban de los volúmenes y los vicios de los gurmets convencionales.

Fue director de la revista Sobremesa, donde se especializó en vinos franceses: sería oportuno recoger aquellos textos en un libro.

Ahora que tantos escriben sobre gastronomía con dedos pringosos, es hora de recuperar a los maestros y sus silenciosas lecciones.

La novela En la orilla, donde ahondaba en los pozos de la putrefacción humana, satiriza la alta cocina de raíz francesa –y menciona el término tecnoemocional de pasada– y escabecha al corrupto editor de una revista de vinos.
Apenas una docena de páginas de 437, resumen de lo que pasó en ciertos comedores en los alegres años precrisis, y aun antes, en ese final de la década de los 80 entre tintos humeantes y habanos con graduación.

«Uno no es exactamente lo que come (...), sino que uno es, sobre todo, dónde come, y con quién come», escribió.




Restaurante El Vaso de Oro // Barcelona

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El Vaso de Oro
Calle de Balboa, 6. Barcelona.
T: 93.319.30.98.
Precio medio: 20-30 €.



Singladura de espuma



El capital paquistaní ha puesto los ojos y los kebabs en la Barceloneta, según cuentan los diarios. De continuar con este ritmo, pronto en el paseo Joan de Borbó flotarán los aromas de especias sobre los de las mariscadas.

Desde hace 53 años, El Vaso de Oro sigue su singladura de espuma en la calle de Balboa. La característica de la casa es la inmutabilidad. El nostálgico que regrese a la barra se reencontrará con platillos conocidos y, probablemente, con los mismos camareros.

La casa se ufana de la amabilidad de los trabajadores y de cómo son capaces de recordar qué toma cada cliente. En busca de la paleogastronomía vuelvo a la Barceloneta esquivando bandadas de velociraptores, también conocidos como turistas.

El único cambio en el establecimiento es la cerveza, elaborada por el propietario, Gabriel Fort, ex olímpico, ex waterpolista, ex karateka.

Poco a poco ha ido desplazando la industrial. La que mana hoy de sus grifos es 100% Fort, cocinadaen una microcervecería de L’Hospitalet.

En El Vaso de Oro, el padre, con el mismo nombre, dejó sentada una pequeña revolución que Gabriel continuó: se decidieron por la barra y los taburetes, empezaron a servir tapas, algunas muy copiadas; se especializaron en la rubia, aunque lo demandado hace medio siglo era el vino, y regalaron a la ciudad dos copas, la flauta y la filo.

Comienzo con una flauta de la common beer de la casa, “la cerveza del obrero”, según la nomenclatura que explica Gabriel. Es muy buena, pero aún más la siguiente flauta, una cream ale con notas de albaricoque.

Gabriel sale a presión: habla de “cultura de la caña” y de cómo esa bebida “es la desconocida” en los restaurantes michelineros.

Circulan los platillos. La mojama: ¿qué tal un chorrito de aceite?
La muy buena ensaladilla con pasta de atún picante: habría que desengrasar el pan frito.
Anchoa, tomate y pan integral: mejor tostado.
El sándwich granjero: excelente; jamón dulce, queso, lechuga y tomate, mezcla genuina de Gabriel, que de joven se aburría de desayunar lo mismo.
La gamba de la Barceloneta, el emblemático solomillo con fuagrás y el atún a la plancha con pimientos de Padrón.

“Buen producto poco mareado”, resume el dueño. Estoy de acuerdo. Sería interesante aplicar al tapeo la filosofía reformista que lo ha llevado a ser un crack cervecero.

Escuchar a Gabriel –que tiene a su hijo, del mismo nombre, Gabriel Fort III, trabajando tras la barra– es instructivo. Es historia viva, y espumeante, de la Barceloneta.

Cuenta que el abuelo, Cosme, procedía del Priorat, que su padre abrió El Vaso en 1962 y que en la prehistoria de la tapa pinchaban con banderillas en vinagre.

El Vaso es preeminente en la historia del tapeo barcelonés. No es que no tengamos memoria, es que se deshace como un fuagrás mal cocinado.         






Atención: a las chaquetillas con charreteras de los camareros.
Recomendable para: los que quieran iniciarse en el tapeo local.  
Que huyan: los que prefieren mesa y mantel.








Cuando pierdes 800 euros con Wimdu

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Este verano nos fiamos de Wimdu por primera y última vez.

Por su inoperancia nos han birlado 828, 20 euros. Una pasta.

Les confiamos nuestras vacaciones y solo conseguimos que nos vaciaran los bolsillos.

Contratamos un apartamento familiar en Viena en sus páginas. Según las reglas, el casero tenía que responder en 24 horas. No lo hizo. Pasado el tiempo de rigor, el tipo se puso en contacto con nosotros.

Desde Wimdu (service@wimdu.com) nos mandaron un correo en el que se detallaba la cantidad a pagar y el número de cuenta. Con el casero se acordó también la devolución del dinero en caso de emergencia: un familiar estaba a punto de fallecer. Teníamos que prever esa desgracia.

El buen casero, de nombre Peter Kraberger, se ofreció incluso a recogernos en el aeropuerto. Los estafadores tienen que mostrar la mayor de las amabilidades para que el engañado no sospeche.

Una semana antes, al intentar ponernos en contacto con él, despareció de nuestras vidas. Y los 800 euros.

Reclamar a Wimdu (para contactar con ellos usamos de nuevo el service@wimdu.com) fue como pedir a un herrero que te arranque un diente: incompetencia y dolor.

