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Restaurante Tapas 24 // Barcelona
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Restaurante Ca L'Ignasi // Cantonigròs / Osona
Ca l'Ignasi
Major, 4. Cantonigròs
T: 93.852.51.24
Precio medio (sin vino): 30 €
Menús: 19,50, 50 y 65 €
Menú infantil: 9 €
La belleza de la escarola fea
Cuando Ignasi Camps, el jefe de Ca l’Ignasi, trajo la ensalada de escarola, dijo que al haber sido «tocada por el frío» era menos amarga: «El frío transforma los almidones en azúcares». Inventarió espinacas, acelgas, brócolis, coliflores...
Pensé en lo poco comerciales que son las alcachofas con las puntas negras por culpa de las heladas, sin que el clima extremo las haya perjudicado pero que a ojos del consumidor son desechables.
El comprador elige las frutas con la piel brillante porque persuaden más que las pequeñas y contrahechas. Merendar las primeras es dar un mordisco a un bodegón de cera.
El mercado nos ha convencido de que lo hermoso y aséptico es bueno, aunque el sabor –tal vez para compensar– se concentra en lo feo y salvaje. Esa misma escarola es rica («pequeña, solo da para una ración») y llega cortejada por unas alcachofas fritas y terminadas en el horno de leña. En el despilfarro alimentario está también el culto encerado a la estética vacua.
Ignasi y Laia Cano, copropietaria de Ca l’Ignasi, buscan ingredientes de proximidad y la complicidad de los vecinos. Habitar la montaña es tejer una red de supervivencia que expulse el aislamiento. El impacto del paisaje es para ellos la cotidianidad.
Tocado con sombrerito marrón, Ignasi recibe con explicaciones sobre este lugar que conocí como restaurante hace más de una década y que identifica como «casa de comidas»: «Nos hemos sacado las fajas que nos oprimían y nos hemos transformado en un bistró de montaña donde puedes comer por poco más de 20 euros y si te entusiasmas, por 60».
El mismo ideario salpica la completa carta de vinos, en manos de Laia: «Pequeños productores y de proximidad. Cosas especiales que hagan sentir especiales a las personas que vienen a casa».
Entra fino el Singular, más contundente, Demontre, ambos, del Empordà, y con la burbuja aún resistente, el gran reserva 2009 Masia Segle XV.
Bienvenida con la 'llonganissa' trufada de Riera Ordeix (buena, innecesario el adorno negro) y la mantequilla (a la que sí va bien el hongo).
Mmmm: la 'gírgola de castanyer' y crema de castaña.
Mmmm: el arroz bomba de Albert Grassot (Estany de Pals), alcachofa y trompetas de la muerte, acabado con "7/8 minutos" de horno de leña.
Mmmm: la 'galta petita' de ternera, aunque la salsa estaba demasiado concentrada.
Mmmm: la mandarina caramelizada y crema de limón. Y menos mmmm: el paquetito de chocolate.
Ovación para el huevo de gallina periquita cubierto con trufa y con patata bufet negra en la base. Tras mojar la yema con el pan de Francesc Altarriba, mezclo el conjunto y me derrito. Aparece en escena (en el discurso) el fallecido gastrónomo Llorenç Torrado, gran amigo de la casa.
Ignasi descubrió con él que si se guarda en la nevera un huevo recién puesto, al freírlo, la clara envolverá la yema. El cocinero custodia la biblioteca de Llorenç como última e ideológica voluntad. Le legó también un modo de entender la cocina.
Ese mercado cruel y maquillador al que me refería corta los picos de las gallinas industriales para que no se dañen en la cárcel. En cambio, estas periquitas lo tienen completo, lo que les permite picotear en el suelo.
Para la vuelta desde el Collsacabra, unos buenísimos 'carquinyolis' con limón. Para roer, y pensar.
LO+
Que no les intimide lo-que-se-lleva y tengan ideología.
LO-
El exceso de concentración de la salsa de ternera.
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Alegría de vivir (fuego y ceniza) // Diálogos de cocina
Estremecimiento. 'Alegría de vivir' es una canción triste. La escribió, tocó y cantó Ray Heredia, al que la heroína dio un pico mortal con solo 27 años. El guitarrista Josemi Carmona, que con su hermano y su primo han resucitado el grupo Ketama, que fundó el mismo Ray, le hizo un homenaje con un estremecimiento de cuerdas. Lo acompañó Antonio Serrano con la armónica, que hasta esa tarde iluminadora había sido para mí un instrumento sin peso, hecho para nostálgicos de las fogatas, los adictos a la melancolía y los cowboys solitarios.
Escepticismo. Antonio había colaborado con Paco de Lucía y vencido su escepticismo de que la pequeñez que se lleva a los labios pudiera ser atendida por grandes auditorios. Escuchar el virtuosismo sin ostentación de Josemi resultó emocionante, pero ver a Antonio sacar chispas del metal fue una invitación al fuego. Tras aquello recordé una actuación –sepultada durante un par de décadas en el cieno de la memoria– de otro talento de la armónica, Charlie Musselwhite, en el club de BB King en Memphis, pero fue un estímulo de baja vibración respecto de lo que sucedió un lunes en el auditorio del Basque Culinary Center, en San Sebastián.
Volandera. Lo excepcional de la cita era que los músicos concluían la primera jornada del congreso (¿o anti congreso?) Diálogos de Cocina, organizado por Euro-Toques, el restaurante Mugaritz y el Basque, coordinado por la periodista Sasha Correa y el sociólogo Iñaki Martínez de Albéniz y liderado por el chef Andoni Luis Aduriz, una mente volandera que trabaja en red. No hablo de la red inmaterial que nos une y nos desune, sino de la física, que sostiene el pescado y deja pasar el agua. Retiene, así, lo sólido, lo que alimenta.
Habitabilidad. En un tiempo en el que se habla demasiado de cocina, Diálogos es –por coherencia– bianual. La intención, no exenta de estética, es reunir durante un par de días a gente diversa para que converse/discuta más allá de la cocina o desde la periferia de la cocina o desde cualquier lugar en el que la cocina arda o sea ceniza. Lo singular es que invitan a conferenciantes que jamás subirían a un escenario de un simposio convencional, donde los héroes –y algún villano– de la especialidad cuentan descubrimientos, exageraciones y triunfos, aunque nunca los fracasos. Diálogos debería ser un punto de partida para repensar las reuniones gastronómicas, aplicable a otros géneros: ¿sería interesante que un arquitecto criticara la habitabilidad de los hospitales en un certamen médico?
Hígado. Sentado entre Juan Mari Arzak y Pedro Subijana, a modo de ufana loncha de jamón, atendí las palabras de JR, el artista francés de las gafas de sol que estampa retratos gigantescos en lugares inverosímiles como las favelas o la valla que separa México de los Estados Unidos y del que se asoma un niño de proporciones gigantescas. O al activista trans Pol Galofré –demasiado nervioso pero contundente– que documentó la publicidad que exalta al hombre y degrada a la mujer. O a Bel Coelho, la cocinera brasileña del restaurante Clandestino que defiende la Amazonía no solo como pulmón, sino también como hígado y riñón. O a la psicoanalista venezolana Mariela Michelena, que introdujo la potente idea que un bebé se come a la madre cuando mama (y donde por fin cobra sentido la frase “este niño no me come”).
Desdicha. Para enganchar a los 250 asistentes pensaron una estratagema: en el programa no había nombres, solo conceptos, así que para saber qué sucedía a continuación era imperativo quedarse. Quien se largó antes de hora no supo de Josemi y Antonio. Se les pidió que hablaran de la pasión, cosa que se hicieron, aunque el mejor discurso fue con la guitarra y la armónica. Tocaron Alegría de vivir en último lugar. Saber que su autor había muerto de mala manera lo irrigaba con desdicha. Y, pese a todo, fue un final muy feliz.
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Un picoteo para Sant Jordi
1. ‘Mugaritz, puntos de fuga’, de Andoni Luis Aduriz (Planeta Gastro), 48,90 €
Andoni Luis Aduriz es un escapista: alguien que se libra de los grilletes culinarios. Califica su último libro como “manual de ilusionismo”, chistera de la que los conejos salen muertos y con las orejas fritas. Libro tan poco común como el restaurante Mugaritz, hay que leerlo con la barriga llena y la mente vacía. Gran diseño, grandes fotos y gran perplejidad. El mago desaparece, y se hace el silencio,
2. ‘Si quieres que te quieran’, de David Monteagudo (Rata), 20 €
¿Memoria? ¿Recetario? Ambas cosas –y más–, primera incursión del escritor David Monteagudo en la narrativa gastrodoméstica después de organizar talleres literarios amenizados con una tortilla de patata y una botella de vino (¿qué puede salir mal?). ¿Son necesarias 18 páginas para explicar la preparación del tubérculo con huevo? No: si tienes puesto el delantal. Sí: si estás cómodamente sentado.
3. ‘La coquessa’, de Jaume Aubanell (Pagès), 15 €
La novela gastronómica no es un género que abunde, pese a la gran satisfacción que proporciona al lector: genera una salivación poco literaria pero muy eficaz. Jaume Aubanell construye una historia de amor (cocina y sensualidad) y de búsqueda, en la que Emma tiene que encontrarse a sí misma y soltar el lastre de ese padre que le impide volar. Los hombres robaron el fuego y –la coquessa, la cocinera ancestral– recupera la llama.
4. ‘Nikkei’, de Bullipedia, 60 €
Una cocina original nacida de la mezcla: a finales del siglo XIX llegaron inmigrantes japoneses a Perú y gracias al contacto entre culturas e ingredientes nació un nuevo estilo gastronómico, al que se le dio nombre en torno a 1980. La cocinera y diseñadora María José García Miró investiga las huellas y determina qué es la cocina nikkei y lo fructífero de aquel explosivo contagio. Sexto volumen de la Bullipedia con el que empedrar las mejores bibliotecas.
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Maridaje molecular: el 'first dates' de la gastronomía // Sofia Be So
Si escuchas al cocinero Carles Tejedor, al frente del restaurante Sofia Be So, se activa la parte del cerebro que controla el placer: «Este es el mejor momento de la trufa». Si escuchas al sumiller François Chartier, «creador de armonías», se acciona el interruptor intelectual: «Hemos buscado ingredientes que comparten moléculas con la trufa».
Estos dos casamenteros de productos han diseñado para Be So una conspiración en torno al hongo, en la que lo que se come, bebe y huele están más acoplados que el esmoquin, el fajín y la pajarita. Cada vez que François dice «mo-lé-cu-las», pienso en Eduard Punset.
