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20 años de Mugaritz (2018) // Sin Palabras
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Miramar Sin Palabras 2018 // 1 comida, 1 cena, 1 desayuno
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25 años de Casa Marcial (2018) / 1 // Sin Palabras
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25 años de Casa Marcial (2018) + Amigos / y 2 // Sin Palabras
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La democracia se ahorca a sí misma // #AlertaUltra (1)
El caudillo del partido de ultraderecha se pasmó con los resultados de las elecciones al parlamento regional. Esperaba una buena cifra, aunque no el éxito tumultuoso e incontestable. Disimuló la natural perplejidad porque vacilar era de débiles, asegurando –con la marcialidad de quien pretende ejércitos– a quienes quisieran escucharle que, según sus cálculos, aquello era lo previsto. A medida que la noche electoral avanzaba, el brazo derecho peleaba por olvidar la prudencia y disparar el resorte del saludo romano, aunque la mente le recordaba una y otra vez que controlara las emociones, pues el poder solo se alcanzaba desde el disimulo. Algún día no demasiado lejano, el brazo se alzaría con esplendor. De momento, lo prudente era el reposo.
La campaña había sido una orgía. Aun sin representación parlamentaría, los medios de comunicación habían cubierto y difundido los mítines y dado a eco a sus proclamas de pirómano. ¿Acaso no se daban cuenta de que una de las primeras cosas que haría tras alcanzar el mando absoluto sería silenciar a esas mismas cabeceras? ¡Qué asnos eran los periodistas, capaces de impulsar a un ultra con tal de cumplir con la sagrada libertad de expresión! Esas eran las paradojas de la democracia, régimen que se ahorcaba a sí mismo dando cabida a tipos como él y a partidos como el suyo. La mejor manera de aniquilar la democracia era desde la democracia.
Lo llamaban racista, machista, homófobo, nacionalista, supremacista y todo era verdad pero él era un retorcedor de palabras, especialista en lavadoras y blanqueos y respondía que lo que promovía era la seguridad, la igualdad, el amor por la patria, un viejo y olvidado orgullo de raza y Dios (el único, el de furia y barba blanca). Le maravillaba que alguien aceptara tan triviales explicaciones, comprendía que lo votaran los bolsillos grandes ya que era un colectivo que prosperaba bajo cualquier régimen y se asombraba de que le dieran apoyo los desfavorecidos.
Para convencer a los curritos, según su desprecio de origen clasista, lo sencillo era recurrir a lo primario, a lo básico. Lo complejo no tenía cabida en estos tiempos de pensamiento grueso, áspero, de cáñamo. Los inmigrantes son sanguijuelas, se aprovechan del estado del bienestar y quieren robarte tu trabajo. Trabajo de mierda que ningún nativo estaba dispuesto a realizar, pero ¿quién se detenía en los matices?
Lo más extraño era que las mujeres confiaran en él. Las quería. Las quería en casa, las quería sumisas, las quería calladas. Las quería, aunque ellas no lo quisieran a él. Había recibido papeletas de votantes vengativos, frustrados, desencantados, coléricos con los partidos convencionales. Recogía el disgusto, la rabia, la ira y les daba forma, una figura aún incipiente, un monstruo del que surgía una porra, una bota, una bandera, una corona de espinas. Bajo la bota, negros, moros, feministas, ateos, izquierdistas, independentistas y todo aquel que osara discutir la opresión.
Los analistas simplificaban: atribuían al independentismo el surgimiento radiactivo de la extrema derecha a lo Godzilla y eso era verdad de una forma parcial. Con o sin ellos esperaba la oportunidad de devolver a la patria la gloria perdida y los que querían desgajar el Estado habían resultado una coartada inmejorable. Un dictador muerto en la cama, un cadáver aún presente y una transición de guante blanco habían conservado el fascismo en formol. La reconquista había comenzado y era necesario improvisar porque el triunfo regional había sido sorpresivo. Mañana mismo exigiría análisis de sangre a los futuros candidatos, examinaría a las mujeres y eliminaría a las respondonas, reclamaría un test de patriotismo, obligaría a los machos a ser muy machos y a las hembras, muy hembras y él mismo –¡él mismo!– pondría el primer ladrillo del muro que aislaría la nación del resto del mundo para preservar la pureza.