Fueron muchos e-mails  (por su parte, de forma poco diligente y con gran lentitud***). Dijeron que nos habían estafado y que no habíamos pagado desde su página. Nunca nos aclararon cómo llegó a nuestro correo el service@wimdu.com.

Tras mucho insistir nos aseguraron que habían echado al tal Kraberberg (¿nombre falso?). No sabemos si es verdad o mentira.

Todo esto consta así en la denuncia ante la policía.

Jamás recuperaremos los 800 euros. Ni a nosotros Wimdu como clientes.




***No facilitan teléfonos.






Pan de pícaros

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Demasiadas veces, el servicio de pan en los restaurantes ofrece abusos.

Pasó este verano en dos comedores de la costa, en el Maresme y en la Barceloneta.

En el primero, nada más sentarnos, y sin abrir la boca, depositaron un plato con “pa torrat”, especialidad del establecimiento.

Pedimos cambiarnos de mesa, accedieron y el camarero nos siguió con la ofrenda. Si pensábamos que era cortesía, erramos más que Ter Stegen: 7,08 euros por cuatro rebanadas. El kilo debe de alcanzar precios de lingote.

La segunda torta fue al revés.
Pese a la bandejita del pan no pedida que llegó con el aceite y la sal, quisimos una ración de coca con tomate y aunque solo habíamos solicitado la segunda, nos cobraron las dos. Las rebanadas sin untar: 6 euros, a 1,5 por persona.
Con esos sablazos, ¡viva la barra de gasolinera! 

La picaresca hostelera tiene que cesa cesar: todo lo no pedido expresamente debe ser considerado un regalo de la casa. Esas cantidades afectan a las cuentas y, sobre todo, dan más rabia que una boda con pamelas.

Es, además, aguafiestas. Reclamar en una factura (hay que hacerlo) es tener una sobremesa con indigestión.





Yours // Barcelona

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Yours
Londres, 65. Barcelona.
T: 93.676.13.40.
Menú mediodía: 12 €.
Precio medio (sin bebida): 25 €.



Juanjo me contó




Después de tiempo sin saber de él, Juanjo Mestre telefoneó para contar los cambios en su restaurante, Your Burg!, al que había achicado el nombre hasta Yours.

Juanjo es un huracán al tocar tierra: entendí la mitad de lo que decía. Me quedó claro algo: se había asociado con la ganadería Mas La Carrera de La Vall d’en Bas, criadores de Aberdeen-angus.

Pedí sosiego: “Cuando nacen dos terneros gemelos, si son macho y hembra, la hembra no es fértil. Algo excepcional. Engordamos esa hembra y me quedé la carne”. El último testimonio era un entrecot. “Te lo he guardado”. 

No tuvo que decir más. Fui a probar la rareza. Ni siquiera me había sentado cuando me manteó con un montón de informaciones.

Compartía la propiedad de Yours con el futbolista Gerard Piqué, Els Amics de les Arts, Mas La Carrera y Noel Alimentaria.
¿Qué tenían en común? La fundación A. Bosch, que investiga enfermedades infantiles. Esa era la primera de otras decenas de noticias. Juanjo guardaba más sorpresas que el conejo de Pascua.

El jefe de sala, David Navarro, trajo el vino, Cabernet Reserva 2009 de Solergibert: la bodega era escasa y ahí tenían que meter caña.

Comí, como en el 2013, el timbal mallorquín, de vicio: hojaldre, queso y sobrasada (Juanjo me contó la matanza).
El fuagrás mi-cuit era uno de los mejores de Barcelona (Juanjo me contó que era la receta de Alain Ducasse).
Gloriosas las alcachofas de El Prat (Juanjo me contó que las confitaba en grasa de pato).
Y resultón, en su sencillez, el tartarde atún (Juanjo me contó que lo maceraban en citronella).

Se veía la buena mano del jefe de cocina, Andrea Bonamici. Sin avisar, apareció el nugget de pollo: una venganza porque la otra ocasión salió seco. “¿Y?”, preguntó. Mejor, pero perfeccionable. ¿La próxima vez?

Yours es un restaurante especializado en hamburguesas, que trasciende la carne picada.
Titulé la anterior crónica Hamburguelonay recogía el término hamburguesía, que usaba desde el 2010 para referirme a la clase social con la economía demediada.

La estrella de la casa, desde la nueva alianza, era un producto hecho con la carne de Aberdeen-angus (Juanjo me contó que los criaban en libertad) y la tecnología de Noel (Juanjo me contó cómo funcionaba la máquina: lo he olvidado).

¿Qué decir? Que estaba muy buena. Se puede adquirir en grandes superficies bajo la marca Natrus. La acompañaban las patatas fritas preparadas por el filipino Vincent Romel.

Para el final, el entrecot, excusa del retorno. Ni vaca ni ternera. Otra cosa. ¿Para qué seguir si no existe en el mercado?

¿De postre? Un cheesecake que envasará… ¡para un súper!

En las idas y venidas siguió contando: quería hacer zumos detox y platos vegetarianos, acondicionaba una foodtruck… Incluso había fichado a un barman francés para que elaborara tónicas. Pese a mi aversión a esa medicina, me gustaron: poco amargas.

No sé cómo acabará esto. Pero la voracidad y el entusiasmo de Juanjo son más contagiosos que la gripe aviar.         







Atención: a la posibilidad de organizar tu propia burger.
Recomendable para: los que busquen más que hamburguesa.
Que huyan: los de “para mí, la carne muy hecha”.







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