Habrá una única cena a precios truferos (210 €) el jueves 28 de febrero para solo 11 mesas. Un nombre crepuscular para la función sin posibilidad de prórroga: 'La última trufa'.
Carles está en un instante profesional tan formidable que 'con o sin' (trufa) los platos que acaba de incorporar a la carta (y que cocina Iván Cruz) son de una elegancia que ni el fallecido Karl Lagerfeld: los ñoquis de apionabo y crema de jamón y pollo (un-bocado-que-no-se-olvida), la patata rellena (sin complejos: patata en un hotel de cinco estrellas), los guisantes, pilpil y bacalao (y cucharadita de buñuelo y tripa del gádido) y el 'canelé' con helado de jerez (oh, el 'canelé', el bizcochito estriado).
Otros (muy buenos) tendrán rango de plato del día, como el crujiente de maíz con cangrejo y almeja y la tarrina de col, espárragos y fuagrás. La ensalada de vegetales con consomé, en homenaje a otro muerto lujoso, Paul Bocuse, se enreda con demasiados elementos, lo que confunde y atosiga.
Veo a François en el papel de profesor loco, mezclando sakes en un matraz/decantador en busca de un 'blended' (embrión de Tanaka, el sake que ha diseñado y que saldrá a la venta en otoño) o intentando sacar el carbónico de un cava para protenciar la cremosidad. Todo en beneficio de la camaradería molecular.
Es como en el programa de citas televisivas 'First dates', pero con base científica. A Carles le ha sorprendido que la trufa se entienda con el café. Habrá que preguntar a ambos si quieren seguir conociéndose.
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Restaurante Berbena // Barcelona
Berbena
Minerva, 6. Barcelona
T: 93.801.59.87
Menú de mediodía: 16,50 €
Precio medio sin bebida: 30-35 €
La sobriedad de la línea clara
Carles Pérez de Rozas Canut (1987) me dice que en este micro espacio ha sentado a 23 personas: quiero imaginar dónde acomodó a la mitad. Berbena, que homenajea a la planta, son cuatro o cinco mesas y una barra en el ventanal donde tomar una cerveza mientras se espera turno. No reservan. ¿Cómo podrían hipotecar la miniatura?
Encuentro afinidades entre Carles y Jordi Coromina, quien en L’Horta, en Tavertet, despliega una cocina desnuda entre fríos montañeses. Recapacito sobre estos dos jóvenes que no se conocen y veo determinación, limpieza, un modo natural de acercarse a las cosas.
En la ciudad trituradora de Barcelona es una odisea encontrar platos con temperamento y que no griten sus influencias con megáfono y ropas chillonas.
Carles estuvo en Japón, en el Ryugin de Seiji Yamamoto, y aprovecha las enseñanzas del país asiático como fondo antes que como forma. Es, además, decoroso a la hora de presentar currículo: pasó el tiempo en Ryugin como observador más que como actor. Ganarse la confianza de un maestro japonés ocupa decenios.
Fue recluta en Drolma, Sant Pau, Hôtel de Ville de Crissier, Saüc (con gran recuerdo para Ferran Soler y Xavier Franco), Embat, Central, y aprendió y purgó.
Menú de mediodía a 16,50 euros, del que el cliente elige un plato, dos acompañamientos y postre. Enredo a Carles y también probaré medias raciones de la carta de la noche. Entre unas cosas y otras pagaré, con dos copas, 37,85 euros.
Me gusta Berbena, la cocina abierta, los panes (sobre todo, el blanco, que hacen ellos), el surtido de quesos (de Ardai, que asesora su tío, Enric Canut), los cuchillos de Pallarès, los platos de Philo-K y Eva Kengen, los muebles, los ladrillos a la vista. La elegancia de lo práctico.
«Zanahoria y chirivía: nos definen». Y estoy de acuerdo: sencillez y sentido, sabor y contención. Porque esas raíces no tienen nada y, sin embargo, enredan. «Escaldadas y marinadas con soja, 'mirim'...». Soja y 'mirim' con sordina: la discreción que desautoriza a la obviedad.
Se aferra al equipo, al cocinero Romain Hubert, a la pastelera y panadera Gisella de la Cruz y a la barista Ana Valle. Porque dice Carles que se ocupan a fondo «de lo básico»: pan (y miel de colza y 'crème crue' como bienvenida), queso, vino (la copa de À Courel me deja indiferente; entra mejor Karl Haidle 2016), y café (de SlowMov). Se inspiró en el limeño El Pan de la Chola, donde amasó y dibujó en la harina.
Línea clara en la cecina con apionabo (y cítrico), el lacón con 'mizuna', escabeche, escaluñas y 'mongetes' (algo duras) y los guisantes con berberechos y la desconcertante y buena salsa vermutera con pimentón ahumado, vinagre, aceite y ese toque extraño y convincente de la mantequilla 'noisette'.
De postre, 'affogato' con helado y un rotundo pastel bretón de mantequilla, que es también un credo a favor de la pastelería sin restricciones. No pinta nada, por previsible, la 'gyoza' con cerdo.
Carles pregunta a qué es equiparable en Barcelona y me viene a la cabeza Direkte Boqueria, donde Arnau Muñío desarrolla un trabajo más complejo pero con el que veo relaciones.
«Honestidad pura y dura. Sin filtros», y me hace gracia la expresión porque desciende de una estirpe de fotógrafos. Sin filtros y acabado de revelar.
LO+
El sin-miedo de platos como los guisantes con berberechos y la zanahoria-chirivía.
LO-
Que bocados como la ‘gyoza’ con cerdo tengan lugar en una carta con identidad.
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Restaurante Carlitos // Barcelona
Calvet, 50. Barcelona
T: 93.125.46.36
Precio medio(sin vino): 25 €
Menús: 15 (mediodía) y 50 € (degustación)
Precio medio(sin vino): 25 €
Menús: 15 (mediodía) y 50 € (degustación)
A por el fricandó de wagyu
El fricandó de wagyu es el responsable de esta crónica. En el restaurante Carlitos, el cocinero Kemuel Gual resolvió con inteligencia un desafío autoimpuesto: quería usar la carne de esa raza de origen japonés, pero no servirla simplemente a la plancha y con peso de entrecot, cuyo precio disuadiría a los clientes.
La solución le vino a la cabeza un día que preparaba fricandó: ¿por qué no afinar la salsa resultante y napar unos cortes? El desenlace es un plato 'a partir de un fricandó' o 'inspirado en un fricandó', con «'una demi-glace'», dice Kemuel.
Soluciona el joven cocinero el mayor problema de los estofados: carnes exprimidas y desnaturalizadas, transferidos cuerpo y sabor al jugo. Él marca las tiras de wagyu para controlar el punto y lo cubre con ese terciopelo hecho con carnes menores. La chicha y el baño marrón conservan sus atributos. El conjunto funciona.
He tenido experiencias con el mismo epígrafe: una con Ferran Adrià, que en una clase de cocina quiso probar si el fricando de wagyu tenía sentido (y sí, lo tenía); otra con Paco Pérez, que lo metió en un bao (y qué bueno estaba).
La evolución de lo popular pasa la fractura de lo rutinario. Ahí, Kemuel, tienes un camino, o un bulevar.
La primera impresión al entrar en Carlitos es que comeré entre gigantes. La totalidad de las mesas son altas y los clientes se acomodan en taburetes. ¡Qué raro! Responde Carlos Triviño, dueño con su hermano Javier: «Abrimos hace ocho años. Queríamos algo formal pero informal». En ese dilema continúan: hay burrata (¡Barcelona debe de ser la capital mundial del lácteo!), hay gamba roja, hay tosta de panceta con coco tierno y albahaca (me llama la atención). Líneas diferentes de ataque. Quieren conservar al comensal temeroso y abrirse al temerario. ¿Qué hacer? ¿Cómo hacer?
Se desmelenan con el menú degustación, que me ofrecen. ¡Avante desde el puesto de vigía! Carta de vinos diseñada por Wineissocial: bien la garnacha Unsi.
Bocado de anguila-fuagrás-manzana: la célebre combinación de Montiel/Berasategui. Cuando se lo digo después a Kemuel, este no sabe de qué le hablo, pues él sacó la idea de otro restaurante. Es como el juego del teléfono: se pierde información con cada contacto.
Kemuel, hijo de alicantino y filipina, es aplicado y perseverante, no estudió en ninguna escuela de cocina y ha tenido como único maestro al primer chef de Carlitos, Armando Álvarez, al frente de Capet y Petit Capet. Por eso tiene mérito lo que hace pero, sobre todo –se intuye–, lo que está por hacer. «Yo no quería entrar en la cocina y ahora no quiero salir», explica con fe.
Chutan: la croqueta XL de carrillera de ternera (imprescindible), las alcachofas con erizo (más jugo de carne, y más presencia del equinoideo) y los guisantes con fideos de calamar y trufa (combinación rarita pero que sabe y huele bien), el canelón de mango y la torrija de 'brioche'.
Chuta regular: el San Pedro (pasado de cocción) con alcachofa y cebolla.
No chuta: el ceviche de lubina con pulpo y gamba, muy ácido y con pedrea de kiko.
¿Cómo se fragua la identidad de un cocinero? Estudio, práctica, sentido común, arrojo... Receta larga, compleja, agotadora, y que nunca sale a la primera.
La solución le vino a la cabeza un día que preparaba fricandó: ¿por qué no afinar la salsa resultante y napar unos cortes? El desenlace es un plato 'a partir de un fricandó' o 'inspirado en un fricandó', con «'una demi-glace'», dice Kemuel.
Soluciona el joven cocinero el mayor problema de los estofados: carnes exprimidas y desnaturalizadas, transferidos cuerpo y sabor al jugo. Él marca las tiras de wagyu para controlar el punto y lo cubre con ese terciopelo hecho con carnes menores. La chicha y el baño marrón conservan sus atributos. El conjunto funciona.
He tenido experiencias con el mismo epígrafe: una con Ferran Adrià, que en una clase de cocina quiso probar si el fricando de wagyu tenía sentido (y sí, lo tenía); otra con Paco Pérez, que lo metió en un bao (y qué bueno estaba).
La evolución de lo popular pasa la fractura de lo rutinario. Ahí, Kemuel, tienes un camino, o un bulevar.
La primera impresión al entrar en Carlitos es que comeré entre gigantes. La totalidad de las mesas son altas y los clientes se acomodan en taburetes. ¡Qué raro! Responde Carlos Triviño, dueño con su hermano Javier: «Abrimos hace ocho años. Queríamos algo formal pero informal». En ese dilema continúan: hay burrata (¡Barcelona debe de ser la capital mundial del lácteo!), hay gamba roja, hay tosta de panceta con coco tierno y albahaca (me llama la atención). Líneas diferentes de ataque. Quieren conservar al comensal temeroso y abrirse al temerario. ¿Qué hacer? ¿Cómo hacer?