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Los invisibles // #AlertaUltra (y 2)
[#CuentoTallaS]
Los politólogos, esos adivinos del presente, no atinaban a entender por qué en aquel pueblo había ganado la extrema derecha de una forma avasalladora. Ciertamente se trataba de un área que acogía –de mala manera– a un gran número de inmigrantes, mano de obra barata que posibilitaba que muchos propietarios tuvieran un modo de vida confortable: casas en ese estilo arquitectónico aberrante que favorecía el dinero sin gusto, coches del tamaño de portaviones y con prestaciones de balsa porque los usaban para cortas distancias. La conclusión a la que llegaban los estudiosos de aquella demoscopia gripada era que los forasteros irritaban la mucosa de la sociedad y que por eso los ultras crecían con la impunidad de las setas tóxicas.
De ser cierta la reflexión –probablemente lo era–, ¿cómo se entendía que los señores alancearan a sus propios criados? No los querían pero los necesitaban. Entonces, ¿por qué votaban a una formación ultraderechista que prometía expulsarlos? Qué locura bipolar. ¿Qué sentido tenía eso? De conseguir llegar al gobierno de la nación, los neofascistas cambiarían las leyes para que la xenofobia –fobia al extranjero– dejara de ser una lacra contra la que luchar para pasar a ser un término entusiásmico. La definición de xenofobia era corta como la cola de un bulldog: solo hablaba de extranjero, sin atribuirle color ni dotación económica. Nadie odiaba a un suizo ni a un canadiense.
La localidad se amontonaba como una floración de cactus en el desierto: austera, áspera, puntiaguda, incómoda. La atmósfera era canela por el polvo en suspensión. Alrededor del poblado del Oeste, los invernaderos, kilómetros y kilómetros de plásticos –suficientes para hacer millonarios a los fabricantes de polietileno– bajo los que crecía una ubérrima huerta con goteo en las venas. Había que imaginar el sándwich: arriba, el gris plastificado; en medio, el verde; debajo, el siena del arenal. Ese negocio asfixiante –los toldos multiplicaban el agobio del páramo– necesitaba de obreros conformes y la docilidad solo surgía si el optante a la plaza estaba desesperado. A muchos capataces les convenían los simpapeles porque los podían exprimir, pagarles sueldos mínimos, doblegarlos con un simple dedo y la amenaza de no volverlos a coger, sin temer a los sindicatos ni a la dignidad ni al orgullo.
La población se dividía en varios grupos sociales: los propietarios, chicos, medianos y grandes; los asalariados nativos que no había alcanzado la categoría de dueños y acusaban a los forasteros de birlarles el trabajo (que ellos –¡ellos!– no harían a cambio de sueldos de mierda y culpaban al extranjero de los bajos precios en lugar de a los explotadores), los inmigrantes envueltos en desesperación y los que se alejaban de los plásticos como los demonios del agua bendita.
Llegados a este punto: ¿qué querían los propietarios, los chicos, los medianos y los grandes? Que los forasteros se esfumaran. A diario escuchaban a sus convecinos decir: “Es que no se puede salir a la calle cuando se hace de noche. Lo ocupan todo, están por ahí tumbados. ¿Qué creen, que son los dueños de las calles?” o “Viven de los subsidios, reciben todo tipo de ayudas y colapsan la sanidad”. Esos mismos comentarios los soltaban a los periodistas que se acercaban al pueblo para comprender por qué habían votado en masa a una formación de extrema derecha.
Los terratenientes reunieron a los líderes de la comunidad de emigrantes en un salón de bodas de las afueras. “Queremos que os volváis invisibles”, les comunicaron. Los convocados no comprendieron el porqué de la exigencia. “Es muy sencillo: molestáis. No os queremos ver. Tenéis que desaparecer. Quien quiera ser contratado, tendrá que ocultarse cuando no esté trabajando. Desapareced de las calles. Camuflaos”. El jefe del partido de la ultraderecha felicitó a los notables por la iniciativa: se trataba de sacar el máximo provecho de aquellos desgraciados sin que su miseria les ensuciara la vista. Los fachas y los empresarios se felicitaron por haber acabado con el racismo.
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Una comida y media en Disfrutar (2018) // Sin Palabras
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El Nobel de la Paz, para la cocina
Ahumar. Un congresista demócrata, John Delaney, ha nominado al cocinero José Andrés al Nobel de la Paz. Es la primera vez que alguien que toca los pucheros –baterista con cuchara de madera– es considerado para ese reconocimiento, pues hasta hacer relativamente poco los que ahumaban sus vidas tenían una consideración social parecida a la de los fogoneros en los barcos de vapor. Por algo a ciertos aparatitos para cocciones mínimas los llaman infiernillos. Infiernos pequeños.
Honor. Reflexionando sobre el sentido de ese galardón, lo sorprendente es que ningún cocinero o cocinera haya optado antes al honor. Las mesas son lugares pacificadores. Nadie declara la guerra durante una digestión y si bien es cierto que el abuso de alcohol conduce a la violencia no es menos verdad que el borracho acaba derrotado por el exceso. La única discusión gastronómica que puede derivar en lágrimas es sobre la tortilla, y hay que responsabilizar a la cebolla.
Supervivencia. En la quiniela del Nobel, por delante de los ambiguos estadistas –que antes o después se levantarán en armas contra alguien– debería estar la familia de la cocina, cuya función histórica ha sido la de garantizar la supervivencia de la especie y, la más reciente, proporcionar placer –en aquellos lugares donde saciedad es lo contrario a hambre–. Me alegro de que José Andrés esté en el camino nobeliario, aunque no lo gane (demasiadas estrategias políticas e intereses contrarios), y piense, además, que no le corresponde. Si le preguntas, dice: “No comment”.
Maliciar. En el abismo de Twitter, los habituales carroñeros que destripan a los cocineros si tienen algún rango –célebres, con reputación, triestrellados– no parecen celebrar el éxito –no es la palabra precisa– de José, probablemente porque desconfían de él, porque malician de cualquiera que dedique su tiempo a los demás (“mmmm, no me lo creo”, dirán arrugando esas narices tan puras).
Tenacidad. El triunfo de JR, así lo llaman sus antiguos camaradas –J, a veces–, es el de un colectivo, World Central Kitchen, organización creada tras el terremoto de Haití en el 2010 y que acude a la urgencias planetarias, bien sean huracanes, seísmos o, más recientemente, los incendios de California. Mientras escribo esto me comunico con JR a dos bandas, por correo y whatsapp, y detecto una mezcla de cansancio y tenacidad. Acaba de regresar de las poblaciones de Chico y Paradise, que las llamas volvieron de ceniza, y tiene la cabeza –esa cabeza que es un giroscopio– en los nuevos proyectos.
Torbellino. En octubre, vi a JR en el congreso de San Sebastián Gastronomika y exudaba la energía característica del que puede hacer múltiples tareas a la vez, y arrastra a los demás en el torbellino. Conversar con él a la vista de todos era tarea imposible: el que quería una foto a su lado no respetaba intimidades. Algún desvergonzado le pidió que posara con sus productos para campañas disfrazadas (“tranquilo, que la foto es solo para mí”, aseguraba el tramposo). Le ilusionaban las aperturas de Jaleo –una de sus cadenas de restaurantes– en Disney Spring, en Orlando, y de Mercado Little Spain con los hermanos Adrià en Nueva York en primavera del 2019. A propósito de ese espacio, se preguntaba de una forma abierta, debatidora: “¿Es posible hacer cocina española sin producto español?”. ¿Una cocina son sus ingredientes o el modo de combinarlos?, repregunté. ¿La paella lo es menos si el arroz no es de Valencia? Tiene pocos meses para averiguarlo.
Reconfortante.¿Qué premiaría el Nobel de la Paz? La cocina con responsabilidad social, transformadora, implicada, solidaria, inmediata, afectuosa, reconfortante, constructiva, con capacidad de aliviar el dolor del mundo, sí, del mundo, de ese mundo que acaba de ser destruido por la tempestad o el volcán. Que el congresista añada a World Central Kitchen a la candidatura junto al nombre de José Andrés. El compromiso es de muchos.
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4 manos de altura: José Pizarro y Enrique Valentí // Marea Alta
[Octubre del 2018]
Mano a mano (amistoso, sin pulso ni boxeo) entre Enrique Valentí y José Pizarro para presentar el libro 'Catalunya', recetario adaptado/adoptado por el extremeño, muy bien editado por Cinco Tintas.
Los mejillones ahumados para volverse lelo y las anchoas (V), la cuajada de bacalao a la catalana (V), el canelón de pollo (P), las cocochas a la brasa (V), las judías/carrillera de atún/mojo rojo (V), el fricandó de presa ibérica (P) y el pan/chocolate/sal (P).
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Restaurante Batuar / Cotton House // Barcelona
Gran Via, 670. Barcelona
T: 93.450.50.45
Precio medio (sin vino): 45 €
Menú de mediodía: 28 €
Más escabeche y menos cebiche
Sentado en la sala del fondo, me recreo con la decoración de Batuar, el restaurante del Hotel Cotton House: el artesonado del techo, el suelo de madera, esas lámparas que parece que hubieran estado colgadas desde siempre gracias al estilo resucitatorio de Lázaro (Rosa-Violán).
Una atmósfera que mejora al turista, una ficción que embellece al huésped de forma momentánea.