Se desmelenan con el menú degustación, que me ofrecen. ¡Avante desde el puesto de vigía! Carta de vinos diseñada por Wineissocial: bien la garnacha Unsi.
Bocado de anguila-fuagrás-manzana: la célebre combinación de Montiel/Berasategui. Cuando se lo digo después a Kemuel, este no sabe de qué le hablo, pues él sacó la idea de otro restaurante. Es como el juego del teléfono: se pierde información con cada contacto.
Kemuel, hijo de alicantino y filipina, es aplicado y perseverante, no estudió en ninguna escuela de cocina y ha tenido como único maestro al primer chef de Carlitos, Armando Álvarez, al frente de Capet y Petit Capet. Por eso tiene mérito lo que hace pero, sobre todo –se intuye–, lo que está por hacer. «Yo no quería entrar en la cocina y ahora no quiero salir», explica con fe.
Chutan: la croqueta XL de carrillera de ternera (imprescindible), las alcachofas con erizo (más jugo de carne, y más presencia del equinoideo) y los guisantes con fideos de calamar y trufa (combinación rarita pero que sabe y huele bien), el canelón de mango y la torrija de 'brioche'.
Chuta regular: el San Pedro (pasado de cocción) con alcachofa y cebolla.
No chuta: el ceviche de lubina con pulpo y gamba, muy ácido y con pedrea de kiko.
¿Cómo se fragua la identidad de un cocinero? Estudio, práctica, sentido común, arrojo... Receta larga, compleja, agotadora, y que nunca sale a la primera.
LO+
El fricandó de wagyu, la croqueta y los guisantes.
LO-
El ceviche, en el que la acidez tapa la sutileza del pescado.
El fricandó de wagyu, la croqueta y los guisantes.
LO-
El ceviche, en el que la acidez tapa la sutileza del pescado.
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Pizzería Nonna Maria // Barcelona
Nonna Maria
Avenida de Sarrià, 50. Barcelona
T: 93.444.57.69
Precio medio (sin vino): 25 €
Solo es pizza (pero está muy buena)
A diferencia de otras pizzas totémicas que enlosan Barcelona, las de Nonna Maria no han fermentado durante tres días, ni llevan masa madre ni una mezcla alquímica de harinas, ni los bordes son regordetes y flexibles, ni están horneadas con leña a 450º grados.
Solo son pizzas (pero muy buenas).
Jérôme Quilbeuf es un cocinerazo, con currículo de general, así como su socia, Rie Yasui, que llevó la sala del desaparecido Sant Pau con un delicado equilibrio entre firmeza y simpatía.
Jérôme es francés, Rie es japonesa, la pizza es italiana. ¿Cualquiera puede amasar la insignia que bordan romanos y napolitanos? Cualquiera con perspicacia y conocimiento.
La inmigración de los italianos hizo que la rueda se adaptara a las circunstancias de cada país. Tienen fama las argentinas y su exceso de mozzarella, y las norteamericanas, divididas entre el estilo neoyorkino y chicagüense, este último, para estómagos de paquebote.
Sí, un francés puede hacer una pizza y una japonesa y, sobre todo, los dos pizzeros que defienden el fuerte de Nonna Maria: Andrea Viscardi y Luigi Domenico. Al frente de la sala, Eugenia Álvarez, también en funciones de sumiller: bien elegido ese Braó del 2014.
Sobre las fermentaciones de 72 horas, Jérôme dice: «Con 48 da un resultado que estoy satisfecho. Luego la masa pierde elasticidad». Harina italiana, aceite de oliva de arbequina de la Cooperativa de Cambrils, agua mineral de botella y horno eléctrico a 350º.
Y, oh, la cobertura: hace un millón de años, Fabián Martín, tan zarandeado, comenzó a construir –sobre la masa cocinada– con ingredientes que no habían sido horneados. Hoy, los pizzeros gurmets siguen ese modo de ensamblaje.
Una de las que zampo en la nueva ubicación de Nonna Maria –en la planta baja del Hotel Meliá Sarrià– sigue el proceso. La denominan Pizzaman, con 200 gramos de solomillo de ternera cocinado aparte y colocado encima antes de servir. Curri, burrata, parmesano, pasas, cilantro... Rica-rica. «La hice en Tokio, en el restaurante de mi amigo Hisato Hamada. ¡Los japoneses me llamaban Pizzaman!», refiere el cocinero-pizzero.
Tras dejar Sant Pau, Rie se hizo cargo del microlocal La Piccolina, donde lanzó el 'bocarroz': «¡Algunos clientes me lo siguen pidiendo». ¿Por qué no incluirlo en los entrantes? No desentonaría junto a la ensalada César (¡punto para el pollo!), el pelotazo de burrata con tomates y pesto de nueces y la empanadilla con ternera y jengibre (¡fuera el aliño de soja!). Ah, el postre, de una maravillosa sencillez: ¡plátano escalivado!
En la Nonna Maria original, la pareja tuvo una gran idea, que permanece en la nueva dirección y que recogerá un libro: piden cada mes a un colega que les diseñe una pizza. Me toca la que han pensado Paco Méndez y Albert Adrià: una dicha picante con chipotle, jalapeño y tomate.
¿Son mejores las masas complejísimas o las más simples? Doy la misma respuesta que cuando preguntan por las maduraciones de las carnes: ¿largas o cortas? Depende de qué manos toquen la materia, de si la manejan cirujanos o conductores de vehículos pesados.
Y esta masa flexible, sin bordes carbonizados, me convence.
LO+
La buena idea de la pizza del mes (de autor), y el plátano.
LO-
La empanadilla no necesita soja, demasiado salada.
La buena idea de la pizza del mes (de autor), y el plátano.
LO-
La empanadilla no necesita soja, demasiado salada.
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Restaurante Cinc Sentits // Barcelona
Cinc Sentits
Entença, 60. Barcelona
T: 93.323.94.90
Menús degustación (sin vino): 99 y 119 €
Entença, 60. Barcelona
T: 93.323.94.90
Menús degustación (sin vino): 99 y 119 €
Cada sala requiere de un cliente, y de una actitud. La del restaurante Cinc Sentits, en una nueva dirección –y ambición–, habla de sosiego y de pasos amortiguados. Me disuaden aquellos espacios con el festivo ambiente de los tanatorios y los de desenfrenado bullicio, en los que para hablar tienes que morder orejas.
Me sumergí en el relax de Cinc Sentits y reivindiqué el derecho al silencio. Mesas espaciosas y discretas, solo nueve (más un reservado y la mesa del chef), alrededor de un 'celobert' cubierto, que evita que los clientes se vean y chismorreen. Ya la recepción fue sorprendente: reencontré a Roser, la madre de Jordi Artal, el chef, que se ocupó de la chaqueta.
Desde ese cubículo accedí al lugar de bienvenida, llamado Faifó en recuerdo de las tierras del bisabuelo en La Torre de l’Espanyol, en la Ribera d’Ebre, de donde es originaria la familia Artal.
De pie, con la representación de un tronco a modo de mesa, tomé en porrón el vemut de Oller del Mas, a base de picapoll negre, y compadecí a mis vecinos de leño: dos ingleses que renunciaron al chorrito.
Con el restaurante poblado de extranjeros, me agradó la pedagogía del acto y el compromiso con la memoria.
Jordi es, a su vez, un 'outsider, nacido en Toronto, 'marquetiniano' en Silicon Valley, barcelonés desde el 2002 y cocinero autodidacta con el magisterio a su espalda de Roser y la abuela Sofía, centenaria desde hace un mes.
El catalán de Jordi ha sido rozado por los rasguños internacionales. Doblemente 'outsider' porque pese a defender una estrella Michelin (evaporada ¡con el traslado!) durante una década, nunca se le ha visto compartir actos con los compañeros de brillantina.
Muchas ganas de contar y de contarse porque antes de cada plato, un cartoncito explica qué lleva y después, al marchar, entregan una partitura con el origen de los principales productos.
Alta cocina en alto lugar. Potencia de fuego y pocos resbalones: un inútil aire de romero o unos pimientos de Padrón... cultivados en Catalunya. Después de los aperitivos 'emporronados' (destaco el arenque con sofrito de tomate), nueve platos y un par de 'petit fours': solo sirven dos menús, a 99 y 119 €.
Me entretengo con la navaja, su pilpil, la curiosidad del 'garum' de erizo de mar y, oh, el aguacate a la brasa: «Me interesa el humo», ventea Jordi. En el arenque, la ostra, el ciervo y la leche hay madera, llama, brasa.
En el cuadro de honor, el calamar sofrito y en tiras, con una salsa del molusco y aceite de picada.
La trucha de Tavascan a baja temperatura con crujiente de hinojo.
La papada marinada de cerdo con arroz cremoso de manzana.
El filete de ciervo con 'trinxat', y un último mordisco: un mini mollete con la espalda guisada.
Estupenda bodega gestionada por Eric Vicente con vinos que salen de las autopistas para recorrer los interesantes caminos secundarios: las manzanillas mellizas Levante y Poniente, el rarito rosado Le Rosé y Attis Mar, botella acunada por el Atlántico y con restos de fauna marina pegados al cristal.
El más 'extranjero', por decirlo de algún modo, de los chefs locales defiende el ingrediente de la esquina: «El aprecio que tengo por los productos del país es porque viví fuera muchos años».
Porrón (no dejo de reivindicarlo), 'garum', 'trinxat', sofrito, picada. Después, que los forasteros lo cuenten en sus casas.
Me sumergí en el relax de Cinc Sentits y reivindiqué el derecho al silencio. Mesas espaciosas y discretas, solo nueve (más un reservado y la mesa del chef), alrededor de un 'celobert' cubierto, que evita que los clientes se vean y chismorreen. Ya la recepción fue sorprendente: reencontré a Roser, la madre de Jordi Artal, el chef, que se ocupó de la chaqueta.
Desde ese cubículo accedí al lugar de bienvenida, llamado Faifó en recuerdo de las tierras del bisabuelo en La Torre de l’Espanyol, en la Ribera d’Ebre, de donde es originaria la familia Artal.
De pie, con la representación de un tronco a modo de mesa, tomé en porrón el vemut de Oller del Mas, a base de picapoll negre, y compadecí a mis vecinos de leño: dos ingleses que renunciaron al chorrito.
Con el restaurante poblado de extranjeros, me agradó la pedagogía del acto y el compromiso con la memoria.