Sin embargo no estoy aquí por el lujo visual, sino por Eva de Gil, cocinera con 25 años y que capitanea Batuar desde hace tres. El elogio de la juventud resulta sencillo desde la cincuentena, así que pasaré de la nostalgia para referirme a la solidez de algunos platos –a falta de pequeños arreglos–, llamativo en alguien con tan corta carrera profesional.
Por ejemplo, el bikini de cordero con 'shiitakes' y salsa de yogur y menta, elaboración que entronca con la bocadillería propia de los grandes hoteles y que tiene en el Sándwich Club a su bamboleante rey. Un poco de salsa en la carne y sería un mordisco redondo.
O la alcachofa escabechada y puré de chirivía, que prefiero al cebiche de corvina y maracuyá porque creo que, partiendo ambas preparaciones de la acidez, la primera da como resultado un plato personal, liberado de la tiranía de eso-que-se-lleva.
Pregunto a Eva por la aceptación de la alcachofa entre la clientela refinada y responde que agrada y que se vende de maravilla. Entonces, alcemos la bandera, o el banderín: más escabeches y menos cebiches.
Nacida en 1993 en Sabadell, educada en Hofmann, bregada en restaurantes pirenaicos donde el jabalí espesaba las cazuelas y como cocinera/camarera al frente de un bar en el Carmel, estuvo un año con Pedro Subijana y decidió que lo suyo era la pequeña escala y no la macro estructura.
«Producto de aquí y no mucha sofisticación», resume. Sé que hay ahí una cocinera con fondo, que tiene que decidir si lo suyo es la gestión o la acción.
Muy bien acompañada en la cocina por Enric Beneito y en la sala por Joan Escarabajal, Eva aún no se ha soltado la coleta, acotada por el entorno.
He disfrutado con la cucharada de 'tartar' de salmón y cremoso de cítricos, con el boniato asado (este año vivimos un 'boniatismo', y me alegro) envuelto en lardo de Colonnata, el arroz a la 'llauna' (que el cocinero alicantino Kiko Moya puso en circulación allá por el 2007), que dará mejores resultados cuando sustituya la variedad arborio, y la butifarra con 'mongetes del ganxet', espinacas, piñones y pasas (eliminaría el dulce).
Una bodega bien surtida (también de precio) y con vinos llamativos: copas de viognier 2017 de Prieto Pariente y el cabernet franc/merlot de Mas Irene 2015.
Por alguna razón que desconozco, voy topando con tiramisús. ¿Por qué les fascina a los chefs ese enunciado? El de Batuar es un (buen) pastel de fresa con 'amaretto', sin necesidad de ligarlo al ubicuo postre italiano.
Me agrada encontrar, en un hotel de cinco estrellas como Cotton House, escabeche, boniato, butifarra y 'mongetes del ganxet', dejar a un lado el lujo superficial y obvio del caviar y y la trufa blanca y la el bogavante y revitalizar lo propio y popular, que es a la vez lo original para un forastero.
Lugares con carácter que merecen una cocina con identidad.
LO+
El mirar lo autóctono con orgullo (¡hay que reforzar eso!) e ilustrar al cliente forastero.
LO-
El precio de los vinos, propio de un hotel de cinco estrellas (como es el caso).
El mirar lo autóctono con orgullo (¡hay que reforzar eso!) e ilustrar al cliente forastero.
LO-
El precio de los vinos, propio de un hotel de cinco estrellas (como es el caso).
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El asesor del alcaldable // #CuentoTallaS
Genealogía. Al asesor lo llamó un empresario conocido en nombre de otros empresarios, que preferían la discreción del reservado y la pantalla del humo de los puros. Se trataba, dijo el empresario que actuaba como portavoz, en trazar una estrategia para expulsar del Ayuntamiento de Barcelona a aquella alcaldesa sin genealogía política, aupada por el pueblo inconsciente y de izquierdas, y sustituirla por un patricio, por un lobo amamantado por la grandeur, ex ya de casi todo, ex diputado, ex primer ministro de Francia, ex ministro del Interior e, incluso, ex alcalde, un purasangre entre acémilas. Aficionadas, no, argumentó, queremos a hombres solventes y, sobre todo, previsibles. La política, siguió, la hacen los hombres predecibles, y de orden.
Envergadura. Un francés, por supuesto, aunque nacido en Barcelona. ¿Acaso los barceloneses, como los bilbaínos, no nacen donde les da la gana?, ¡este ni siquiera ha tenido que nacer en París!, expresó aquel hombre cuyo nudo de corbata era de la envergadura del puño de un niño. Por lo tanto, legitimado para ser la primera autoridad de la capital, según las leyes europeas y el concluyente apoyo de unos empresarios no necesariamente catalanes aunque definitivamente influyentes. La alcaldesa era un estorbo para el progreso, el crecimiento y cualquier deseo o necesidad que ellos tuvieran y que ella, activista al fin y al cabo, no estaba dispuesta a resolverles.
Transnacional. El consultor aceptó porque la bolsa de oro pesaba y porque a su currículo le faltaba un meteoro transnacional. Tenía unos meses para cubrir con una capa de barcelonismo al extranjero y que aunque no fuera demasiado gruesa, pudiera resistir los golpes. Tampoco el adiestrador era un conocedor de Barcelona, habitante de otra metrópoli, pero si la inopia no era un obstáculo para el candidato, ¿por qué para él?
Trabuco. Estudió qué significaba ser barcelonés y dudó sobre la idoneidad del sombrero de mexicano, pues le dio la impresión de un retroceso en el uso de la prenda. Convenció al candidato a ir a la Sagrada Familia a estrechar manos, sabedor de que se trataba del monumento más visitado, aunque su sorpresa fue la ausencia absoluta de nativos. Convocó a la prensa en uno de los restaurantes de la Rambla para hablar de la degradación del espacio, los invitó a comer y al pagar casi se dejó medio presupuesto de la campaña porque los precios de la zona habían sido escritos con el trabuco.
Orografía. El asesor convenció a la nueva-vieja estrella de alquilar una bicicleta y demostrar su buena forma, aunque al alcaldable casi se le escapó un pulmón al menospreciar la orografía de la ciudad, en gran parte montañosa. Durante una entrevista de radio quisieron saber si le gustaban las bombas de la Barceloneta y se declaró un hombre de paz. En la televisión, le preguntaron por el barrio de Verdún y, al desconocer su existencia, pensó que la conversación se ensangrentaba con la batalla de la primera guerra mundial entre el ejército francés y el alemán que dejó 250.000 cadáveres en el barro. Se mostró a favor de los taxis y se cabrearon los cabifyy cuando apoyó a las multinacionales de la (supuesta) economía colaborativa le picaron las avispas negras y amarillas. Lo invitaron a una recepción municipal y el consejero le recomendó un turbante y un sherwani a lo Bollywood en homenaje a la población del subcontinente indio. Después de aquella noche ridícula y violenta en la que los pakistanís creyeron que se burlaba de ellos, el asesor fue despedido.
Dulcificar. Lejos de hacer el caracol, el experto en asesoramientos salió a la búsqueda de un nuevo cliente. Lo encontró de inmediato, con la ayuda de otro grupo de presión. Esta vez se trataba de dulcificar el carácter de un ex presidente que alguna vez tuvo bigote con el objetivo de que volviera a la vida pública. De nuevo, le pareció posible.
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Del 'no limits' de El Celler a la grata contención de Can Roca (2018) // Sin Palabras
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Un plan de vuelo // #CuentoTallaS
El avión despegó de Lisboa con el sol frío de invierno y sin ninguna nube que pusiera objeciones. Tolerar la brusquedad de los despegues, y el ensayo de verticalidad, es algo a lo que solo se habitúan los profesionales de la aviación, cuya sangre debe de tener una densidad distinta y los glóbulos rojos, una peculiar flotación.
El vuelo transcurrió con normalidad, entre repentinas y desasosegantes turbulencias, y pese a la extrañeza –jamás superada, sin importar la veteranía del pasajero– de que un cacharro con aquel peso y tamaño pudiera mantenerse en el aire sin caer, cada uno estuvo a lo suyo: sestear, leer, jugar con el móvil, trabajar, parlotear o agarrarse a los reposabrazos cada vez que un cambio de presión atmosférica bamboleaba la nave. Hubo bandejas para los pasajeros de primera clase, separados del resto por una cortina más simbólica que eficaz, y sándwiches para los demás, sin que se pudiera decirse que aquello que servían a los privilegiados fuera considerado exactamente comida, recipientes de aluminio que contenían algo deglutido pero que se anunció como raviolis con tomate y queso.