Jordi es, a su vez, un 'outsider, nacido en Toronto, 'marquetiniano' en Silicon Valley, barcelonés desde el 2002 y cocinero autodidacta con el magisterio a su espalda de Roser y la abuela Sofía, centenaria desde hace un mes.
El catalán de Jordi ha sido rozado por los rasguños internacionales. Doblemente 'outsider' porque pese a defender una estrella Michelin (evaporada ¡con el traslado!) durante una década, nunca se le ha visto compartir actos con los compañeros de brillantina.
Muchas ganas de contar y de contarse porque antes de cada plato, un cartoncito explica qué lleva y después, al marchar, entregan una partitura con el origen de los principales productos.
Alta cocina en alto lugar. Potencia de fuego y pocos resbalones: un inútil aire de romero o unos pimientos de Padrón... cultivados en Catalunya. Después de los aperitivos 'emporronados' (destaco el arenque con sofrito de tomate), nueve platos y un par de 'petit fours': solo sirven dos menús, a 99 y 119 €.
Me entretengo con la navaja, su pilpil, la curiosidad del 'garum' de erizo de mar y, oh, el aguacate a la brasa: «Me interesa el humo», ventea Jordi. En el arenque, la ostra, el ciervo y la leche hay madera, llama, brasa.
En el cuadro de honor, el calamar sofrito y en tiras, con una salsa del molusco y aceite de picada.
La trucha de Tavascan a baja temperatura con crujiente de hinojo.
La papada marinada de cerdo con arroz cremoso de manzana.
El filete de ciervo con 'trinxat', y un último mordisco: un mini mollete con la espalda guisada.
Estupenda bodega gestionada por Eric Vicente con vinos que salen de las autopistas para recorrer los interesantes caminos secundarios: las manzanillas mellizas Levante y Poniente, el rarito rosado Le Rosé y Attis Mar, botella acunada por el Atlántico y con restos de fauna marina pegados al cristal.
El más 'extranjero', por decirlo de algún modo, de los chefs locales defiende el ingrediente de la esquina: «El aprecio que tengo por los productos del país es porque viví fuera muchos años».
Porrón (no dejo de reivindicarlo), 'garum', 'trinxat', sofrito, picada. Después, que los forasteros lo cuenten en sus casas.
LO+
Que hagan pedagogía con los clientes extranjeros y les muestren un porrón.
LO-
Un aire de romero que no aporta nada y los pimientos-que-no-son-de-Padrón.
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David Andrés ficha por Via Veneto tras salir de Àbac // Barcelona
Maletas con ruedas en marcha en la alta cocina barcelonesa: el 18 de mayo, el cocinero David Andrés hizo público un comunicado con el que dejaba atrás su etapa como jefe de cocina del restaurante Àbac, donde manda Jordi Cruz. El 25 de abril otra notificación había anunciado que Sergio Humada abandonaba Via Veneto para una aventura personal en Lasarte-Oria (Guipúzcoa) llamada Casa Humada. La oportunidad de un fichaje sin sangre (sin ‘robo’ a la competencia) era evidente: David se hará cargo de las heroicas –e históricas– cocinas de Via Veneto, establecimiento que ha superado el medio siglo alejado de la melancolía. El lunes comenzará la nueva etapa.
Apartemos los avisos y dirijámonos a los protagonistas. Con la salida de Sergio, que estuvo casi seis años en la calle de Ganduxer, los Monje, Josep (padre) y Pere (hijo), comenzaron a otear posibles delanteros, alguien que mereciera la camiseta del 10. El ‘entrenador’ Pere, quien dirige el restaurante, lo cuenta: “Estamos obligados a hacer seguimiento de gente con potencia. Teníamos muchas vías abiertas. Pero saber que David se había desvinculado de Àbac facilitó las cosas”. Aprecian el “extraordinario conocimiento técnico” del cocinero, pero les ha cautivado “la persona”. “Para el nivel de sintonía es muy importante”.
David, propietario del restaurante y hotel Somiatruites en Igualada, ha estado nueve años en Àbac, adonde llegó “sin saber usar el cuchillo” y de donde ha salido con competencia de cinturón negro en cocina. Un talento explosivo que dirigirá ahora una institución barcelonesa: “Tengo respeto. Es una oportunidad súper ‘top’. Quiero seguir avanzando. ¡Una casa tan sólida! Mucho respeto, y mucha ilusión”. Acierta con tener prudencia. Via Veneto ha sido una mina de chefs talentosos y determinantes: el citado Sergio, Carles Tejedor, Josep Muniesa y Josep Bullich.
David ha cumplido los 31 años. Sergio tenía menos de 30 cuando llegó. Es relevante señalar que un restaurante nacido en 1967 busca mentes frescas y, a la vez, experimentadas para una renovación permanente, capaces de que lo nuevo y lo viejo encajen. Pere Monje habla de “inconformismo” y de que el “talento llama al talento”. Y David de “simbiosis”. Quiere aprender y da, a cambio, “ambición y energía”. Fue campeón de hockey y sabe qué es ganar sobre ruedas.
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Restaurante Pervers // Barcelona
Hercegovina, 24. Barcelona
T: 93.684.65.71
Precio medio (sin vino): 15-20 €
Menú degustación: 22 €
La cocina marrana de Pervers
La 'greixonera de peu de porc', pecado balear, es un plato que responde a las intenciones del restaurante Pervers, también taberna poética, aunque el único verso al que me referiré pertenece a Neruda: 'Cebolla / luminosa redoma'.
Viciosa y corrompedora de dietas, la extremidad porcina resulta esponjosa gracias a los huevos. Una comida categórica que podría destruir la nueva raza de comensales ortoréxicos, los obsesionados con lo saludable.
El cocinero Albert Cambra trabajó cuatro años en Mallorca –y se nota– con la cocinera Maca de Castro, con responsabilidades en el departamento de I+D, que en aquella gran casa es I+T: Investigación+Tradición. Sin experiencia anterior ni posterior –tuvo una productora audiovisual–, el coraje es monumental.
Con Vera Sanahuja, que escribe y traduce y ha fichado a su padre, poeta, como programador, y Xavier Quintana han forjado este Pervers al que no hay que temer, puesto que no va sobre la práctica del 'bondage'–aunque estaría bien un fuet como aperitivo–, sino de reivindicar el placer en días amargos. «Mezclamos literatura y gastronomía», reivindica Vera.
En Berbena, otra pequeña casa de comidas, Carles Pérez de Rozas quería combatir con mantequilla y azúcar la pastelería desmayada y en la línea subversiva están los 'pervertidos'. Albert lo deja claro: «Nuestra ensalada está frita».
Me engolfo con facilidad, así que tomo el menú degustación de 22 euros con ¡nueve platos!, una bicoca en esta Barcelona para millonarios rusos.
A los tres socios les falta desmadrarse y usar las paredes como grito: ¡que hablen con poemas y platillos y bebercio!
Los de La Vinícola les han diseñado la carta de vinos (ejem-ejem algún precio) y casi todos se sirven a copas. Vera propone el blanco Foresta 2017 y el tinto Anexe del mismo año. Por supuesto, el syrah.
Este sitio se llamó El Bodeguín y fue célebre por sus tragos, y aunque sigue la estructura tubular, han dejado la cocina a la vista: Albert ve y lo ven.
El primer pase es un hígado de bacalao con galleta de almendra y huevo hilado –bocado de difícil manejo–, atrevido y con el dulce compensado.
Mejor aún, la sardina ahumada con 'pa de pessic' de sobrasada y migas: excelente, y lo será más cuando curen su propio pescado azul. Quedan claras las intenciones y la valentía.
Con la 'greixonera de peu de porc' (¡cocina marrana!) sobre coca de aceite llevamos tres soportes ricos, ocurrentes y caseros: el citado, la galleta y el 'pa de pessic'.
Croqueta: con la receta de la abuela del chef, Antonia, aunque seguro que ella marcaba más el sabor y contenía el rebozado.
Butifarra al vermut con 'hummus de mongetes', que Vera ha titulado Fahrenheit, en honor al relato de Ray Bradbury. La crema de legumbre, bien; el cerdo, perjudicado por el amargor del vino.
Remontamos con las mollejas y un adecuado toque de pieles de cítricos.
Intensa la tripa de bacalao con garbanzos y cayena: nunca antes se me habían pegado tanto los labios.
Redoble con el meloso de ternera.
Y sin tregua ni 'kale' ni 'espirulina', el canelón de membrillo y 'mató'.
En Mallorca, a la 'greixonera de peu de porc' también la llaman de 'els darrers dies'.
Si vamos a morir, al menos, seamos perversamente dichosos.
LO+
El 'pa de pessic', el 'peu de porc' y el meloso de ternera.
LO-
El amargo en la butifarra y la poca definición de la croqueta.
El 'pa de pessic', el 'peu de porc' y el meloso de ternera.
LO-
El amargo en la butifarra y la poca definición de la croqueta.
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Un árabe, un helicóptero y Bill Clinton
Nunca pensé que cenaría a un metro y medio de Bill Clinton. Tampoco que llegaría a Nueva York en un helicóptero junto a dos pijos treintañeros ni que un hombre con chilaba estaría recibiendo auxilio médico en el helipuerto justo antes de que nosotros partiéramos.
Parece una historia descabellada pero es una sencilla concatenación de hechos.
Había viajado a la Gran Manzana –qué nombre tan ridículo– para pasar unos días con el cocinero José Andrés, que acababa de inaugurar el multiespacio gastronómico Mercado Little Spain con los hermanos Adrià.
Dada la hora a la que aterrizaba y al punto al que iba –ese nuevo barrio llamado Hudson Yards, con seis rascacielos, y que se ha convertido en la ultimísima operación inmobiliaria de Manhattan al colonizar antiguos almacenes ferroviarios– me aconsejaron que volara en helicóptero desde el aeropuerto JFK, algo que me llenaba de inquietud y calambres después de ocho horas encajado en un avión.
Fue llegar al punto de despegue y encontrar al hombre con chilaba tumbado en una camilla y con electrodos, por lo que supuse que se le había alborotado el corazón. No era la mejor publicidad para volar bajo el paraguas de un rotor.
Me pregunté qué clase de tipos eran los clientes del servicio y aparecieron dos chavalotes con americanas y gafas de sol, ejecutivos con prisa y futuros dueños del mundo.
El día era turbio, Manhattan se teñía de marrón y el helicóptero bordeó el río Hudson –del color de la tripa de una sardina muerta– con algunos saltos preventivos. Bajamos y el corazón seguía en su sitio, latiendo con aceptable rutina. Supongo que el árabe sobrevivió a su viaje.
Dada la hora a la que aterrizaba y al punto al que iba –ese nuevo barrio llamado Hudson Yards, con seis rascacielos, y que se ha convertido en la ultimísima operación inmobiliaria de Manhattan al colonizar antiguos almacenes ferroviarios– me aconsejaron que volara en helicóptero desde el aeropuerto JFK, algo que me llenaba de inquietud y calambres después de ocho horas encajado en un avión.
Fue llegar al punto de despegue y encontrar al hombre con chilaba tumbado en una camilla y con electrodos, por lo que supuse que se le había alborotado el corazón. No era la mejor publicidad para volar bajo el paraguas de un rotor.
Me pregunté qué clase de tipos eran los clientes del servicio y aparecieron dos chavalotes con americanas y gafas de sol, ejecutivos con prisa y futuros dueños del mundo.
El día era turbio, Manhattan se teñía de marrón y el helicóptero bordeó el río Hudson –del color de la tripa de una sardina muerta– con algunos saltos preventivos. Bajamos y el corazón seguía en su sitio, latiendo con aceptable rutina. Supongo que el árabe sobrevivió a su viaje.
La recepción con los Clinton se iba a celebrar en la Biblioteca Pública, edificio cimentado con libros, y José Andrés era el invitado principal, al que premiarían por la labor humanitaria al frente de la ONG World Central Kitchen, sin duda el mejor de sus trabajos.
El compromiso de José no es un truco publicitario, sino el convencimiento de que la cocina puede cambiar el mundo.
En el hotel mudé de piel y de estatus gracias a la corbata y me fui a la gala sintiéndome el intruso que se cuela en el jardín por la puerta de atrás. Los porteros me pusieron enseguida en mi sitio y fui rescatado por Satchel, ayudante de José.
Dentro de la fiesta había una segunda fiesta, en la que los mayores benefactores de The Clinton Foundation se fotografiaban con el presidente, Hillary y la hija de ambos, Chelsea, embarazada. Hice algunas fotos con el móvil y el servicio secreto me pidió sin esconderse que me abstuviera de ese ejercicio.
El compromiso de José no es un truco publicitario, sino el convencimiento de que la cocina puede cambiar el mundo.
En el hotel mudé de piel y de estatus gracias a la corbata y me fui a la gala sintiéndome el intruso que se cuela en el jardín por la puerta de atrás. Los porteros me pusieron enseguida en mi sitio y fui rescatado por Satchel, ayudante de José.
Dentro de la fiesta había una segunda fiesta, en la que los mayores benefactores de The Clinton Foundation se fotografiaban con el presidente, Hillary y la hija de ambos, Chelsea, embarazada. Hice algunas fotos con el móvil y el servicio secreto me pidió sin esconderse que me abstuviera de ese ejercicio.
La cena fue bajo la cúpula de cristal del Celeste Bartos Forum. Los comensales habían pagado una fortuna por sentarse y la contraprestación era un chiste: manteles asalmonados, sillas blancas y fundas de azul esmeralda, hojas de palmeras como centros de mesa, un pinot noir que no bebería ni Bukowski y un bacalao más seco que uno de los pergaminos de la biblioteca.
El grupo de jazz impedía cualquier conversación, aunque escuché el resumen de la mujer que se sentaba a mi derecha: “Si no vas a ciertos sitios no eres nadie”. Clinton estaba en la mesa de al lado, la 13, y para resarcirme lo acribillé (¡glups!) a fotos. Seguro que al llegar a su mansión sintió que le habían robado el alma. Conversó poco con las personas que lo flanqueaban, que, por lo que me dijeron, eran estupendos contribuyentes.
Gafas blancas transparentes, en comunión con el cabello, y reloj XL en la muñeca izquierda. Lo más divertido fue la subasta benéfica. Pagaron 60.000 dólares por una botella de whisky firmada por Hillary y 120.000 por un viaje con Bill Clinton en avión privado para ver a los Rolling Stones. ¡Ah, qué juerga de septuagenarios!
Mientras escribo esto leo que se ha estrellado un helicóptero en el mismo punto al que llegué. El piloto, único ocupante, salió ileso. Me siento ahora como el hombre de la chilaba. ¿Dónde está el desfibrilador?
El grupo de jazz impedía cualquier conversación, aunque escuché el resumen de la mujer que se sentaba a mi derecha: “Si no vas a ciertos sitios no eres nadie”. Clinton estaba en la mesa de al lado, la 13, y para resarcirme lo acribillé (¡glups!) a fotos. Seguro que al llegar a su mansión sintió que le habían robado el alma. Conversó poco con las personas que lo flanqueaban, que, por lo que me dijeron, eran estupendos contribuyentes.
Gafas blancas transparentes, en comunión con el cabello, y reloj XL en la muñeca izquierda. Lo más divertido fue la subasta benéfica. Pagaron 60.000 dólares por una botella de whisky firmada por Hillary y 120.000 por un viaje con Bill Clinton en avión privado para ver a los Rolling Stones. ¡Ah, qué juerga de septuagenarios!
Mientras escribo esto leo que se ha estrellado un helicóptero en el mismo punto al que llegué. El piloto, único ocupante, salió ileso. Me siento ahora como el hombre de la chilaba. ¿Dónde está el desfibrilador?
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Restaurante Oníric // Barcelona
Taverna Oníric
Indústria, 79. Barcelona
T: 93.525.23.33
Precio medio (sin vino): 20-25 €
Enganchado a la raya y a la coca
Indústria, 79. Barcelona
T: 93.525.23.33
Precio medio (sin vino): 20-25 €
Enganchado a la raya y a la coca
He vuelto al local que ocupó el primer Alkimia, que ahora se llama Oníric y es el sueño de Miquel Centelles, que fue empleado de Jordi Vilà en Vivanda y en Saltimbocca/Dopo, aquel italiano que se fundió como la mozzarella.
Oníric es una taberna, palabra que junto a bodega ha regresado a nuestro vocabulario limpia de telarañas y termitas. Pequeño formato que busca la bulla y la desenvoltura, tiene en Barcelona algunos representantes de última hora, con propietarios sin canas: Pervers, Berbena, L’Artesana, Teòric, Last Monkey... El que está más cerca de la estirpe rota de los bistronómics es Cruix.
Los jóvenes chefs temen el término restaurante por lo que le suponen de solemne y lo que han conseguido es que ni las tabernas ni las bodegas modernas sean lo que sugieren ser.
Tenga el apelativo que tenga, en Oníric se come con realismo y sin ensoñaciones: una croqueta es una croqueta y unos macarrones son unos macarrones. ¡Y qué bien y qué buenos ambos! Existe la cocina realista, así como la romántica, la histórica y la negrocriminal, que es la que da disgustos.
De las escuelas croquetiles dominantes, esta –de pollo rustido– pertenece a la melosa más que a la fluida, con un buen crujiente externo y queso El Pilós rallado encima.
Respecto de la escuela macarronil, está alineado con la del sofrito sin apenas salsa, en la línea de Jordi Vilà en Al Kostat/Alkimia: rigatoni de la casa Benedetto Cavalieri con pollo, papada, butifarra, tomate y emmental gratinado.
«Cocina catalana, cocina reconocible, con un toque personal. Fricandó, albóndigas con sepia...», enumera Miquel. Lo dicho: una narrativa realista.
Y del recetario francés, la raya a la mantequilla negra, preparación para yonquis del pescado alado.
Las rayas de Estimar, Marea Alta, La Barra de Carles Abellan, La Mar Salada, Yakumanka, Bicnic y poco más. ¿Por qué la cometa cartilaginosa, fácil de comer y de refinado y untuoso sabor, atrae poco a los chefs?
Además de mantequilla, la 'rayada' de Oníric lleva 'ponzu', soja, lima, Perrins y juliana de 'shisho' verde, y brócoli encima. Muy buena, así como la coca de lengua de buey con crema agria, manzana y apio osmotizados, cebolla tierna y estragón. Enganchado a la raya y a la coca.
Sí al 'steak tartar' de vaca (reduciría la soja) con un brochazo de salsa Café de París, pero, amigos, ¡qué patatas fritas con dos cortes y variedades, agria y monalisa!
Apuro la copa del tinto Llavors y detengo los dedos en el aire con la última patata untada en yema de huevo. Lo escribí hace mucho, y me reitero: si en un restaurante preparan bien ese acompañamiento tan principal, puedes estar seguro de que harán bien lo demás.
Dos postres que me obligarán a volver caminando al trabajo, y ninguna queja porque están de primera: una torrija pasada al momento por la sartén y un tiramisú oculto bajo el mascarpone. Siempre me asombra el éxito del tiramisú. ¿Acaso existe un lobi?
Miquel, dice, llegó tarde a la cocina, aunque su militancia sentimental comenzó como auxiliar de la abuela los domingos de canelones.
Oníric es una taberna, palabra que junto a bodega ha regresado a nuestro vocabulario limpia de telarañas y termitas. Pequeño formato que busca la bulla y la desenvoltura, tiene en Barcelona algunos representantes de última hora, con propietarios sin canas: Pervers, Berbena, L’Artesana, Teòric, Last Monkey... El que está más cerca de la estirpe rota de los bistronómics es Cruix.
Los jóvenes chefs temen el término restaurante por lo que le suponen de solemne y lo que han conseguido es que ni las tabernas ni las bodegas modernas sean lo que sugieren ser.
Tenga el apelativo que tenga, en Oníric se come con realismo y sin ensoñaciones: una croqueta es una croqueta y unos macarrones son unos macarrones. ¡Y qué bien y qué buenos ambos! Existe la cocina realista, así como la romántica, la histórica y la negrocriminal, que es la que da disgustos.
De las escuelas croquetiles dominantes, esta –de pollo rustido– pertenece a la melosa más que a la fluida, con un buen crujiente externo y queso El Pilós rallado encima.
Respecto de la escuela macarronil, está alineado con la del sofrito sin apenas salsa, en la línea de Jordi Vilà en Al Kostat/Alkimia: rigatoni de la casa Benedetto Cavalieri con pollo, papada, butifarra, tomate y emmental gratinado.
«Cocina catalana, cocina reconocible, con un toque personal. Fricandó, albóndigas con sepia...», enumera Miquel. Lo dicho: una narrativa realista.
Y del recetario francés, la raya a la mantequilla negra, preparación para yonquis del pescado alado.
Las rayas de Estimar, Marea Alta, La Barra de Carles Abellan, La Mar Salada, Yakumanka, Bicnic y poco más. ¿Por qué la cometa cartilaginosa, fácil de comer y de refinado y untuoso sabor, atrae poco a los chefs?