Muy poco después de la presurosa retirada de los restos comestibles, el comandante anunció que comenzaban las operaciones de aterrizaje en Barcelona, donde el tiempo era parecido al baile de unas anguilas eléctricas. En medio de la tormenta, el hombre con galones se aventuró a posarse sobre la pista. A unos 50 metros y en la oscuridad de primer día del mundo, alzó de forma repentina el morro y los pasajeros creyeron que el corazón les tocaba la campanilla. Aterrizaje abortado por culpa de la tormenta que llenaba el cielo de cabellos desquiciados y luminosos. Durante un rato, el vuelo se desplazó en silencio a salvo de las nubes negras sin que los viajeros supieran a dónde se dirigía. El capitán habló con la voz de Dios: “No tenemos combustible para intentar un segundo aterrizaje, así que nos dirigimos a Palma de Mallorca para repostar”. La consternación era absoluta. Los quejidos, en voz baja. A bordo, un funeral sin muertos.
Tampoco Palma estaba a salvo de la lluvia, pero el aparato se posó sin sustos. Cuando los sobresaltados se desabrocharon los cinturones, se normalizaron las respiraciones. La gente comenzó a levantarse para ir al lavabo y, de paso, reclamar explicaciones. El sobrecargo dio algunas relacionadas con la seguridad, pero fue el capitán en persona quién aclaró dudas y generó otras: “Repostaremos e intentaremos aterrizar otra vez en Barcelona. Estamos a la espera de un nuevo plan de vuelo”. La sonrisa del capitán tranquilizó al pasaje, que veía en el gesto un cierto control de la situación. Las horas pasaban sin novedades y de vez en cuando el capitán, recluido de nuevo en la cabina, daba un mensaje que quería ser alentador: “La situación va mejorando, pero no aún tenemos el plan de vuelo”. Se hizo de noche, la tripulación repartió mantas y cojines y la comida disponible, ya sin distinguir entre primera y clase turista.
Llevaban una semana varados en un extremo del aeropuerto de Son Sant Joan porque las autoridades aeroportuarias negaban el permiso para el despegue. La razón era que, ante la saturación aérea general, no encontraban un hueco para autorizar la operación. No había horas suficientes en el día, ni tampoco en Barcelona, para salir-entrar. Un poco hartos de la comida en bandejas –al menos, habían conseguido suministros–, los viajeros se adaptaban a la situación, con un par de inesperados romances en las últimas butacas. Se duchaban en unas instalaciones del personal del tierra, habían recuperado los equipajes, estiraban las piernas en las pista (incluso organizaban sesiones de gimnasia) y algunos ejecutivos disfrutaban por primera vez de tiempo libre intersemanal. Al principio, a los controladores les urgía, encontrar una solución pero luego les reconfortaba ver a diario el avión desde la torre de control. Pasaron las semanas y los meses y la comunidad fortaleció sus vínculos. La compañía aérea los olvidó, el aeropuerto los toleró y solo con el nacimiento de la primera niña alguien planteó seriamente darles un nuevo plan de vuelo.
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Las latas de Güeyu Mar // Ribadesella
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Restaurante Cierzo // Barcelona
Bailén, 56. Barcelona
T: 93.000.92.57
Menú de mediodía: 12,5 €
Precio medio (sin vino): 20-25 €
¿Menú fino a buen precio? Aquí
Adrián Rubio, nacido en 1980 en Tarazona (Zaragoza), ha llevado a cabo una proeza desde primavera del 2017, cuando abrió el restaurante Cierzo: ha superado el millar de platos distintos en los menús del mediodía. El mérito es múltiple puesto que se repite muy poco, está solo en la cocina y sus preparaciones tienen interés, intención, sugestión.
El cierzo es un viento potente y esa fuerza es la que llega a la mesa. Durante las tormentas de octubre comí pasta con brócoli, ajos fritos, anchoa y parmesano (Adrián: vuelve con este póker); hamburguesitas de atún; 'tartar' de tomate, remolacha y aguacate; pollo con romero y patatas a cubos y salmonetes fritos con 'allioli' de tinta y un toque cítrico.
Lo repito: solo es parte del menú que guisa/fríe/saltea/plancha un hombre solo. Y a 12,5 euros (el plato más caro de la carta cuesta 14,50). Ni banalidad ni monotonía ni pereza. A Adrián le va el lío, las rachas fuertes: envolvió los salmonetitos y las patatas en un papel para jugar al 'fish and chips', dándole un rango superior con la lima y las gotas negras.
En realidad, Cierzo es un negocio de dos hombres solos: en la sala, con un altillo, Javier Valls, venezolano con abuelo de Arbúcies, que sube y baja más escaleras que un personaje de M. C. Escher. Simpatía en el comedor para la (más que) simpática culinaria de Adrián. Metí el tenedor en la carta para escribir esta crónica, aunque los mediodías ya merecen la recomendación.
El chef advierte que no pasó por cocinas adornadas y que su experiencia fue en restaurantes de asalto. ¡Cuánto 'stagier' que ha olido la alta cocina de lejos y que se cuelga medallas!