Además de mantequilla, la 'rayada' de Oníric lleva 'ponzu', soja, lima, Perrins y juliana de 'shisho' verde, y brócoli encima. Muy buena, así como la coca de lengua de buey con crema agria, manzana y apio osmotizados, cebolla tierna y estragón. Enganchado a la raya y a la coca.
Sí al 'steak tartar' de vaca (reduciría la soja) con un brochazo de salsa Café de París, pero, amigos, ¡qué patatas fritas con dos cortes y variedades, agria y monalisa!
Apuro la copa del tinto Llavors y detengo los dedos en el aire con la última patata untada en yema de huevo. Lo escribí hace mucho, y me reitero: si en un restaurante preparan bien ese acompañamiento tan principal, puedes estar seguro de que harán bien lo demás.
Dos postres que me obligarán a volver caminando al trabajo, y ninguna queja porque están de primera: una torrija pasada al momento por la sartén y un tiramisú oculto bajo el mascarpone. Siempre me asombra el éxito del tiramisú. ¿Acaso existe un lobi?
Miquel, dice, llegó tarde a la cocina, aunque su militancia sentimental comenzó como auxiliar de la abuela los domingos de canelones.
Un día del 2006 comió en Alkimia y el entusiasmo fue tal que pidió trabajo a Jordi Vilà.
Ha regresado al lugar en el que se inició en la alta cocina, ya como propietario, y con el máximo respeto a la patata frita.
Ha regresado al lugar en el que se inició en la alta cocina, ya como propietario, y con el máximo respeto a la patata frita.
LO+
La raya a la mantequilla negra, la coca de lengua de buey (sin temor a la casquería) y las patatas.
LO-
Exceso de toque salado en el 'steak tartar'. Tendrían que mejorar la oferta de vino a copas.
La raya a la mantequilla negra, la coca de lengua de buey (sin temor a la casquería) y las patatas.
LO-
Exceso de toque salado en el 'steak tartar'. Tendrían que mejorar la oferta de vino a copas.
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Marisquería Carballeira // Barcelona
Carballeira
Reina Cristina, 3 Barcelona
T: 93.310.10.06
Precio medio (sin vino): 50 €
LO+
La acertada cocción de los moluscos y el marisco. La suculencia del rodaballo.
LO-
El punto del langostino, demasiado hecho, y la poca definición de sabor del arroz 'a banda'.
Reina Cristina, 3 Barcelona
T: 93.310.10.06
Precio medio (sin vino): 50 €
Leopoldo Pomés y el placer sin complicaciones
Después de sentarse y apoyar en la pared el bastón con mango de plata, Leopoldo Pomés abre una carterita y descubre una pequeña cámara Sony y un estuche con dos bolígrafos.
Durante la comida en Carballeira, restaurante del que es copropietario y que festeja los 75 años, la Sony y los instrumentos de escritura seguirán en el mismo lugar, al alcance de la mano derecha, y solo al final disparará alguna foto.
Porque camino de los 88 años, Leopoldo no renuncia a la gran imagen, o a la gran imagen pequeña. Preguntado por la búsqueda continua, cita a Goethe: «Pensar es más interesante que saber, pero menos interesante que mirar».
Su hijo Poldo, que lo acompaña, ofrece un inesperado aporte cíborg: «Él querría tener una cámara en los ojos».
La materia de la crónica es doble: la comida de Carballeira y la mirada de Leopoldo. La fragancia de la brasa da la bienvenida. Vitrina con pescados y moluscos y hielos, donde resalta el rojo vivaz de los crustáceos. Una barra y motivos marineros que no atragantan. Comedores con hombres de negocios en este martes de sol en prácticas. Los fines de semana son para las familias jubilosas.
Al frente de la cocina abierta, el chef Pedro Sánchez, que cuando es felicitado al final, dirá con la sorna de los experimentados, de los que tienen el callo del oficio: «Gracias por dejarme seguir una semana más en 'Masterchef'», en referencia a esos 'realitys' televisivos en los que trinchan a los concursantes.
El director del establecimiento, Ángel Alonso, toma nota del surtido de mariscos para los omnívoros y de las peticiones especiales para Leopoldo, al que han obligado a renunciar a ciertos alimentos y a los que se suman otros con los que mantiene una relación superficial. Esta etapa de restricciones va acompañada por algún hallazgo: «Me he aficionado a la sidra». En el Empordà toma de la casa Mooma, con baja graduación.
La siguiente sorpresa es el poco entusiasmo por la cáscara y la concha. Entonces, ¿para qué meterse en una marisquería con Gemma Llagostera, Pancho Izquierdo y otros socios? «Para reivindicar la restauración clásica». Los manteles blancos –accidentalmente salpicados por el rocío naranja de los percebes– y las maneras educadas.
Leopoldo bebe cerveza sin alcohol y no toca la (buena) mencía Tolo do Xisto, elaborada por Coca i Fitó en Monforte de Lemos, que resume el espíritu galaico-catalán de Carballeira. En la primera tanda, lo frío: las ostras, los percebes y las quisquillas, fogonazo del que Leopoldo extrae una pieza.
Al llegar el bodegón, ha hecho un mohín estético: las puntas en alto de las canaíllas afean el conjunto.
La tortilla al estilo de Betanzos (fluida, buena) con picadillo de chorizo despierta su interés, y la sonrisa se abre paso en la barba, así como con la coca con tomate. Él es un 'pancontomatólogo' experto, con un libro dedicado a la especialidad. Poldo sabe qué sucederá de inmediato: su padre pedirá más aceite. Y así es. El aceite de oliva virgen extra y lo crujiente son dos fetiches pomesianos.
Después de sentarse y apoyar en la pared el bastón con mango de plata, Leopoldo Pomés abre una carterita y descubre una pequeña cámara Sony y un estuche con dos bolígrafos.
Durante la comida en Carballeira, restaurante del que es copropietario y que festeja los 75 años, la Sony y los instrumentos de escritura seguirán en el mismo lugar, al alcance de la mano derecha, y solo al final disparará alguna foto.
Porque camino de los 88 años, Leopoldo no renuncia a la gran imagen, o a la gran imagen pequeña. Preguntado por la búsqueda continua, cita a Goethe: «Pensar es más interesante que saber, pero menos interesante que mirar».
Su hijo Poldo, que lo acompaña, ofrece un inesperado aporte cíborg: «Él querría tener una cámara en los ojos».
La materia de la crónica es doble: la comida de Carballeira y la mirada de Leopoldo. La fragancia de la brasa da la bienvenida. Vitrina con pescados y moluscos y hielos, donde resalta el rojo vivaz de los crustáceos. Una barra y motivos marineros que no atragantan. Comedores con hombres de negocios en este martes de sol en prácticas. Los fines de semana son para las familias jubilosas.
Al frente de la cocina abierta, el chef Pedro Sánchez, que cuando es felicitado al final, dirá con la sorna de los experimentados, de los que tienen el callo del oficio: «Gracias por dejarme seguir una semana más en 'Masterchef'», en referencia a esos 'realitys' televisivos en los que trinchan a los concursantes.
El director del establecimiento, Ángel Alonso, toma nota del surtido de mariscos para los omnívoros y de las peticiones especiales para Leopoldo, al que han obligado a renunciar a ciertos alimentos y a los que se suman otros con los que mantiene una relación superficial. Esta etapa de restricciones va acompañada por algún hallazgo: «Me he aficionado a la sidra». En el Empordà toma de la casa Mooma, con baja graduación.
La siguiente sorpresa es el poco entusiasmo por la cáscara y la concha. Entonces, ¿para qué meterse en una marisquería con Gemma Llagostera, Pancho Izquierdo y otros socios? «Para reivindicar la restauración clásica». Los manteles blancos –accidentalmente salpicados por el rocío naranja de los percebes– y las maneras educadas.
Leopoldo bebe cerveza sin alcohol y no toca la (buena) mencía Tolo do Xisto, elaborada por Coca i Fitó en Monforte de Lemos, que resume el espíritu galaico-catalán de Carballeira. En la primera tanda, lo frío: las ostras, los percebes y las quisquillas, fogonazo del que Leopoldo extrae una pieza.
Al llegar el bodegón, ha hecho un mohín estético: las puntas en alto de las canaíllas afean el conjunto.
La tortilla al estilo de Betanzos (fluida, buena) con picadillo de chorizo despierta su interés, y la sonrisa se abre paso en la barba, así como con la coca con tomate. Él es un 'pancontomatólogo' experto, con un libro dedicado a la especialidad. Poldo sabe qué sucederá de inmediato: su padre pedirá más aceite. Y así es. El aceite de oliva virgen extra y lo crujiente son dos fetiches pomesianos.
Hablamos de platos de la memoria y citan un lomo de cerdo y un bacalao a la 'llauna' de la tía Rosa. Disfruta después con el pulpo (bien-bien), pero, sobre todo, con la patata. La exaltación tranquila de los placeres sin complicaciones.
Siempre se ha tenido a Leopoldo por un gurmet pero es un hedonista, alguien que estruja lo que vive y disfruta hasta la última gota y el estallido de la luz en ella. Está más delgado y, al caminar, la gran estatura hace que parezca un barco desarbolado. Susurra más que habla y sonríe, y es de una amabilidad reconfortante.
La camarita Sony y los bolígrafos continúan en la mesa. Sostienen la curiosidad y la forma de mirar. La esperanza de encontrar.
El siguiente servicio lo complace: encuentra armonía en la bandeja de calientes, en la disposición del berberecho, el mejillón, la zamburiña, la navaja, el calamar (cocciones perfectas), la cigala y el langostino (algo duro).
Presentan el arroz 'a banda', que el fotógrafo y publicista y esteta y escritor (pronto se publicarán las memorias, 'No era pecado', que quienes han leído consideran suculentas) altera con aceite de oliva y cebolla, también aceitada. Imito su proceder y creo que el añadido de la grasa y el crujiente del bulbo lo modifican para bien, reforma que con seguridad no agradará al cocinero (ni a mí si lo hubiera preparado).
El rodaballo, hecho en la parrilla del Josper, es superior. La carne jugosa, el exterior tostado. Me sirven un triángulo de placer con verduras.
Pregunto a Leopoldo cuál es la mejor comida del mundo: «Huevo frito con arroz blanco». No sé si eso cambia con la edad y si hubiera respondido lo mismo hace una década o dos.
Renuncia a la tarta Sacher y se concentra en la oreja de fraile, que rompe con una cuchara en fragmentos dulces y anisados. Una masa delgada y crujiente y quebradiza.
En la pared frente a nuestra mesa cuelga una de las fotografías de Leopoldo, tomada en 1953 en este mismo edificio. El puerto, el tren, el vapor como atmósfera de un tiempo que se evaporaba.