La cocina de Cierzo es de ráfagas, soplos sudamericanos y asiáticos, zonas del planeta que Adrián, que trabajó en Londres, no ha visitado: «He leído, asisto a seminarios…». Aplica lo forastero sin purismo, con albedrío.
De la mini carta de vinos, Javier elige Finca Mores + 3 del 2017, un Monsant que resiste ácidos y picantes.
Buenas palancas para abrir bocas: la croqueta de chipirón, de negra entraña, y las bravas con piel, confitadas en el horno y, después, metidas en la freidora. Sigo con la sobrasada ibérica, miel y 'mató' y pan 'carasatu' (difícil de cortar, mejor en dos porciones para tomar con los dedos).
Sale Adrián y describe: «Pulpo a la gallega tropical» y ese enunciado evoca más que el de la carta: «Pulpo a la llama, causa a la limeña y emulsión de ají». En cualquier caso, 'pulpérrimo'.
Muy bien el tiradito de atún (curado y cocinado al vacío con salsa 'teriyaki') y cremoso de aguacate. El pan al vapor ('bao') con ternasco de Aragón («como un 'pulled pork' pero de cordero», esclarece Adrián), 'kimuchi' y 'shiitakes', y aunque está repleto de palabras que obligan al inexperto a recurrir al 'Larousse Gastronomique' (hace tiempo que reflexiono sobre lo oportuno/inoportuno de los extranjerismos), está realmente rico. El cierzo empuja al elogio.
Un plato mayor para terminar la inmersión: bacalao con costra de aceituna negra y salsa de cebolla, naranja, jengibre y miel. Y dos postres, el pastel de limón (demasiado dulce) y el infalible aceite/chocolate/tostada de pan.
Dos hombres solos, pero bien acompañados por el talento y la gracia.
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Maca de Castro // Mallorca en 2 restaurantes (1)
Una gran comida: de lo mejor del 2018. Una cocinera excepcional.
Mallorca a la manera de Maca. Productos únicos como el queso de leche de yegua para la carbonara de calabaza.
El menú es "la lista de la compra". Lo que da el día.
Me quedo con esa carbonara radical, el gallo frito/crema de pimiento blanco, el bonito curado/crema de eneldo y almendra tierna, la sardina con paté de codorniz/pan a la brasa y el bizcocho de aceite de oliva y 'fesols': ¡legumbre en el postre, valiente!
Por último, la codorniz rellena de anguila: uno de esos platos. Uno de esos platos que quedan.
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Andreu Genestra // Mallorca en 2 restaurantes (y 2)
Andreu Genestra, Hotel Son Jaumell, Capdepera.
Predio formidable para una vida de reyes.
Genestra: talento, ambición, desparpajo, seguridad, conocimiento. Un tipo especiado.
Servicio de sala muy competente. Servicio de cocina algo lento. Planean abrir instalaciones más amplias.
Producto ultralocal (animales propios, huerto, viña, olivos, trigo...) trabajados con mente aventurera.
Planteamientos que trastornan a los conservadores pero que resuelve con éxito.
Sopas mallorquinas con gamba: exceso de hinojo.
Choques mentales con las 'espardenyes' con moras, lentejas con fruta de la pasión y langosta; ternera madurada, callos cítricos y melón; 'porc negre', salsa de frutas y otra de pastrami y ensaimada de boniato.
Vino Chalet 2016, de Sistema Vinari, en armónica agitación con la cena.
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Restaurante Gaig a Casa // Barcelona
[Agosto del 2018]
Un 'steak tartar' de buey sobresaliente y una croqueta de 'rostit' de campeonato. Los buñuelos de bacalao y los canelones, iconos gaignianos. Cocochas de merluza rebozadas para lagrimear. Carpacho de gambas para darse un chapuzón.
Los macarrones del Cardenal, menos cardenalicios que otras veces.
Estilo de negocio que necesita más vinos a copa.
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Restaurante La Calèche // Llívia
Mosca en la nariz al aparecer las patatas bravas, con premio en una feria. ¿Ahumadas? Efectivamente, las de Bohèmic. La cocinera, Olga Gimeno, es la hermana de Mandu, ahora en Sant Antoni Gloriós.
Llívia, metida en Francia, tiene casi tantos restaurantes como coches buenos.
Atiende Josep, pareja de Olga, en un espacio abarrotado: cierto 'horror vacui'. Comida interesante, servicio lento. Mezcolanza de ideas lejanas y productos locales, y también ajenos.