Carballeira, abierto en 1944, existía. Ya todo es visto o imaginado desde la óptica del tiempo.
Siempre se ha tenido a Leopoldo por un gurmet pero es un hedonista, alguien que estruja lo que vive y disfruta hasta la última gota y el estallido de la luz en ella. Está más delgado y, al caminar, la gran estatura hace que parezca un barco desarbolado. Susurra más que habla y sonríe, y es de una amabilidad reconfortante.
La camarita Sony y los bolígrafos continúan en la mesa. Sostienen la curiosidad y la forma de mirar. La esperanza de encontrar.
El siguiente servicio lo complace: encuentra armonía en la bandeja de calientes, en la disposición del berberecho, el mejillón, la zamburiña, la navaja, el calamar (cocciones perfectas), la cigala y el langostino (algo duro).
Presentan el arroz 'a banda', que el fotógrafo y publicista y esteta y escritor (pronto se publicarán las memorias, 'No era pecado', que quienes han leído consideran suculentas) altera con aceite de oliva y cebolla, también aceitada. Imito su proceder y creo que el añadido de la grasa y el crujiente del bulbo lo modifican para bien, reforma que con seguridad no agradará al cocinero (ni a mí si lo hubiera preparado).
El rodaballo, hecho en la parrilla del Josper, es superior. La carne jugosa, el exterior tostado. Me sirven un triángulo de placer con verduras.
Pregunto a Leopoldo cuál es la mejor comida del mundo: «Huevo frito con arroz blanco». No sé si eso cambia con la edad y si hubiera respondido lo mismo hace una década o dos.
Renuncia a la tarta Sacher y se concentra en la oreja de fraile, que rompe con una cuchara en fragmentos dulces y anisados. Una masa delgada y crujiente y quebradiza.
En la pared frente a nuestra mesa cuelga una de las fotografías de Leopoldo, tomada en 1953 en este mismo edificio. El puerto, el tren, el vapor como atmósfera de un tiempo que se evaporaba.
Carballeira, abierto en 1944, existía. Ya todo es visto o imaginado desde la óptica del tiempo.
Leopoldo tiene 87 años. Carballeira, 75. La foto, 66. El pescado y los mariscos, del día.
LO+
La acertada cocción de los moluscos y el marisco. La suculencia del rodaballo.
LO-
El punto del langostino, demasiado hecho, y la poca definición de sabor del arroz 'a banda'.
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Restaurante L'Horta // Tavertet / Osona
L'Horta
Call de Can Baró, 2. Tavertet
T: 93.103.50.05
Precio medio (sin vino): 45 €
Menú mediodía: 15 € (solo martes)
Call de Can Baró, 2. Tavertet
T: 93.103.50.05
Precio medio (sin vino): 45 €
Menú mediodía: 15 € (solo martes)
Una voz que seguir en Tavertet
Jordi Coromina es singular. La cocina de L’Horta es singular. Los trotamundos viajan a los hielos y a las selvas y a Júpiter para degustar localismos de dudoso valor gastronómico y que encumbran para justificar el penoso viaje. Entonces, ¿por qué no ir más cerca, hasta Tavertet y sus montañas, en Osona, donde encontrarán una cocina particular que está rica?
Y eso que, durante la cena, hay un emplatado que me deja muerto, lo que indica dos cosas: que Jordi es un tío independiente y que le importa un bledo la belleza según la dictadura de Instagram. Romanesco laminado y aliñado con aceite, sal y vinagre de ajo rustido; debajo, oculta, una yema de huevo curada con soja y, a los lados, despreocupadamente, la cebolla tierna a la brasa. ¿Y? Poco agraciado, pero bueno. Que sí. Bueno.
Enunciados tan desconcertantes como satisfactorios al comer, y con la misma orientación estética. Tupinambo y apionabo. Zanahoria glaseada y chirivía rallada. Calabaza, café y clara de huevo. Guisantes, salsifí y hojas de malva. Coles de Bruselas, lechuga y espuma de leche. Nabo e hinojo fermentado.
¿En común? La simplicidad, la franqueza, la suavidad del choque entre algunos ingredientes y el uso generalizado de hortalizas.
Se buscó la vida en Londres y curró en un vegetariano, fue jefe de cocina con Nandu Jubany, emigró a los países nórdicos y se entusiasmó en Bélgica con Kobe Desramaults. En el 2016 se instaló en estos bosques, y en esta fe.
«Con las verduras me encuentro a gusto, pero no es que busque ese estilo, es que me sale así. Estoy solo en la cocina». Y aunque fueran más, Jordi no está seguro de que eso lo mejorara como chef. Aunque, sin duda, trabajaría desahogado y veloz.
Es una reflexión interesante sobre cómo las condiciones construyen una cocina y una forma de cocinar. ¿A más equipo hay más clarividencia culinaria?
En Tavertet, con poco más de cien habitantes, cinco restaurantes compiten por los clientes. L’Horta fue el bar del pueblo y conserva una barra con fotografías de los habitantes. El lugar del televisor, moderno tótem de la tribu, lo ocupa el cuadro de un caballo: «Es chino. Lo consiguió un amigo anticuario». La imagen nada tiene que ver con el entorno ni con la comida, ni siquiera con el espacio, pero encaja. La serenidad del caballo es la de esta casa.
El símbolo de L’Horta es el círculo japonés llamado 'enso': «Todo y nada. Tal como soy. Dudo, sí». El verbo dudar lo he metido yo en la conversación porque Jordi me parece vacilante, no así los platos, que tienen convicción. 'Enso' representa lo espontáneo y lo efímero.
Seguimos con la solidez del arroz seco con anguila y becada (la variedad es inadecuada: carnaroli).
El remate es una pintada, qué ave, qué festín: la piel con un paté de becada, la pechuga a la brasa y los muslos, las alas, el cuello y la molleja rustidos con vino rancio, cebolla y ajedrea. Dice que volverá a tener en junio: que no se le escape a ningún gurmet.
¿Postre? Pera escalivada, kéfir y ron.
Pan excelente de Miquel Saborit y oferta de vinos singulares: bravo por Sicus, 9 + Mèdol y Vega Aixalà.
Quien quiera encontrar una voz propia, que siga las curvas hasta Tavertet.
LO+
Tener una visión culinaria y seguir con ella hasta el final.
LO-
La variedad carnaroli para un arroz seco.
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Barcelona, campeona con Disfrutar y Tickets // The World’s 50 Best Restaurants
En esta ocasión, The World’s 50 Best Restaurants ha resbalado, ya sin freno ni cinturón, por la rampa del lujo absoluto: de Bilbao y la ría de acero a Singapur, al complejo Marina Bay Sands, esas tres torres que representan el poderío de la ciudad-estado. Más que de cocina, esto (ya solo) trata de dinero. Consigue la gala quien más paga. Las oficinas de turismo lanzan miles y miles de euros o dólares para atrapar el episodio, y alguien debería fiscalizar si es rentable para el territorio.
Ha ganado Mirazur, de Mauro Colagreco, y pese a que solo se ha movido dos puestos (El Celler de Can Roca y Osteria Francescana desaparecen por haber sido número 1), eso significa el colapso en el sistema de reservas. Lo mejor de la lista es la claridad del mensaje: solo hay un vencedor. Noma (que ha entrado de nuevo tras una reapertura), Etxebarri (¡un asador en el tres!), Gaggan, Geranium, Central, Mugaritz (¡eterno! 14 años arriba de todo), Arpège, Disfrutar (¡Barcelona Power!) y Maido acompañana a Mirazur en el Club de los 10.
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Barcelona, que no es Singapur y solo tiene dos torres, mejora su posición como ciudad-estado gastro: Disfrutar, el restaurante de Oriol Castro, Eduard Xatruch y Mateu Casañas, se coloca el 9, y Tickets, de Albert Adrià, el 20. Avanza más lento de lo deseado el otro espacio de Adrià en el inventario, Enigma, en el 82.
Es una excelente noticia para la ciudad, que la retrata como destino obligatorio para los gastrónomos –y la subespecie de los ‘foodies’–, pero que debería poner en alerta al Ayuntamiento por si alguien de The World’s 50 Best Restaurants quiere pasar la factura por una futura y (prescindible) organización de uno de estos certámenes con pajarita y lamé. Barcelona, que ya es un anuncio, no lo necesita. No cabe un turista esferificado más. La oferta de Disfrutar y de Tickets, y de Enigma, es fuera de serie y serían unos merecidísimos número uno. Cuidado con Euskadi, superpotencia: Etxebarri (3), Mugaritz (7), Azurmendi (14), Elkano (30) y Nerua (32).
Además del ganador, otra una noticia revolucionaria en el piso más alto del edificio: los ganadores de otros años han conseguido salir de la competición y quedarse congelados en una placentera eternidad. El Celler de Can Roca nunca más será el mejor restaurante del mundo pero tampoco dejará de serlo. Ni la Osteria Francescana ni Eleven Madison Park, por citar alguno. Se evitan la humillación que otros 'cracks' sufrieron, que es una caída sin paracaídas de la torre. En el pavimento hay un buen número de chefs estrellados.
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Los gestores de este acontecimiento son muy espabilados: entendieron que con 50 llegaban a pocos cocineros –trafican con esas figuritas, de porcelana o marfil–, así que el inventario de 50 ha sido hasta ahora de 100, que ha crecido, en esta edición, a ¡120! Incomprensible, a menos que necesiten comparsas para dar relevancia al fastuoso chiringuito. Los puestos entre el 51 y el 120 fueron desvelados con anterioridad: Arzak, en el 53; Diverxo, el 75; Quique Dacosta, el 81; Martín Berasategui, el 87 y Aponiente, el 94.
También había sido anunciado un galardón viejo y discutidísimo (por segregar a las mujeres): la mejor cocinera, esta vez, Daniela Soto-Innes, del restaurante neoyorquino Cosme, que firma con un hombre, Enrique Olvera (su casa, Pujol, está en el puesto 12). Y un premio nuevo, llamado Icon, que ha recaído en José Andrés, uno de los pocos chefs que sí puede ser considerado icónico.
Barcelona, que no es Singapur y solo tiene dos torres, mejora su posición como ciudad-estado gastro: Disfrutar, el restaurante de Oriol Castro, Eduard Xatruch y Mateu Casañas, se coloca el 9, y Tickets, de Albert Adrià, el 20. Avanza más lento de lo deseado el otro espacio de Adrià en el inventario, Enigma, en el 82.