Lo peor: la ensalada de tomates y sandía con vinagre y espuma de maracuyá y la mini carta de vinos.
Lo tibio: el 'tartar' de salmón ahumado con mayonesa de 'yuzu'.
Lo mejor: los calamares con butifarra de Cal Rovira, los canelones de pintada con fuagrás (me sobra el 'toffee'), el codillo a baja temperatura con notas 'thai', las albóndigas de presa ibérica con ají (comí unas parecidas en Sant Antoni Gloriós) y el lomo de liebre con chimichurri (para saltos de alegría).
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Bodega Amposta // Barcelona
Amposta, 1. Barcelona
T: 93.673.83.46
Precio medio (sin vino): 25 €
Menús: 17,50, 25 y 35 €
La música del barrio es la cazuela
Barrio, compromiso, presencia: eso es lo que promueven los hermanos Barragán, Josep y Jordi, con la adquisición de la Bodega Amposta en la misma calle en la que crecieron y donde defienden, a cuchillo chacinero, la charcutería «clásica» y familiar en Barragán Moltó. «Reivindicamos el barrio: esto es la Font de la Guatlla. No existimos», dice Josep con una mezcla de ánimo y tristeza. Detrás de CaixaForum y a pocos metros de El Bulli Lab: tampoco está mal.
La (re)apertura permite volver a la acción ante el público a Txema Martínez, al que Albert Adrià le confió Inopia cuando aún era imberbe y que ha afinado su conocimiento gastro junto a Carles Tejedor con la discreción del director de escena.
El rigor de Txema es conocido, así que verlo moverse en la cocina sin barreras, abriendo y cerrando el Josper (instrumento principal en el nuevo cometido) es un placer añadido.
El cocinero está acostumbrado a la presión y a los retos y lo demostró en la micro cocina de Inopia y en la de BY y no parece que la veteranía le haya dado derecho a más metros cuadrados. El cuarto socio es Julio Fernández, con un restaurante en la misma calle, Casa Julio, lo que refuerza el 'barrio power'.
Bodega resucitada (las botas siguen manando), lugar destinado a ser punto de reunión de entusiastas de las cazuelas. Planteo a Josep la posibilidad de un expositor sobre la barra para que el comensal se recree con la sinuosidad de los fiambres: buena esa cabeza de cerdo sobre pan de Triticum.
Para abrir boca, la croqueta de jamón ibérico y la de queso gamoneo y la bomba con meloso de ternera (¡falta el picante!), magníficas frituras del obrador de los Barragán. Sigo (y esto va para largo) sin que vaya a recibir otra cosa más que gustirrinín: 'esqueixada' de bacalao con 'mongetes' de Santa Pau, la ensaladilla rusa (está ya en el podio: patata, zanahoria y mayonesa con anchoa), las gambas a la brasa sobre alga y sal, las ortiguillas (rebozado grueso) y la codorniz confitada (que en honor al barrio, la Font de la Guatlla, deberían servir en todas las mesas a modo de bienvenida).
Disfruto de los vinos gracias a Alain Salamano: me atrae (mucho) el blanco Forlong, palomino y pedro ximénez, y el tinto Domaine Bila-Haut L’Esquerda. Porrones en el ambiente y, de nuevo, la idea de usarlos como decantadores. Por convicción, por cachondeo y por credo.
Atención, llegan las cazuelas, dong-dong, qué guisos: el 'cap-i-pota' para sudar, el fricandó con 'trompetes de la mort' y sin cebolla (según la receta de Montserrat, la madre de los Barragán), las pochas con almejas y ¡tachán! los garbanzos con carabineros. Pocos carabineros –la flecha carmesí– se ven en Barcelona. Hay que salsear las legumbres con el jugo de las cabezas y vitorear al barrio.
Dos postres: helado de lima 'kaffir' (en recuerdo de aquellos limones helados de nuestra infancia) y el caqui a la brasa con yogur griego (mmm).
A Txema se le ve dichoso, y cansado, propietario por primera vez en su vida. «Trabajar con pasión», ese es el lema. Escuchar la temporada, escuchar el mercado, escuchar a los que saben. Y darle a la olla, al puchero, a la marmita.
Bodegas, bares, tabernas, tascas o restaurantes relajantes, lugares de la memoria donde construir, desde la renovación, la memoria futura.
LO+
Los guisos bien hechos, con las legumbres enteras y los jugos sabrosos.
LO-
Cuando hay materiales muy grasos en la parrilla, exceso de humos.
Los guisos bien hechos, con las legumbres enteras y los jugos sabrosos.
LO-
Cuando hay materiales muy grasos en la parrilla, exceso de humos.
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