Es una excelente noticia para la ciudad, que la retrata como destino obligatorio para los gastrónomos –y la subespecie de los ‘foodies’–, pero que debería poner en alerta al Ayuntamiento por si alguien de The World’s 50 Best Restaurants quiere pasar la factura por una futura y (prescindible) organización de uno de estos certámenes con pajarita y lamé. Barcelona, que ya es un anuncio, no lo necesita. No cabe un turista esferificado más. La oferta de Disfrutar y de Tickets, y de Enigma, es fuera de serie y serían unos merecidísimos número uno. Cuidado con Euskadi, superpotencia: Etxebarri (3), Mugaritz (7), Azurmendi (14), Elkano (30) y Nerua (32).
Además del ganador, otra una noticia revolucionaria en el piso más alto del edificio: los ganadores de otros años han conseguido salir de la competición y quedarse congelados en una placentera eternidad. El Celler de Can Roca nunca más será el mejor restaurante del mundo pero tampoco dejará de serlo. Ni la Osteria Francescana ni Eleven Madison Park, por citar alguno. Se evitan la humillación que otros 'cracks' sufrieron, que es una caída sin paracaídas de la torre. En el pavimento hay un buen número de chefs estrellados.
Los gestores de este acontecimiento son muy espabilados: entendieron que con 50 llegaban a pocos cocineros –trafican con esas figuritas, de porcelana o marfil–, así que el inventario de 50 ha sido hasta ahora de 100, que ha crecido, en esta edición, a ¡120! Incomprensible, a menos que necesiten comparsas para dar relevancia al fastuoso chiringuito. Los puestos entre el 51 y el 120 fueron desvelados con anterioridad: Arzak, en el 53; Diverxo, el 75; Quique Dacosta, el 81; Martín Berasategui, el 87 y Aponiente, el 94.
También había sido anunciado un galardón viejo y discutidísimo (por segregar a las mujeres): la mejor cocinera, esta vez, Daniela Soto-Innes, del restaurante neoyorquino Cosme, que firma con un hombre, Enrique Olvera (su casa, Pujol, está en el puesto 12). Y un premio nuevo, llamado Icon, que ha recaído en José Andrés, uno de los pocos chefs que sí puede ser considerado icónico.
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Restaurante L'Home dels Nassos // Barcelona
L'Home dels Nassos
Melcior de Palau, 62. Barcelona
T: 633.197.667
Menús degustación (sin bebida): 37 y 57 €
Hay que tener narices
Sí, L’Home dels Nassos es un restaurante excepcional, por atípico, por bizarro. Por imprudente. Sí, hay que tener narices para ofrecer un repertorio de alta cocina en una callecita del barrio de Sants y en un establecimiento para 12 bocas. Sí, lo que hacen Georgina Junqué y Robert Abella merece palmas y doble voltereta: sin ayuda –y de tenerla, se enredarían– sacan adelante un menú degustación con 12 platos, platitos o bocados.
Superado el 'shock' del espacio –no porque sea inadecuado, sino por la sencillez, a años luz de los envoltorios que acostumbran a forrar este tipo de ofertas–, aparece la filosofía de L’Home dels Nassos, que explica Robert mientras Georgina arranca el servicio en una de las cocinas más diminutas de Barcelona, de... ¿cuatro metros cuadrados?
No aceptan tarjetas de crédito. Solo hay dos menús. El más largo ('Pell') está ordenado en «cuatro escenarios». En la mesa, una manzana de plástico contiene una hoja con 'haikus' para leer con la llegada de cada 'plato combinado', por decirlo con un lenguaje de proximidad.
Llevo años en este oficio y mi capacidad de sorpresa es menor que la de un lémur con ojos de palmo. Otros se irritarían con el cuento introductor: no me molesta porque aprecio lo trabajoso –y sincero– de escribir los poemas. Y las construcciones (tronco, sillita y red metálica, caja con hojas de papel...), que irán trayendo me causan más preocupación que fastidio porque Georgina y Robert se complican la vida como acróbatas chinos.
Corta carta de vinos, creo que por falta de espacio, aunque Robert dice que «por rotación». «Vinos catalanes, curiosidades», sigue. Bien el mandó 2015 de Abadal.
'Arrels': primer plato combinado o «escenario». Polvorón de arcilla y remolacha. Terciopelo de nabo y queso, al que hay que añadir unos guisantes. 'Calçot' confitado con bechamel de 'cep', tupinambo, mantequilla de anchoa.
Robert cuenta lo importante que es la «parte visual» y la inspiración: la sensación de tierra y humedad, el huerto acabado de regar. De acuerdo, la sugestión ayuda, aunque nada funciona si el sabor naufraga.
Detecto, eso sí, un exceso de ingredientes, que a veces se inhabilitan los unos a los otros. Y el temor a que la tercera parte de cada «escenario», situado delante del comensal, se enfríe.
'Cabotatge'. Bombón de berberecho. Atún, crema de ajo negro y algarroba y arroz inflado. Corvina con fideos de té verde y caldo de 'lluerna' y avellana (sobra aquí la pieza noble de pescado, ¿para-qué-más-cosas? ).
Els ancestres («volver a casa de los abuelos»). Bikini de sobrasada y mantequilla de tomillo. Alcachofas, judías de Santa Pau y crestas de gallo. Canelón de pollo, ratafía, pera, chocolate... Bueno, claro, pero con demasiados elementos.
Espais buits. Cremoso de flor de naranjo, néctar, miel, sake, cera. Árbol con copa de azúcar hilado, flores, chocolate, tierra de almendras, yogur. Piedra de oro.
Son autodidactas (ella trabajaba en turismo, él era violinista), lo que engrandece el proyecto. 'Mise en place' diabólica, el día entero en la cocina, así que solo abren de noche (excepto los sábados).
La Dona i l’Home dels Nassos. Las narices grandes, potentes e irreductibles de Georgina y Robert.
LO+
Que desarrollen complejidades en condiciones desfavorables.
LO-
El exceso de ingredientes en algunos platos.
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Restaurante Nairod // Barcelona
Nairod
Aribau, 141 . Barcelona
T: 93.808.92.60
Precio medio (sin vino): 40 €
Bogavante y huevo, ¿para qué más?
David Rustarazo, alias Rusti, es un cocinerazo, un viejo cocinero de 35 años. Barbas de capitán Ahab e inseguridades de cazador de ballenas: «¿Es buen momento o no para lanzar el arpón?», parece preguntarse. Y lo es porque con platos como el 'suquet' de bogavante, patatas y huevo curado los clientes o los cetáceos tienen que caer.
Intenté ir hace un par de meses, cuando Rusti abrió Nairod, que ocupa lo que fue Alvart, que, a su vez, sustituyó a Le Petit Bergerac (la vida sin fin de los locales barceloneses). Me dijo que esperara. Había conocido a Rusti en el 2010 cuando escribí sobre la barra de Coure, con Albert Ventura. Se curtió en restaurantes que forman parte de mi santoral como Inopia o Gresca, la casa de Rafa Peña y Mireia Navarro. Precisamente cuando, al fin, un viernes entré en Nairod comía Mireia y, al terminar el servicio, pasó a saludar Rafa, que bocadillea con un establecimiento en la esquina: Bar Torpedo. Rafa y Rusti son cómplices de barba y de alma gastro.
¿Por qué prefirió que aguardara? Para tener platos que lo representaran mejor, como ese 'suquet' de bogavante o la tortilla abierta con boquerones, el huevo casi sin cuajar mezclado con el jugo que dejó el pescadito. Mojé el pan (qué pan) de Juanitas y tomé otra copa de la mencía Fusco, servida por Rosa Coronado. Un viernes que parecía sábado.
Rusti y la vacilación del ballenero: «Todo es muy normal, nada importante. No descubrimos la Luna». Me embarqué con una croqueta («¡me pasé cinco años en Coure haciendo croquetas!») de cochinita pibil con cheddar y, sí, ya es patrimonio de Croquelona.
Vajilla de la abuela –no sé qué les pasa a los jóvenes con lo neorretro– para emplatar la 'rillette' de pularda escabechada (ay, demasiado ácido) y la fabulosa galantina de pato del Lluçanès, piñones, pistacho, magro de cerdo, oporto, armagnac. Encima una endibia asada. Bravo.
¿Por qué he dicho que es un viejo cocinero de 35 años? Porque se ocupa de preparaciones 'demodé' y afrancesadas (y que apetecen) como la 'rillette', la galantina (al ser frías, también facilitan el servicio) o esa crep Suzette (de perfecta resolución, aunque, snif, se nota que no es tiempo de naranjas).
Hablamos de 'pâté en croûte', de pescados enteros al horno, de la espléndida presencia de un jarrete con hueso. De que las piezas grandes se vean, se muevan, que transmitan alegría y magnificencia a la sala. Anuncia para los martes ternera Wellington y los jueves, arroces.
La tripa a la siciliana con parmesano, y picante, alternativa al 'cap-i-pota' y los callos. Si le preguntas a Rusti por un plato, te dirá este. Y el pichón de sangre, mmmm, pechuga y muslo cocinados por separado, qué buen punto, y el paté, cremoso, sobre tostada.
Esta cocina radiante necesita luz. Luz, más luz, ¡lámparas aquí y allá! Taberna, 'bistrot', restaurante: qué más da. Lo importante es la alegría.
Regreso al 'suquet' de bogavante con el huevo curado con sal y azúcar. Y destaco lo bien ligada que está la salsa, la consistencia y sabor de la patata, las rodajas de crustáceo y la transformación de los jugos al mezclarse con la yema. Sé que será un 'hit', plato destacado de la brevísima historia de Nairod.
Nairod es Dorian al revés, el hijo de Rusti.
Esto va de nacimientos.
LO+
La recuperación de platos fríos como la 'rillette' o la galantina, y el huevo con bogavante.
LO-
La falta de luz, que da un aire solemne a un lugar hecho para la ligereza.
La recuperación de platos fríos como la 'rillette' o la galantina, y el huevo con bogavante.
LO-
La falta de luz, que da un aire solemne a un lugar hecho para la ligereza.
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Desayunos en Pintoxo
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Enigma Con Pocas Palabras // Barcelona
Enigma o la nave espacial en los límites del sistema solar. Albert Adrià es mercuriano.
Platos complejos de preparar, fáciles de comer, imposibles de describir. Cocina sin máscaras.
7 bocados de 50.
La angula con pilpil de caviar: fideos y salsa.
¿Es posible comer la cabeza de una gamba sin cáscara?
Alga codium: ¿es necesario el percebe?
El fuagrás sabe a anchoa.
Nunca hubo tantos guisantes en una vaina.
Ala negra, 'tartar' tibio de paloma torcaz.
A ciegas: ¿chuletón o bogavante?
El equipo de cosmonautas: Oliver Peña, Cristina Losada, Diego Grimberg y Juan Carlos García.
Vinos para conquistar mundos.
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